Cuando Hollywood se planteó llevar a la pantalla a Philip Marlowe, detective privado, Raymond Chandler consideró que el actor más adecuado para encarnar a su personaje sería Cary Grant, con su mezcla de sofisticación y aplomo. O incluso George Sanders, con su aire de desdén aristocrático y su indiferencia hacia los convencionalismos. Los productores prefirieron al inexpresivo Dick Powell (Adiós, muñeca, Edward Dmytryk, 1944), y algo más tarde, a Humphrey Bogart, que ya había interpretado a Sam Spade, el duro y cínico detective creado por Dashiell Hammett, en El halcón maltés (John Huston, 1941). Tras examinar el trabajo interpretativo de “Bogie” en El sueño eterno (Howard Hawks, 1946), Chandler comentó: “Bogart sabe ser duro sin una pistola. Además tiene un sentido del humor que contiene un sutil matiz de desprecio. Transmite autenticidad. Es genuino”. Es imposible no estar de acuerdo. Aunque Philip Marlowe ha tenido muchos rostros en el cine (Robert Montgomery, George Montgomery, Elliot Gould, James Garner, Robert Mitchum, James Caan, Danny Glover), Bogart se ha convertido en la imagen definitiva del personaje.
No se trata de un fenómeno meramente visual o artístico. Bogart y Marlowe comparten muchas cosas. Ambos son seductores, arrogantes, individualistas, mujeriegos, pendencieros, insolentes y grandes bebedores. Bogart fuma cigarrillos; Marlowe prefiere la pipa. No es la única diferencia. Dicen que Bogart era egoísta y cobarde. Protestó contra la “caza de brujas” del senador McCarthy, pero rectificó enseguida, asegurando que le habían manipulado los radicales. Marlowe no habría actuado así. A pesar de su pesimismo existencial, siempre intenta hacer lo correcto y no se arruga con facilidad. Claro que Marlowe sólo existe en el papel, y Bogart tenía que batallar contra las inclemencias de la vida real. Con el tiempo, Bogart se convirtió en un mito que simboliza la ternura e integridad de los hombres duros, con un corazón sentimental y compasivo bajo su apariencia de rudeza e imperturbabilidad. Marlowe también se transformó en mito, pero su amarga visión de las cosas nos crea desasosiego y cierto malestar. Entre los dos, nos hacen mirar a la realidad con otros ojos, mostrándonos hasta qué punto la ficción configura el mundo en que vivimos.
Apunte biográfico
Raymond Chandler se parecía más al Bogart real que al imaginario Philip Marlowe. Hijo de un padre alcohólico y violento, nació en Chicago en 1888. Tras divorciarse, su madre se trasladó al Reino Unido y recurrió a su familia para que Ray pudiera estudiar en el Dulwich College de Londres, una prestigiosa escuela privada donde adquirió sólidos conocimientos de literatura clásica y moderna. Chandler viajó por Francia y Alemania, y en 1907 se nacionalizó británico, trabajando durante un breve período para el Almirantazgo, pero su carácter inestable e indisciplinado no se adaptó a la estricta disciplina militar. Poco después, empezó su carrera como periodista y literato. Publicó varios poemas, un relato y colaboró como reportero con el London Daily Express y la Bristol Western Gazette. En 1912, regresó a Estados Unidos, fijando su residencia de San Francisco y, algo más adelante, en Los Ángeles. Cuando estalló la Gran Guerra, luchó en las trincheras del frente francés como soldado de los Gordon Highlander de Canadá y se preparó para ser piloto de guerra de la RAF, pero el conflicto acabó antes de acabar su formación. Regresó a Los Ángeles y logró un trabajo como empleado de banca, tras estudiar contabilidad por correspondencia.
Enamorado de Pearl Cecily Bowen, “Cissy Pascal”, una mujer casada dieciocho años mayor que él, Ray tuvo que esperar a que su madre falleciera para casarse. Pasarían juntos el resto de su existencia, pese a los excesos etílicos y las reiteradas infidelidades del escritor con chicas muy jóvenes. En 1932, Chandler había logrado el cargo de vicepresidente del Dabney Oil Syndicate, pero su afición al whisky, sus líos con las secretarias y sus injustificables ausencias le hicieron perder el puesto. Con cuarenta y cinco años y en plena Depresión, empezó a escribir relatos policíacos, logrando que revistas como Black Mask y Dime Detective publicaran sus creaciones. Su intención era aportar calidad a la literatura popular o pulp mediante una perspectiva lírica e intimista. Inicialmente, imitó a Dashiell Hammett, pero no tardó en desarrollar una voz propia, descartando el estilo objetivo y minimalista. Eso sí, conservó la mirada crítica de Hammett sobre la sociedad estadounidense, con unas élites corruptas que compran a políticos y policías para garantizar sus privilegios. Chandler no publicó hasta los 51 años su primera novela, El sueño eterno, que apareció en 1939. No escribía con facilidad. Obsesivo, inseguro y neurótico, sufría colapsos creativos. Combatía esas crisis con alcohol. Al igual que Joyce, necesitaba un cierto grado de ebriedad para despegar, pero el exceso de bebida bloqueaba su mente, agudizando su desesperación.
