Alicia Giménez Barlett
Novelista. Autora de Sin muertos (Destino)
La moda uniformiza
No hace mucho tiempo, España era una anomalía en Europa con respecto a la novela negra. Mientras que en el resto de países, unos más otros menos, el género tenía prestigio y tradición, en el nuestro era considerado como una especie de cadáver pseudoliterario. Visitando lugares cercanos como Italia, Alemania o Francia, se advertía esta circunstancia con toda claridad. Grandes espacios en las librerías dedicados a los autores “criminales”, festivales y éxitos de ventas daban a este tipo de novelas un puesto prominente en la narrativa general. Hace menos tiempo todavía, las cosas cambiaron por aquí. Hoy en día ya estamos enganchados al tren europeo y el género negro triunfa entre los lectores. Sin embargo, al parecer, nuestros escritores no tienen la misma aceptación entre los vecinos, y las traducciones escasean. ¿Cómo explicar el fenómeno? No es nada fácil. Supongo que una parte se puede achacar a motivos político-sociológicos. Estamos en un momento en el que prepondera un absurdo cierre de fronteras identitario por el que la cultura del propio país debe ser colocada en el rango mayor. Eso hace que disminuya la curiosidad por lo que escriben los demás, con el resultado de que sólo se traducen los grandes best sellers. Muy lamentable.
Buscando responsabilidades internas se me ocurre pensar que bastante de la literatura negra que se hace en España nace más del deseo de éxito comercial que del interés real por el género
Buscando responsabilidades internas se me ocurre pensar que bastante de la literatura negra que se hace en España nace más del deseo de éxito comercial que del interés real por el género. Estas cosas suceden cuando hay un boom de ventas, aquí y en Sebastopol. Consecuencia: nos encontramos frente a una narrativa nacional que coincide en gustos con todos los países, una tendencia con buenos resultados económicos. Quizá con la influencia inicial de los nórdicos, la narrativa negra europea se ha llenado de sangre y vísceras, de torturas a las víctimas contadas minuciosamente, de asesinos truculentos, de niñas desmembradas, de gore en vivo y directo. Sólo a veces un toque mágico o sobrenatural nos libra de la carnicería pura y dura. Y pensándolo bien, ¿para qué ir a hurgar en vísceras ajenas cuando uno tiene las propias? La moda uniformiza, y traducir novelas basadas en el mismo patrón se vuelve innecesario.
Creo que era distinto cuando las llamadas “novela negra europea” y su apartado “novela negra mediterránea” estaban en su esplendor. En ellas se cultivaban aspectos como la crítica política, los rasgos particulares de la sociedad, el humor propio de cada país. En ellas surgía la diferencia, la especificidad y se aprendía sobre qué estaba sucediendo a nuestro alrededor. Nadie nos ha enseñado tanto como Camilleri sobre la Sicilia actual, de ningún modo hemos comprendido mejor la crisis económica en Grecia que leyendo a Markaris, Jean Claude Izzo nos ilustró genialmente sobre los mundos tortuosos marselleses, Vázquez Montalbán dio a conocer de modo crítico la España franquista... El género negro es, a mi entender, uno de los pocos campos de la literatura que sigue siendo testimonial, el testimonio junto a la calidad literaria, serían las condiciones imprescindibles para traducir.
Lorenzo Silva
Novelista. Coautor, con Noemí Trujillo, de La forja de una rebelde (Destino)
Localismo, indiferencia y prejuicio
En la última novela de Michel Houellebecq, anéantir –así, en minúscula, por deseo del autor–, se lee esta caracterización de dos personajes: “Cécile et son mari votaient tous les deux Marine, évidemment”. Sin más referencia para el lector, que debe deducir que se trata de Marine Le Pen, y en qué medida esa opción política define a dos franceses de clase media venidos a menos. La novela no se ha publicado aún en castellano, pero seguro que ya la están traduciendo y no tardará en aparecer con gran aparato editorial. Ello se debe, por descontado, al talento de su autor, y aunque en este libro tal vez no raye a la altura de otros suyos, los lectores en la lengua de Cervantes van a poder apreciarlo una vez más.
Podríamos echar la culpa del poco éxito internacional a la negligencia de los otros. Más útil, sin embargo, me parece que nos preguntemos hasta dónde fallamos nosotros a la hora de desmontar prejuicios
Escojo ese pasaje de Houellebecq porque una de las razones que a veces se esgrimen para explicar el déficit de traducciones de las novelas españolas a otros idiomas es el supuesto localismo de las tramas, los conflictos y los personajes. Para localismo, el que exhiben muchos autores de otras procedencias, no sólo el buen Michel, y que en absoluto obsta a que sus libros se traduzcan y se lean: al revés, el lector español –o en español– no regatea el esfuerzo para comprender aquello que le pilla más lejos, e incluso se precia de acercarse a la realidad ajena más que a la propia. No parece, por tanto, que sea este un impedimento decisivo.
Se me pregunta por el modo en que la indiferencia foránea afecta, en particular, a la novela negra española. Antes de nada, debe anotarse que hay algunos autores que se salvan de ella: por ejemplo, en Francia, es más que notable el éxito de las novelas de Víctor del Árbol. Pero es cierto que se trata de casos excepcionales y que uno puede apreciar que no se corresponde la pujanza –y por qué no decirlo, el nivel– que ha alcanzado entre nosotros el género criminal con su recepción fuera de nuestras fronteras.
Hace años, en una lejana universidad anglosajona a la que me invitaron a hablar de mi obra, sucedió algo que me dio que pensar. El profesor que me presentó, ya que iba a disertar acerca de novelas protagonizadas por guardias civiles, proyectó en la pantalla un PowerPoint que abría con una foto de Tejero alzando la pistola en el Congreso. Habían pasado más de treinta años del golpe, pero seguía siendo la referencia primera, casi única, que aquella gente tenía de lo que representaba la Guardia Civil.
Llegados aquí, podríamos echar la culpa a la negligencia de los otros. Más útil, sin embargo, me parece que nos preguntemos hasta dónde fallamos nosotros a la hora de desmontar prejuicios que menoscaban las expectativas que otros se hacen acerca de lo que podemos aportar. Volviendo al caso de Francia, ellos sí que se preocupan, entre otras acciones con unas robustas políticas públicas de promoción de su lengua y su cultura, de hacerle atractivo al mundo –y a los editores– su acervo literario.
Siempre puede suceder que los españoles escribamos peor, o historias menos oportunas e interesantes. En ese caso, hacemos bien no invirtiendo mayores esfuerzos. Quizá sea esa la idea.