Aproximaciones, tentativas
La poeta y novelista Luisa Castro nos brinda el cuento de mayo, sobre una misteriosa familia en la que una de las hijas no se parece en nada a su madre muerta
14 mayo, 2022 03:24Era un muchacho tan delgado que todo en él parecían extremidades. Por qué me gustaba, eso es un misterio. Me producía curiosidad sobre todo por su estómago, muy plano, aunque su hermana y él siempre estaban merendando. Unos bocadillos enormes que les hacía Lola, nuestra vecina. Ella se había encargado de pregonar la llegada de aquellos veraneantes entre el vecindario, y a mí no se me pasó por alto su excitación.
Venían de Madrid, un padre viudo con sus dos hijos, huérfanos de madre. El estigma de aquellos hermanos era ése. Lola estaba inquieta, preocupada de no estar a la altura. Aunque no había la menor tragedia en sus rostros. Cuando Jaime salía de la casa de Lola, yo lo veía desde mi ventana cimbreándose como una rama como si no hubiera en él la menor sujeción al mundo.
Su manera de caminar era también especial, y su forma de girar la cabeza y contestar cuando lo llamaban. Y es casi seguro que me enamoré de Jaime aún antes de verlo. Lola decía, ese niño no come, y era como si la delgadez se hubiera instalado en él para atraerme aún más, como un agujero negro. El padre tenía su misma constitución, pero la hermana era de otra pasta, como si no formara parte de aquel ramillete de flexibles juncos.
Los dos elementos masculinos tenían además algo piadoso y ascético en su manera de comportarse, y la ropa que llevaban, que siempre les sobraba un poco, se deslizaba por sus miembros como si fueran dos figuras del Greco.
Eran encantadores desde luego, Jaime padre y Jaime hijo, y lo que aún hacía más difícil acercarse a ellos –como si hubiera en su centro un esencial elemento disuasorio– era aquella apostilla que Lola les dedicaba mientras nos advertía a los demás que no nos pasáramos de la raya con ellos. Muy educados, él es un hombre muy educado, ingeniero, y sus hijos igual de educados, correctísimos, decía anunciándonos la llegada de aquella comitiva casi real.
Lola decía, ‘ese niño no come’, y era como si la delgadez se hubiera instalado en él para atraerme aún más
La educación exquisita de aquel hombre con sus hijos era paralizante, perturbadora. Cuando te acercabas parecía fácil, pero nada más entrar en su campo magnético, detrás de los rosales donde Jaime y su hermana estaban casi siempre sentados con sus bocadillos, una zanja invisible se abría entre nosotros. Mis preguntas tendrían que llegar desde un lugar seguro, al otro lado, y yo tendría que acercarme a ellos de un modo muy cauto. La conversación que tendríamos, la que sostuviéramos Jaime y yo, debía estar muy bien hilvanada. Y debía ganarme la confianza de Lola, que siempre estaba detrás, ojo avizor.
Mi vecina había tomado a su cargo la tarea de velar por la integridad de aquellos dos chicos en territorio comanche y yo trataba de aproximarme a ellos de la manera más leve, sin causar alarma. Especialmente me paseaba ante sus ventanas, la del comedor, o la del salón de Lola, donde yo sabía que se pasaban la tarde jugando a cartas o al parchís en una oscuridad tenebrosa.
Por suerte la casa de Lola era una planta baja, y eso me permitía verlos sin necesidad de estirar la cabeza. Y no se trataba solo de que ellos me vieran a mí, también yo había decidido entrar en aquel misterio a costa de lo que fuera. Pero llamar a la puerta no se me ocurría. Ese era el subtexto que se leía en las frases de Lola cuando decía, unos chicos encantadores, muy educados, por si a mí o a cualquiera de los otros chicos del pueblo se nos ocurría hollar aquella pureza.
Ya antes de que llegaran, la tensión por tener que ocuparse de los dos huérfanos había calado en el ánimo de mi vecina de tal manera que toda ella era un puro nervio. Lola iba de aquí para allá a hacerles la compra, las camas, limpiando y barriéndolo todo para que no les contagiara la menor mota de polvo. Y no se equivocaba.
La educación exquisita de aquel hombre con sus hijos era paralizante, perturbadora
Los hermanos, y su padre ingeniero, parecían proceder de una atmósfera al vacío, de un lugar incontaminado que les hacía vulnerables a cualquier contacto con el exterior, como si salieran de una de aquellas películas que se veían entonces con niños enfermos que viven en burbujas.
Pero era evidente que había en Jaime otra cosa más, algo muy plano, una superficie sobre la que resbalarían mis preguntas, y eso me asustaba y me tentaba a un tiempo. Alguien se había encargado de limar en él todas las asperezas, de retirar de aquella superficie todas las imperfecciones. ¿Era eso lo que me gustaba, su modo de protegerse?
Pero tarde o temprano yo plantearía la gran pregunta, por mucho que aquel padre lo evitara, o que mis preguntas se deslizaran por el tobogán de la silueta de Jaime. Dónde está tu madre, qué le pasó a tu madre. Todos lo sabíamos. Aquella pregunta era superflua. Se murió de una enfermedad muy grave, me diría él. Pero el dato en sí no era lo relevante, sino oírle decirlo.
Mi madre se ha muerto, diría él, y por tanto somos huérfanos, mi hermana y yo. Quería oírlo de él. Yo quería meter el dedo allí, en la llaga. Quería refocilarme en aquella herida. Y la madre, ¿cómo era? O más bien, ¿cómo había sido? ¿Pero tenía sentido aquella pregunta sobre la esencia de algo que no estaba en el presente? La misma pregunta parecía una chanza.
