Fragmento de Desde los bosques nevados: Memoria de escritores rusos
por Juan Eduardo Zúñiga
2 julio, 2010 02:00Fiódor Dostoyevski
«La memoria vuelve a los libros rusos y recupera narraciones portentosas descubiertas en largas horas de lectura. Siempre enriqueció al lector el tesoro de la literatura en lengua rusa con acontecimientos y personajes sorprendentes y con figuras de escritores cuyas vidas parecen fruto de la fantasía.» Bellas palabras de Juan Eduardo Zúñiga que consiguen contagiar al lector su amor por Pushkin, Chéjov, Dostoyevski, Lérmontov, Turguéniev... todos escritores que destacaron por su vocación de transformar su experiencia en belleza y verdad, por la fuerza de sus historias y la solidez de sus personajes.
El joven escritor Fiódor Dostoyevski va a ser fusilado en la plaza Semiónovski de San Petersburgo. Está de pie cerca del patíbulo, vestido con un blusón blanco de burda tela y espera la imprevisible sensación de la muerte. Sus ojos se han clavado en el reflejo lejano de la cúpula de una iglesia y en esfuerzo inconsciente para eludir la angustia que le trastorna, su conciencia, por unos momentos, queda paralizada y vacía.
El sol de invierno resplandece sobre los soldados, los funcionarios y la multitud allí reunida para presenciar el castigo impuesto a unos liberales; tres de ellos ya están atados a los postes con la cabeza cubierta.
Fiódor Dostoyevski murmura: «Si fuera posible no morir. Si fuera posible recuperar la vida...». Tiene veintiocho años y apenas conoce el torrente de iniquidades, de gozos y dolores que constituyen la existencia humana, pero está allí, a punto de ser ajusticiado, junto a veinticinco más cuyo delito fue conspirar contra el Estado. En verdad, él solamente se reunía con unos jóvenes en la casa de un tal Petrashevski para hablar de democracia y libertades. Tras ocho meses de detención en la sombría fortaleza Pedro y Pablo han sido conducidos a aquella plaza, lugar habitual de ejercicios militares, les han hecho arrodillarse, les han roto sobre la cabeza una espada, en señal de degradación, y les han leído la sentencia.
Mientras esperan el fusilamiento, Dostoyevski se despide de los dos amigos que están a sus lados; se han preguntado qué habrá en un carro cubierto con una lona que ven cerca y comprenden que son los ataúdes destinados a sus cuerpos. Estos minutos, que miles de hombres vivieron pero no sobrevivieron, devastan la conciencia más serena, son uno de esos «momentos estelares de la humanidad» que forjan la atribulada historia de los hombres como lo consideró Stefan Zweig: «este momento hace envejecer, tiene la duración de un siglo».
En la plaza Semiónovski todo está preparado y, el oficial que manda la patrulla ante el patíbulo grita «¡Apunten!» y los tambores redoblan pero no se oye la descarga. Hay un instante de extrañeza y uno de los atados a los postes levanta su capuchón para ver qué ocurre. En un coche llega un mensajero que trae el perdón del zar conmutando el fusilamiento por trabajos forzados en Siberia. Uno de los acusados no puede resistir la emoción y enloquece. Los demás, comprenden que todo ha sido una cruel comedia, una ejecución fingida para así castigarles duramente destruyendo sus nervios. Unas horas más tarde, Dostoyevski, en su celda de nuevo, escribe a su hermano Mijaíl una de las cartas más emocionantes que haya escrito un mortal: pocas culturas contarán con algo parecido a sus páginas en las que se sigue la marcha enfebrecida de un ser que acaba de regresar a la existencia: «Hoy, durante tres cuartos de hora he vivido con la idea de que eran mis últimos momentos y ahora ¡aún estoy vivo!». Sobrevive, y tras la terrible prueba se siente arrebatado por la jubilosa conciencia de vivir: «Hermano, no estoy triste ni desesperado. La vida es vida en todas partes, la vida está en nosotros, no fuera de nosotros». Acaba de sentir el roce de la muerte pero ésta se ha retirado dejando tras de sí un vacío que él deberá llenar con todo a lo que hace unas horas había renunciado. Regresa así a la vida, descubre como nueva la sinfonía que la constituye y se esfuerza en definirla como una mayor vinculación a la condición humana: «Junto a mí habrá seres humanos y ser hombre entre estos seres y seguir siéndolo siempre, a pesar de cualquier desgracia que ocurra, no decaer, no hundirse, he aquí lo que es la vida, he aquí su objetivo».
En la carta aparece su irrenunciable vocación de escritor aunque teme las dificultades que encontrará: «¿Será posible que no vuelva a coger la pluma? Creo que dentro de cuatro años tendré posibilidad de hacerlo. Te enviaré todo lo que escriba, si escribo. Dios mío, cuántas imágenes creadas por mí se extinguirán en mi cabeza, perecerán o, como un veneno, se mezclarán con mi sangre. Sí, pereceré si no puedo escribir. Más vale quince años de reclusión pero con la pluma en la mano».
Esta vocación le mantuvo, le hizo subsistir en Siberia; para ella había nacido en Moscú, en 1821. Hijo de un médico, a los diecisiete años pasó a San Petersburgo a estudiar en la Escuela de Ingenieros, profesión que abandonó para entregarse a la literatura. Visitó la casa de Petrashevski y allí leyó a los reunidos la carta que Belinski dirigió a Gógol y que corría de mano en mano.