Durante sus inicios como escritor, sufrió angustiosas penalidades materiales. Mal alimentado y al borde del desahucio, el matrimonio hizo malabarismos para sobrevivir. El recuerdo de esos días hizo que aceptara trabajar como guionista en Hollywood, adaptando Pacto de sangre (Double Indemnity, 1943), de James M. Cain, dirigida por Billy Wilder, y Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1950), filmada por Alfred Hitchcock. Aunque el resultado fue dos clásicos cinematográficos, siempre pensó que ambas películas se deslizaban por la superficie de las novelas, sin reproducir sus aspectos más complejos. Su relación con Billy Wilder nunca fue buena. No soportaba que el director se paseara por los estudios con una fusta o que le tratara como al chico de los recados, ordenándole abrir o cerrar la ventana. Con Hitchcock, las cosas parecían más fáciles, pues le admiraba como director, pero su insistencia en supervisar y corregir el guión desbordó la paciencia de Chandler, que acabó burlándose de su sobrepeso.
En un artículo titulado “Escritores en Hollywood”, Chandler expresó sus opiniones sobre el trabajo de guionista: “El arte básico del cine es el guión; es fundamental, sin él no hay nada”. Chandler lamenta que el guionista sea un “escritor asalariado bajo la supervisión de un productor”, lo cual significa que carece de poder de decisión sobre el producto de su trabajo. Desde su punto de vista, “el truco de escribir para el cine está en decir mucho con poco, y después suprimir la mitad de ese poco y aun así seguir conservando un efecto de soltura y movimiento”. Chandler reserva su artillería gruesa para los ejecutivos de los estudios: “Algunos son humanos y capaces, y otros son individuos abyectos, con la moralidad de una cabra, la integridad artística de una máquina tragaperras y los modales de un jefe de plantilla con delirios de grandeza”. Para Chandler, “Hollywood es un cementerio de talentos”, donde resulta “más difícil encontrar un buen guión que a una joven virgen”.
En Hollywood, Chandler se desbocó de nuevo. Durante sus años de forzosa austeridad, mantuvo a raya la bebida, conteniendo su tendencia a despeñarse por los peores excesos, y se alejó de las jovencitas. Su contacto con el mundo del celuloide borró cualquier reparo o freno. Volvió a emborracharse y se lanzó a una promiscuidad que a veces bordeaba el acoso sexual. El productor John Houseman afirma que la conducta cambiaba en presencia de una mujer atractiva, pasando de su habitual cortesía británica a una procacidad sin límites: “El sistema de la escuela inglesa, que tanto le gustaba, había dejado en él su marca sexualmente destructora”. Apenas olía un perfume de mujer, su voz se alteraba y comenzaba a susurrar “esas obscenidades juveniles que él hubiera sido el primero en reprobar de haber sido pronunciadas por otro”. En 1945, Chandler recibió el encargo de escribir el guión de La dalia azul. Dirigida por George Marshall, Alan Ladd y Veronica Lake protagonizarían la cinta. Víctima de su inseguridad crónica, Chandler se colapsó hacia el final, cuando sólo quedaba el desenlace. Los directivos de la Paramount le ofrecieron una bonificación si cumplía con los plazos, pero no sirvió de nada. Chandler planteó una opción mejor: terminar el guión bajo el efecto del alcohol. Escribiría borracho, apenas comería y un médico le inyectaría vitaminas y suero para mantenerlo en forma, evitando que se deshidratara. Funcionó y la película le reportó una nominación para un Oscar.