La ropa que llevaban, que siempre les sobraba un poco, se deslizaba por sus miembros como si fueran dos figuras del Greco
Los días corrían y a mí no se me olvidaba aquella conversación pendiente. Delante de su puerta, con la calle por medio, el muro del campo era el lugar perfecto para sentarme a esperarles. Y lo primero era que el aire que nos rodeaba asumiera nuestros cuerpos, que no fuéramos dos extraños el uno para el otro. Lola ese mes actuó de madre suplente, y Jaime y su hermana tenían horarios muy estrictos.
La hermana fue la primera en caer en mi emboscada. Jaime se acercó luego, como si aquella conversación que su hermana y yo iniciamos aquella tarde estuviera rozando los límites de lo permitido y él, como hermano mayor, debiera ponerle coto. No echaban de menos a su madre, dijo Jaime, porque Lola era como una madre, y en invierno tenían otra señora en casa que también era como una madre. Y su madre, además, los acompañaba desde el cielo. Eso dijo.
¿Pero cómo va a estar en el cielo tu madre? No dudo que esté en alguna parte, dije yo, pero en el cielo no, se caería. Al final conseguí que aquella niña lo aceptase, de acuerdo, dijo, mi madre no puede estar ahí porque se caería. Pero luego vino lo más inquietante. Dijo que su madre se alegraba si eran felices, y que se entristecía si estaban tristes.
Pero ¿cómo va a alegrarse si no te ve? Sí que nos ve, dijo ella. Pero físicamente, ¿cómo era? O más bien, ¿cómo había sido? ¿Tenían una fotografía donde yo pudiera verla, tocarla? Porque los dos hermanos eran muy diferentes entre sí, lo cual incrementaba mi curiosidad por aquella mujer que hasta cierto punto se tornó amenazante y metafísica.
Mi vecina había tomado a su cargo la tarea de velar por la integridad de aquellos dos chicos en territorio comanche
Entonces vi a la hermana de Jaime que se animaba y éste que se entristecía. No recordaba a su madre, dijo ella, que era muy pequeña cuando murió, pero todo el mundo decía que su hermano se parecía más a ella. Y me pareció que estaba contenta de no recordarla, de no pertenecer a esa parte de la historia. Mientras que Jaime sí, Jaime cargaba con aquel peso, el de la madre muerta. Discutió con su hermana. Mi padre dice que ese recuerdo se acabará borrando, dijo. Y en ese momento, Lola salió a la puerta.
Al día siguiente, yo estaba allí de nuevo, al acecho. Los vi salir hacia la playa con su padre, muy erguidos, y vi enseguida los ojos de Jaime que se clavaban en los míos. Fue un encuentro de miradas que se prolongó hasta que cruzaron la calle y siguieron los tres hacia la playa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvimos mirándonos Jaime y yo. La hermana y el padre no me miraron, pero Jaime sí. Me pareció que el plan de la playa era sobrevenido.
Cuando ya estaban de vuelta, vi que Lola, ya casi anocheciendo, abría la puerta de la casa. Yo seguía allí, sentada en el muro, esperando. Pasa, dijo, pasa, como a quien acaban de vencer.
Me introduje en aquella penumbra, y seguí a Lola hasta el comedor donde los hermanos estaban sentados con su padre. Jugaban al parchís. Apretaban el botón de aquel parchís y los dados empezaban a bailar rabiosos dentro de su jaula. ¿Quieres jugar con nosotros?, me invitó el padre. Era bastante extraño jugar con aquel hombre y con sus hijos al parchís, pero Jaime parecía contento.
Después de la partida, sin que nadie lo hubiera pedido, el padre se levantó y fue hacia un cajón donde había cosas guardadas. ¿Quieres saber cómo era la madre de Elena y Jaime?, me dijo. Y extrajo de aquel cajón una foto en blanco y negro donde una mujer sonreía. Parecía una mujer normal, y bastante feliz. Se parece a Jaime, dijo el padre. Sí, dije yo. Era la mejor madre del mundo, pero ahora está en el cielo, aunque ya sé que tu no crees que exista tal sitio, dijo luego aquel hombre.
Los hermanos, y su padre ingeniero, parecían proceder de una atmósfera al vacío, de un lugar incontaminado
Los dos hermanos se quedaron mirando al parchís, un poco ajenos a la conversación. Su padre me miró, y yo no me atreví a replicar nada. Y ahora podéis salir a jugar, dijo él, permisivo.
En ese momento, cuando ya estábamos afuera, vi que Jaime sacaba del bolsillo de su pantalón algo que no llegó a enseñarme, tal vez eran unas tabas, o un manojo de cartas. ¿Juegas? Me preguntó. Y vi que me lo pedía de otra manera a cómo lo hacía antes, como si su padre le hubiera dado permiso para jugar conmigo. Pero a mí jugar con él ya no me interesaba. De pronto, sin aquel padre por medio, Jaime no era interesante en absoluto. Entonces oímos los gritos de Lola, unos gritos de loca desde la ventana.
–Jaimeeee… Jaimeeee…
Lo llamaba como una histérica para cenar.
Novelista y poeta, los premios se le amontonan a Luisa Castro (Foz, 1966). Finalista del Herralde con su primera novela (El somier, 1990), ha ganado el Hiperión (Los versos del eunuco, 1986), el Azorín (El secreto de la lejía, 2001) y el Biblioteca Breve (La segunda mujer, 2006). Ediciones del Viento publicó una colección de sus relatos, Podría hacerte daño (2005), premio Torrente Ballester.