La frustrada vocación dramática de Miguel Hernández
El teatro de Miguel Hernández es el resultado fracasado de su decidida vocación dramática. Sus biógrafos han destacado la intensa afición teatral que mantuvo a lo largo de su brevísima vida literaria, que apenas supera diez años en la biografía de un poeta muerto a los 31 años. Más breve aún fue su labor como dramaturgo, de tan sólo cinco años, desde la publicación en 1933 del auto sacramental a la redacción de su última pieza, Pastor de la muerte, a su regreso del viaje en misión cultural que hizo a la Unión Soviética el verano de 1937. Pero el teatro de Hernández es muy interesante por dos aspectos decisivos: representa su más decidida vocación y nos permite asistir a su evolución ideológica.
Parte en 1933, muy influido por los maestros del Siglo de Oro, Lope de Vega y Calderón, de unas posiciones ideológicas católicas al escribir el auto sacramental Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras, presidido por un criterio teológico que el poeta compartía con su compañero del alma, Ramón Sijé. La ocurrencia de escribir en plena España republicana una obra de altos vuelos religiosos respondía a una actitud apostólica, lo que confirma su publicación en la revista “Cruz y Raya”, de José Bergamín.
En 1934, la revista católica integrista de Ramón Sijé, “El Gallo Crisis”, daría a conocer unas escenas de otro drama de Hernández, El torero más valiente, inspirado en la muerte de Sánchez Mejías y no publicado completo hasta 1986. Pretendió que se lo estrenaran en Madrid, y en carta a Lorca de ello se habla, aunque Miguel se desengaña justificadamente del escaso valor de la obra: “...no creas que espero que me digas que me estrenas El torero más valiente. No vale la pena. Lo comprendo ahora”.
Un paso adelante tendrá lugar en 1935, cuando escriba su obra minera, Los hijos de la piedra, que nada tiene que ver con la revolución de Asturias sino con sus amigas María Cegarra y Carmen Conde, que, al mismo tiempo, y al alimón, están escribiendo en Cartagena y La Unión un drama titulado Mineros. Los hijos de la piedra ideológicamente supone un avance relativo y prudente, ya que en el argumento se propugna, todavía, la existencia de un patrón bueno, que en El labrador de más aire sustituye definitivamente. Sobreviene en esta época la gran crisis de fe que queda registrada en una conocida carta, de mayo de 1935, a Juan Guerrero Ruiz, en la que Hernández manifiesta un definitivo cambio ideológico. El auto sacramental, que tantas satisfacciones le había deparado, ahora le resulta lejano.
El comienzo de la guerra sorprende a Hernández escribiendo El labrador de más aire. Vuelven los problemas de la tierra y de la relación entre amos y trabajadores y, con el valor poético y perfección lírica que perjudicaron su teatro, regresa también la personal presencia del autor, que se descubre en las principales criaturas de la obra. Cuando la obra se publica, en 1937, Hernández ya escribía poemas decididamente revolucionarios, aunque en El labrador se descubriesen ya parlamentos de inspiración marxista. Ese mismo 1937 publica su Teatro en la guerra, cuyo mayor valor está en la “Nota previa” del tomito, en la que Hernández manifiesta claramente el decidido carácter revolucionario de su teatro.
Pastor de la muerte, el último drama de Hernández, significa un nuevo fracaso a pesar de contener un tema de actualidad, ya que se desarrolla en el frente de Madrid, con problemas y conflictos de la vida cotidiana de aquellas fechas sangrientas. Hernández ha intentado el teatro político que había conocido en su viaje a la URSS en el verano de aquel año. Pero fracasa de nuevo por el exceso de lirismo y lo poco convincente de los diálogos, cuyos términos no son las apropiados para una obra que debía destacar “aspectos de la guerra y del heroísmo de los combatientes”, tal como señalaban las bases del concurso nacional al que la presentó, y en el que solo obtuvo un tercer premio, mientras los dos primeros quedaban desiertos. Un adverso jalón más en tan frustrada vocación dramática.