El personaje de Philip Marlowe resultó atractivo para Hollywood en una época donde se intentaba contrarrestar el retrato demasiado favorable de la figura del gánster, idealizada por el cine de los años treinta. Con buenos modales, aficionado al ajedrez y a la poesía, Marlowe está más cerca del gentleman que del rufián. Puede ser brusco y resolutivo, pero no se deja corromper por el dinero, siente simpatía por los débiles y resiste las insinuaciones de una femme fatale como Carmen Sternwood, una Lolita con instinto depredador. Se ha dicho que Marlowe era todo lo que hubiera deseado ser Chandler. Tal vez por eso empleaba un tono altamente subjetivo. No le gustó que en La dama del lago, Robert Montgomery, director y protagonista, utilizara la cámara subjetiva para recrear el uso de la primera persona, pero las buenas críticas aplacaron su contrariedad. Su preocupación por el personaje no corría paralela al cuidado de las tramas. Cuando Howard Hawks -que escribió con William Faulkner el guión para la adaptación cinematográfica de El sueño eterno-, le preguntó quién era el asesino de Owen Taylor, el chófer de los Sternwood, Chandler se sinceró: “No tengo ni idea”.
La muerte de Cissy en 1954 afectó profundamente al escritor: “Durante treinta años, diez meses y dos días fue la luz de mi vida, mi única ambición. Todo lo demás que hice fue para alimentar el fuego en el que ella pudiera calentarse las manos”. Chandler caerá en un estado depresivo que incluirá dos intentos de suicidio. Una vez más recurrirá al alcohol y al sexo, alternando con prostitutas y jovencitas que admiran su talento. Disfrazará su inseguridad patológica de misantropía y cinismo, pero nada logrará extirpar su tristeza. Pasará largas temporadas en Londres y será expulsado de varios hoteles por su conducta inadecuada bajo el efecto del alcohol. Sin Cissy al lado, su inspiración decae y no escribe nada interesante. Publica en 1958 Playback, basada en un guión que había realizado para la gran pantalla y que no llegó a rodarse. Poco antes de morir, le confesará a su agente literario: “he vivido al borde de la nada”. Muere el 26 de marzo de 1959 en La Jolla, California.
La novela policíaca moderna o Hard Boiled
Raymond Chandler comparte con Dashiell Hammett el reconocimiento de ser el creador de la novela policíaca moderna o, si se prefiere, el renovador del hard boiled. Nos ha dejado dos obras maestras: Adiós, muñeca (1940) y El largo adiós (1953), que escribió mientras cuidaba a una Cissy gravemente enferma. Aunque al final de su vida se reconcilió con el género policíaco, su predisposición inicial no podía ser más despectiva. Agatha Christie y otros autores similares le parecían sencillamente deshonestos. No hacían literatura, sino prestidigitación. En su correspondencia privada, afirma: “El problema de todos estos relatos de situación o misterio es que al final te sientes de improviso como si hubieras estado bebiendo agua del grifo en vez un Borgoña espumoso”. En otro momento, apunta: “Cuando mejor se escribe una novela de misterio, es cuando más rotundamente se demuestra que no vale la pena escribirla”. Todo indica que siempre deseó ser algo más que un autor de novelas y relatos policiales. En una ocasión, aseguró que no existe una fórmula para hacer buena literatura: “Todo depende de quién escribe y qué tiene dentro para escribir”.
Chandler no era un sabueso ni un tipo duro. Sólo pisó una comisaría en una ocasión y le pareció un lugar tedioso y desagradable. Solía llevar pajarita y leía a los clásicos ingleses. Se le ha atribuido una homosexualidad latente o reprimida que convivía con una homofobia explícita. La hostilidad hacia el género policíaco declinará a partir de su cuarta novela, La dama del lago (1943). Chandler abandonará su escepticismo y destacará las posibilidades de una trama policial para adentrarse en la naturaleza humana. Su conservadurismo no será obstáculo para introducir en sus novelas una crítica feroz del sueño americano, pero sin plantear alternativas. Nunca pretendió formular un mensaje político, más o menos explícito. Su creciente prestigio le aupará hasta la presidencia de la Asociación de Escritores de Misterio de Estados Unidos. En sus últimos años, interpretaba los ataques al género policial como una ofensa personal. Estos bandazos no eran infrecuentes en Chandler, que elogió con fervor a James M. Cain cuando adaptó para el cine su novela Double Indemnity, pese a que un año antes lo había descrito en términos poco halagadores: “Todo lo que toca huele a macho cabrío. Es […] un Proust con mono grasiento. […] Semejantes personas son el desecho de la literatura, no porque escriban sobre cosas indecentes, sino porque escriben de manera indecente. Nada en ellos es duro y limpio, frío y ventilado. Un lupanar con olor a perfume barato en el salón y cubos de basura en la puerta trasera. ¿Sueno yo como él, por el amor de Dios?”.
