García Márquez, un narrador natural
Los escritores que nos fascinaron en la juventud siempre corren el riesgo de defraudarnos en la madurez. No es el caso de Gabriel García Márquez, que soporta el paso del tiempo con la imperturbabilidad de los clásicos. Esa cualidad solo aparece cuando una obra trasciende su época y nos proporciona las claves para interpretar nuestro presente. Se tiende a destacar las innovaciones estéticas de García Márquez, uno de los autores esenciales del "boom" de la literatura latinoamericana y uno de los máximos exponentes del "realismo mágico", pero la fórmula que cristalizó en Cien años de soledad (1967) y que ya se había esbozado en cuentos y novelas breves (La hojarasca, 1955; El coronel no tiene quien le escriba, 1961; La mala hora, 1962; Los funerales de la Mamá Grande, 1962), no brota de la nada, sino de una síntesis apasionada de los orbes narrativos de Faulkner, Joyce, Hemingway, Malcolm Lowry y Juan Rulfo. Carpentier, Lezama Lima y el Valle-Inclán de Tirano Banderas le enseñaron a combinar el barroquismo con lo mágico, lo irracional y lo prodigioso. El barroquismo es una pirueta del lenguaje que solo adquiere consistencia cuando rompe las costuras la razón, recuperando los aspectos del "pensamiento salvaje". Para García Márquez, no hay un pensamiento primitivo, sino una visión integradora que reconcilia la evidencia y el misterio, lo inmediato y lo improbable, la historiografía y la fábula mitológica.
García Márquez nunca ha ocultado su deuda con Rulfo, que le mostró la importancia de lo mítico y lo telúrico en un continente, donde la racionalidad europea no ha logrado borrar un imaginario popular reacio a establecer fronteras entre lo real y lo posible. Hemingway no resultó menos influyente, pues le enseñó a imprimir fluidez y agilidad en el relato, neutralizando los excesos retóricos. Faulkner le proporcionó la idea de construir un territorio ficticio, pero con la fuerza simbólica de un cosmos. Macondo no es un universo alternativo, sino una recreación del mundo. De hecho, su historia posee un Génesis y un Apocalipsis, que dibujan la peripecia de una humanidad dividida entre el nihilismo y lo utópico. Lo "real maravilloso" no es una ocurrencia, sino una llave hermenéutica que ensancha nuestra percepción de las cosas. Se atribuye a García Márquez un "deicidio", pero yo creo que sería más correcto hablar de una ontología fundamental.
Cien años de soledad no debe abordarse como una simple lectura, sino como una vivencia que nos obliga a reeducar nuestros sentidos y a revisar nuestras convicciones. En Macondo, coinciden los vivos y los muertos, se realizan profecías tan ineluctables como las advertencias de Casandra o se producen levitaciones que escarnecen la ley de la gravedad, pero lo verdaderamente asombroso no se halla en el ultraje de nuestras expectativas racionales, sino en lo pequeño e insignificante. Un imán, la lupa o el hielo son objetos cotidianos, pero su capacidad de alterar la realidad es una poderosa objeción contra el absolutismo de la Razón. El insomnio, la lluvia inacabable y el olvido son fenómenos que impugnan el pensamiento científico y racional, obligándonos a reelaborar y reinventar el lenguaje. Las palabras solo tienen un poder denotativo, pero resbalan por la superficie de lo real, sin lograr captar su esencia. La ontología fundamental de García Márquez se parece a la filosofía primera de Aristóteles o Heidegger, que nunca atribuyó al signo la capacidad de usurpar los objetos representados. La escritura se limita a nombrar, merodear, especular, soñar, divagar. Eso es todo. No hay deicidio, sino impotencia creadora.
La política siempre ha ocupado un lugar central en la obra de García Márquez. En Macondo, el imperialismo se disfraza de modernidad, con la aparición de la United Fruit Company, una bananera que explota y esquilma la región, barriendo las protestas de los peones con "ráfagas de metralla". No se ha escrito mucho sobre este episodio de Cien años de soledad, que reproduce un hecho real. En 1928, el ejército colombiano disparó contra una manifestación convocada para luchar contra las inhumanas condiciones de trabajo en la United Fruit Company. Los historiadores hablan de 300 trabajadores asesinados, pero algunos testigos presenciales multiplican la cifra por diez. No se trata de un episodio menor de una novela monumental, sino de una verdadera declaración de principios contra el capitalismo y el imperialismo. García Márquez nunca ha retirado su apoyo a la Revolución cubana y no ha escatimado elogios a Fidel Castro. Se ha dicho que al escritor le gusta estar cerca del poder, pero lo cierto es que le confesó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza: "Quiero que el mundo sea socialista y creo que tarde o temprano lo será". Sus viajes a la Unión Soviética y los países del Este le produjeron cierto desengaño, pero nunca le desvió de sus convicciones. Sería grotesco afirmar que El otoño del patriarca (1975) podría servir como retrato Fidel Castro, pues el protagonista es un anciano general impuesto por Estados Unidos después de un golpe de estado.
Desde mi punto de vista, es la novela más perfecta de García Márquez, con su estilo arduo y hermético, que evoca las audacias de Lezama Lima, intentando condensar el mundo en una indescifrable metáfora. La soledad del patriarca es una especie de ejercicio teológico sobre el poder político. El viejo general solo es una marioneta, un fetiche, un mandarín, que confunde la brutalidad con el poder, sin entender que su crueldad le convierte en un monstruo trágicamente escindido de sus semejantes. Algunos han señalado que García Márquez también mantuvo relaciones cordiales con Bill Clinton, pero en una entrevista que le realizó Jon Lee Anderson declaró: "Todo ha cambiado desde Kosovo. [...] Con Kosovo Clinton ha encontrado el legado político que quiere dejar tras de sí: el modelo imperial norteamericano".
El Simón Bolívar que García Márquez recreó en El general en su laberinto (1989) no está muy alejado del Hugo Chávez que entrevistó en 1999 durante un vuelo entre La Habana y Caracas. En El enigma de los dos Chávez, escribió: "A medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad que no correspondía para nada con la imagen de déspota que teníamos formada a través de los medios. [...] Tiene un gran sentido del manejo del tiempo y una memoria con algo de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo Gallegos. [...] Desde el primer momento me había dado cuenta de que era un narrador natural". No se me ocurre una definición mejor para García Márquez: "un narrador natural", abocado a transformar todas sus vivencias en literatura, es decir, en verdad, belleza y radicalidad. Es imposible imitar a un creador de esta naturaleza sin fracasar estrepitosamente. Es inaceptable ocultar su pensamiento político, sin incurrir en un fraude. Nos guste o no, Gabo es así y nadie debería manipular o mutilar su legado humano y literario.