Hacía algún tiempo, Dostoyevski había conocido a Vissarión Belinski, el crítico de perfil altivo según conservan las litografías, ojos claros y mentón prominente. Belinski, en una larga evolución ideológica, se enfrentó con la cultura de su tiempo y fue el crítico audaz que se opuso al romanticismo y defendió las realidades y lo auténtico en la literatura. Por su irreprochable dignidad e ideas avanzadas le expulsaron de la Universidad de Moscú; establecido en 1839 en San Petersburgo consiguió ser redactor de las revistas liberales Anales de la Patria y El Contemporáneo, esta última fundada por Pushkin. Logró rápidamente prestigiocon sus juicios innovadores y reunió en torno a él un grupo de escritores partidarios del realismo. Durante diez años influyó en los círculos literarios con sus artículos contrarios a las convenciones culturales y en defensa de la escuela «occidentalista», la que se interesaba en abrir las puertas de Rusia a la cultura europea. A su modesta casita de madera, donde vivía pobre y tuberculoso, acudían los que fueron eminentes literatos: el poeta Nekrásov, Iván Turguénev, Iván Panáiev, Krayevski, Herzen, que iban a conversar y a escuchar sus opiniones categóricas sobre el carácter ético y social que debía tener toda literatura.
Belinski abrió a Dostoyevski la senda literaria. Había hecho el joven ingeniero una traducción del francés -Eugenia Grandet, de Balzac- y animado por el éxito obtenido, se puso a escribir la novela que llevaría por título Pobre gente, la primera que escribía. Dmitri Grigoróvich, escritor ya conocido, de tendencia realista, que compartía con él la vivienda, quiso llevar el manuscrito al poeta Nekrásov, entonces personaje influyente, el cual lo leyó y se entusiasmó tanto que juntos fueron a felicitar a Dostoyevski: eran las cuatro de la madrugada y suponían que estaría dormido pero aun así no dudaron en despertarle. Dostoyevski había llegado tarde a su habitación y estaba asomado a la ventana contemplando la noche; los recibió con alegría y gratitud. Al día siguiente, Nekrásov visitó a Belinski con la obra bajo el brazo: «Ha aparecido un nuevo Gógol», le gritó; pero el crítico desconfiaba: «Usted cree que los Gógol nacen como los hongos», fueron sus históricas palabras pero accedió a leer el manuscrito. Cuando por la tarde volvió Nekrásov, Belinski lo había leído por completo y estaba emocionado; le gritó: «Tráigalo, tráigalo cuanto antes» y cuando llegó Dostoyevski, le dijo: «¿Pero se da usted cuenta de lo que ha escrito?». Así fue como Dostoyevski entró en el círculo de Belinski y dio el primer paso hacia la fama literaria y también hacia el lamentable episodio de su condena.
Sin tardar mucho, el carácter susceptible de Dostoyevski tuvo un roce con aquel círculo y se retiró de él. Mostraba cierta petulancia al hablar y Turguénev le hizo un epigrama llamándole «caballero de la triste figura», lo cual fue suficiente para que el joven no volviera por casa de Belinski. Éste, en 1847, escribió una carta a Nikolái Gógol y ésta fue la que Dostoyevski, conseguida una copia, leyó al grupo de Petrashevski siendo una de la causas de su detención y condena a muerte.
Nikolái Gógol era entonces ya un escritor consagrado; ucraniano de origen, cuando tenía diecinueve años fue a vivir a San Petersburgo y allí publicó unos relatos sobre su tierra natal y el ambiente petersburgués que revelaron su talento de escritor. En 1842 aparece su novela Almas muertas con la que descubrió, como nadie había sabido hacer, todo el triste comercio que se realizaba con los siervos, vendidos como objetos y tratados peor que los negros en Norteamérica. La aparición de Gógol representó el triunfo del realismo. Pero en los últimos años de su vida estuvo rodeado de personas que le recriminaban su crítica de las costumbres rusas y le aconsejaban prescindir de toda referencia a ellas; aún más, tildaban de subversivas Almas muertas y su obra de teatro El inspector. Gógol cayó en un estado depresivo que le hizo quemar por dos veces consecutivas la segunda parte de su novela. En 1847 publicó un libro de retractación titulado Trozos escogidos de la correspondencia a unos amigos y en sus páginas renegaba de toda posición que pudiera parecer democrática.
Fue muy severa la crítica de Belinski y Gógol en una nota le exigió explicaciones. Entonces el crítico escribió una carta que se hizo pública y que la revista La Estrella Polar que Herzen editaba en Londres, insertó en uno de sus números.
Esta carta, escrita desde un balneario alemán donde Belinski intentaba en vano mejorar de su tuberculosis, es extensa, más de diez hojas, y en ella hay una reprobaciónde las conclusiones a que Gógol llegaba en su libro y de su renuncia a la intención crítica que había dado tan gran prestigio y difusión a su obra. Porque Almas muertas y la comedia El inspector eran una sátira ingeniosa contra la servidumbre y contra la corrupción de los propietarios de «almas», así se designaba a los siervos. Belinski le acusaba de haber exaltado la autocracia, el oscurantismo, la ortodoxia, cuando «Rusia debía esperar su salvación de los progresos de la civilización, de la ilustración y del humanismo». El contenido de esta famosa carta denotaba un pensamiento tan avanzado que la policía citó a Belinski pero éste no acudió; moría al día siguiente y así se salvó de un probable proceso.