Chandler no sentía ningún aprecio por el mundo en el que se movía Marlowe. No le atraían ni los millonarios con problemas domésticos, ni los bajos fondos. Ni siquiera se encontraba a gusto en Los Ángeles, una ciudad que le parecía caótica e inhóspita. Dicho de otro modo, no le interesaba en lo más mínimo la realidad de la que se nutrían sus libros. En cambio, sí amaba el alcohol, particularmente el gimlet, el cóctel que bebía sin cesar su detective. En El largo adiós nos ofrece su versión de la receta, que habitualmente contiene dos partes de ginebra y una de jugo de limón: “El verdadero gimlet está hecho mitad de gin y mitad de jugo de lima Rose´s, y nada más”. Marlowe consideraba que es una bebida infinitamente superior al clásico Martini. Las incongruencias de Chandler no afectan al valor de su obra. Sólo corroboran que los buenos libros no nacen de teorías, sino de una imaginación chispeante y una prosa con aliento artístico.
El sueño eterno
El sueño eterno es el despertar de Philip Marlowe. Posee una trama endiablada que exige los cinco sentidos. Narrada en primera persona, la acción arranca de una forma brillante. El general Sternwood, inválido, millonario y gravemente enfermo, contrata a Marlowe para librarse de un chantaje. Viudo y padre de dos hijas alocadas, Carmen y Vivian, le chantajean con unos pagarés de juego. No es la primera vez. Antes de entrevistarse con él, Marlowe se cruza en el vestíbulo con la hija pequeña, Carmen, que se muerde un labio con un gesto sensual y deja caer lentamente sus pestañas. Al verle, comenta: “Es usted muy alto”. Marlowe se disculpa: “Ha sido sin querer”. El general le recibe en el invernadero, disculpándose por el calor. Como “una araña recién nacida” necesita una elevada temperatura para mantenerse vivo. Aunque no puede beber ni fumar, le anima a que no se prive de esos placeres: “Me gusta el olor del tabaco”. Consternado, sonríe y añade: “Arreglados estamos cuando un hombre tiene que gozar de sus vicios indirectamente”. Confiesa que no le gustan las orquídeas, aunque está rodeado de ellas: “Son asquerosas. Su tejido es demasiado parecido a la carne de los hombres, y su perfume tiene la podrida dulzura de una prostituta”.
El general Sternwood le pide a Marlowe que le cuente algo de sí mismo. Con admirable ironía, el detective contesta: “Hay poco que decir. Tengo treinta y tres años; fui al colegio y, si es necesario, aún puedo hablar inglés”. El general tampoco carece de sentido del humor. Cuando le pregunta por sus hijas, admite sin ambages: “Me parece que siguen caminos separados y ligeramente divergentes hacia la perdición. Vivian es maleducada, exigente, lista y bastante despiadada. Carmen es una muchacha que disfruta arrancándoles las alas a las moscas. Ninguna de las dos tiene más sentido moral que un gato. Yo tampoco lo tengo. Ningún Sternwood lo ha tenido nunca”. En sólo dos capítulos, hemos podido advertir que la prosa de Chandler es directa, poética, introspectiva, y sus diálogos chispean, sin incurrir en artificios ni manierismos.
El sueño eterno encadena asesinatos, chantajes, corrupción policial, intrigas mafiosas. A estas alturas, después de leer la novela cuatro o cinco veces a lo largo de mi vida, ya no se me quedan cabos sueltos, pero no considero que eso sea importante. Lo esencial son las pasiones –más o menos turbias- de los personajes, la descripción lírica e intensa de Los Ángeles, el retrato de las miserias morales de un sistema que ampara a los ricos y maltrata a los más vulnerables, el clarividente pesimismo matizado por la ironía. Y, sobre todo, Marlowe, un personaje que ejerce un poderoso magnetismo, derrochando salidas ingeniosas y reflexiones nada pueriles. Cuando Vivian le recrimina su aspereza, replica: “Me importa un bledo que no le gusten mis modales. Son bastante detestables y lo lamento durante las largas veladas de invierno”. Marlowe no nada en la abundancia. Su despacho es bastante modesto y presume de coleccionar facturas pendientes de pago. Le gustan las mujeres, pero no hasta el extremo de perder la dignidad o actuar como un desalmado. No es insensible al encanto femenino, pero no es un romántico incurable: “los cadáveres pesan más que los corazones destrozados”. No es un radical, pero piensa que si el capitalismo tiene un lado bonito, nunca lo ha visto. Está familiarizado con las historias sucias de los ricos y los abusos de la policía. No se deja comprar. Trabaja por veinticinco dólares diarios más los gastos y protege a sus clientes, negándose a revelar datos confidenciales. No es un matón, pero sabe propinar y aguantar los golpes que le exige su profesión. No tiene amigos íntimos ni familia. Sus posesiones se reducen a un puñado de libros, una radio, un ajedrez y algunas fotografías.
