El error
A los lectores familiarizados con los textos del argentino César Aira (Coronel Pringles, Buenos Aires, 1949) no les sorprenderá la técnica de esta nueva novela, casi ya una marca de fábrica en una de las voces más interesantes de la literatura hispanoamericana contemporánea. Pues los mimbres con los que se construye El error son historias que se van desplegando, fluyendo, cada una de las cuales parece llevar el germen, o ser lanzadera, de la que vendrá a continuación.
En este contexto de técnica de fuga, no resulta, pues, extraño que, de la tensa y misteriosa pareja inicial que recorre un extraño y onírico jardín salvadoreño acompañada por otra pareja (de la que desconfían y a los que tienen por espías), pasemos a las reflexiones y carteos de una reclusa con un escultor de oscuro pasado, a la crónica del brutal asesinato que comete una mujer, y su posterior fuga por la selva, el encuentro con un científico enano, las andanzas de un mítico bandolero que dispara y alimenta la imaginería popular en relatos y murales, o el rescate masivo y peliculero de los peces de un lago en medio de la más espesa de las vegetaciones.
La lógica difusa y poética de Aira -repleta de vericuetos y senderos que conducen por igual a desfiladeros o a pabellones de escultura- parece permitir y permitirse todo eso, siempre y cuando el lector disfrute de dejarse llevar, en una travesía que, si en algunos tramos se estanca y fatiga, propiciará en otros la recompensa de recónditos espacios donde brilla la magia (véase el pasaje completo del lago y la gran escapada de Pepe Dueñas, ladera abajo, entre las explosiones cercanas de los tanques de hidrógeno).
Con Aira cabe que los personajes se diluyan, que los aviones de la PanAm se subdividan en millares de avioncitos en pleno vuelo, que los loros hablen dormidos y entonces revelen sus mejores secretos, o que alguien crea, casi con fundamento, en la resurrección de un difunto presente, eso sí “cuando las condiciones del mundo cambiaran”. Aira muestra la violencia extrema de la larga guerra civil salvadoreña con las paradojas de un sistema policial-penal en el que seguían operando férreas y diamantinas burocracias judiciales para los culpables y sus castigos.
Tal vez, como su bandolero en p. 146, Aira no vive la vida o la escritura “como una sola gran fuga, sino como una sucesión de pequeñas obras de arte del escapismo, sin un progreso visible de las primeras a las últimas”. Algunas reflexiones de los personajes permiten leer entre líneas los intereses de un autor que, ante la duda, apuesta siempre por abrir el pensamiento y la escritura: “Pero también hubo, de mi parte al menos, una inconsciente inmersión en lo distinto. Sin haberlo pensado, debí de dar por supuesto que en la ciudad no había hoteles, que estábamos en un mundo con otras reglas”. Enfadan como siempre sus finales abruptos, cortes o suspensiones contra los que uno se rebela. Nunca parece manera de terminar un buen viaje. Pero Aira nunca ha sido amigo de las clausuras y las últimas palabras.