El sueño eterno muestra la connivencia de la policía con los mafiosos. Inspectores sin problemas de conciencia protegen sus negocios a cambio de un porcentaje y ocultan las pruebas que los incriminan. Se intuye que es posible por la putrefacción de la clase política. Para los criterios actuales, la novela es levemente homófoba y abiertamente misógina. Los afeminados son traicioneros y depravados, y las mujeres sólo causan problemas. Harto de Carmen y Vivian, Marlowe comenta: “Se puede tener resaca de otras cosas que no son el alcohol. Yo la tenía de mujeres. Las mujeres hacían que me sintiese mal”. Marlowe se burla de Harry Jones, “un hombrecito en un mundo para hombres”. Jones es bajito y delgado, pero demostrará tener valor ganándose su aprecio. Prefiere morir antes que traicionar a Agnes, una buscavidas que le utiliza sin el menor escrúpulo. “Has muerto como una rata, pero para mí no eras una rata”, admite Marlowe, abatido por no haber podido impedir que Canino, un gánster brutal, lo matara casi en sus narices, obligándole a beber un veneno”. No todos los policías son corruptos, el capitán Gregory, que trabaja en la Oficina de Personas Desaparecidas, deplora que los “canallas bien vestidos” se libren de la cárcel gracias a sus abogados, mientras que los chicos de los barrios bajos acaben entre rejas apenas cometen un delito menor, sin que se les conceda una segunda oportunidad.
El sueño eterno finaliza con una amarga reflexión que evoca el pesimismo de los existencialistas: “¿Qué importa dónde uno yaciera una vez muerto? ¿En un sucio sumidero o en una torre de mármol en lo alto de una colina? Muerto, uno dormía el sueño eterno, y esas cosas no importaban”. Howard Hawks alteró la trama de la novela en su adaptación cinematográfica, introduciendo un romance inexistente entre el detective y Vivian, interpretada por una joven Lauren Bacall. La censura le obligó a cambiar el desenlace y le hizo omitir el tráfico de pornografía que circula por la novela, mostrando la hipocresía de una sociedad orgullosa de su intransigencia moral. The Big Sleep es una película espléndida. La relación entre Bogart y Bacall, que se casarían poco después, echa chispas. Hay momentos de encendido erotismo que nunca rebasan el terreno del juego y la insinuación. Martha Vickers exacerba la atmósfera sensual con sus fugaces y deslumbrantes apariciones como Carmen. Sus piernas infinitas y su gesto de morderse el pulgar rozan casi la obscenidad, pero sin caer en lo vulgar. Chandler aplaudió su interpretación y la consideró superior a la de Bacall. Bogart luce su poder de seducción, con su particular forma de encarar el ojo de la cámara: se agarra el lóbulo de la oreja, se ajusta los pantalones, habla con el cigarrillo colgando de los labios, sonríe antes de pegar un puñetazo, sisea con su labio partido por una astilla durante un combate naval de la Primera Guerra Mundial. Quizás era innecesario convertirlo en un donjuán que sin pretenderlo seduce a todas las mujeres que se cruzan en su camino, pero su breve encuentro con la libera interpretada por una Dorothy Malone morena y con gafas justifica cualquier licencia narrativa. Creo que la actriz nunca ha aparecido en la pantalla con una belleza tan arrebatadora. No quiero dejar de mencionar al espléndido Elisha Cook J. en el papel de Harry Jones, uno de esos secundarios de lujo de los años dorados de Hollywood. Si tuviera que escoger una escena de la película, elegiría sin dudarlo el momento en que Bogart le indica a Bacall que se rasque tranquilamente la rodilla, levantando la falda. Creo que Marlowe habría aprobado mi elección, pues le gustaba fastidiar a las mujeres y le importaba un bledo la corrección política. Pienso que Chandler también habría sonreído, fantaseando con la idea de ser recordado como el hombre duro que no fue.
Nota bibliográfica:
Raymond Chandler, Obras completas. Tomo I: Novelas. Tomo II: Relatos. Madrid, Debate, 1995.