Letras

Miserias de la guerra

Pío Baroja

30 marzo, 2006 02:00

Pío Baroja. Foto: Nicolas Muller

Postfacio de Miguel Sánchez-Ostiz. Caro Raggio, madrid, 2006, 318+37 págs, 17’85 e.

En 1910 escribía Ortega y Gasset a propósito de Baroja: "En Baroja se suceden los volúmenes con una periodicidad rigorosamente astronómica. Por el otoño, se van las últimas hojas de los árboles cuando en los escaparates brotan las hojas de un nuevo volumen de Baroja. Hacia mayo, no sabemos bien quién ha venido, si la primavera o Aviraneta".

El humor de estas aseveraciones no encubre, sino que destaca un hecho palmario: Baroja, como otros autores de su época, fue escritor de gran laboriosidad, que se dedicó exclusivamente a su tarea y no dejó de escribir, una vez entregado al oficio, en ningún momento de su vida. Escribió en su casa de Madrid, en Itzea, durante los viajes, en fondas y hoteles modestos, en sus tiempos de refugiado en Francia durante la guerra civil, a menudo en condiciones de trabajo que hoy no toleraría un estudiante mediano. Esto explica su ingente producción, que ni las circunstancias desapacibles ni la edad pudieron frenar. Claro está que el Baroja posterior a la guerra civil española no es ya el de los grandes títulos, el de El árbol de la ciencia o el de la trilogía La lucha por la vida, y ni siquiera el de La sensualidad pervertida, que muchos consideran la última obra notable y plenamente representativa del escritor vasco. En las últimas novelas (El hotel del Cisne, El cantor vagabundo, etc.), la acción se diluye a menudo, sustituida por secuencias de anécdotas, conversaciones, historias parciales. A esta etapa final corresponde Las miserias de la guerra, novela de la que, como explica en las notas finales Miguel Sánchez-Ostiz, no existe un manuscrito definitivo, sino dos, fechados en 1950 y 1951, más la versión presentada en su día a la censura, con numerosísimas tachaduras y supresiones. Aquí se reproduce la que parece versión última de las conservadas, aunque el lector sigue teniendo la impresión de que la obra carece de la última mano del autor y tiene todavía algunas repeticiones y flecos sueltos, consecuencia del modo de trabajar del último Baroja, que no reescribía íntegramente los textos, sino que aprovechaba partes que daba por válidas, las cortaba y las insertaba en la nueva versión.

Sea como fuere, el hecho es que nos encontramos ante una obra que, aun siendo producto de la senectud de Baroja, era esperada desde hacía años con interés, porque Las miserias de la guerra forma parte de una serie inacabada de novelas que Baroja situó durante los años de la República y de la guerra civil, y existía curiosidad por conocer la visión que el irreductible novelista ofrecía de aquellos años convulsos. El lector advertirá de inmediato que el Baroja aficionado al improperio, ese Baroja adusto y sincero que admiraba Ortega, continúa alentando en estas páginas, con su misma visión negativa del ser humano y con su desdén hacia los políticos, todos ellos ambiciosos y mediocres, sin distinción de color. Gran parte de las acciones del Madrid prebélico en que se sitúa la novela están narradas por un inglés, Carlos Evans, militar y diplomático, que ha sido Agregado en la embajada de su país en Madrid y continúa en la capital, tras obtener una licencia en su empleo. En este aspecto, el arranque no puede ser más barojiano, porque Evans es uno más de los innumerables personajes ingleses que pueblan las páginas del escritor. Recuérdese que ya en El mayorazgo de Labraz acudía Baroja a la ficción de publicar un manuscrito original de un inglés, Bothwell Crawford. En las novelas de La lucha por la vida tiene un papel relevante Roberto Hasting, y pueden recordarse muchos otros personajes ingleses: Macbeth en Parados, Thompson en La ruta del aventurero, Kennedy en César o nada, sir Walter Seymour en Los impostores joviales, Cavendish en Las figuras de cera y otros varios.

Una breve primera parte compuesta por siete capítulos traza los rasgos y la biografía de Evans y lo deja finalmente, ya fuera de la embajada e instalado en una pensión de la Gran Vía, observatorio privilegiado de manifestaciones, protestas y disturbios callejeros. A partir de la segunda parte se transcribe supuestamente el Diario con notas de Carlos Evans, escrito "sin seguir siempre un estricto orden cronológico pensando que quizá con el tiempo ordenaría mejor sus datos" (pág. 11). Estas notas de Evans ocupan las partes II a VI de la novela (págs. 29-240), esto es, el grueso del volumen. El resto está constituido por informaciones procedentes de unas cartas de Will -el chófer de la embajada- a Evans y de otros testimonios.

Para Evans, la diferencia entre esta guerra y otras civiles también españolas radica en que ésta ha sido más sangrienta. En lo demás "ésta no tiene ni originalidad ni grandes figuras" (pág. 51). Y expresa su intención de contar "lo que he presenciado y las conversaciones que he oído de viva voz. No quiero perderme en largos comentarios" (pág. 52). Y así ocurre, con pocas excepciones. La narración es a menudo seca, cortante, y se desarrolla con la impasibilidad de una crónica noticiera. El mismo tratamiento reciben las tertulias de la librería -repletas de conversaciones sobre todo lo divino y lo humano que recuerdan escenas y situaciones semejantes en muchas novelas del autor-, las manifestaciones entusiastas del Frente Popular, el asesinato a sangre fría de un capitán o el detenido relato del ataque al cuartel de la Montaña. El precipitado reparto de armas por parte del gobierno, el sitio de Madrid, las ostensibles diferencias entre el poder militar de ambos bandos, el temor a represalias y venganzas y, finalmente, la caída de la capital, forman parte de la multitud de hechos narrados en estas páginas, que concluyen con la salida presurosa de los últimos resistentes. Un pariente de Will que había trabajado con los republicanos escapa hacia Valencia, de allí a Marsella, luego a Burdeos y finalmente a México. El narrador comenta que las personas que tenían influencia con el gobierno salían de Madrid con facilidad. Y añade estas palabras que cierran la novela: "Los cucos se escaparon con habilidad y con dinero. Los torpes por falta de comprensión, o de astucia, cayeron en la trampa" (p. 318). No cabe visión más negativa de la naturaleza y de la sociedad humana. Pero no hay que achacarla a las características de la historia narrada. Es casi seguro que, medio siglo antes, Baroja hubiera podido escribir lo mismo, con idéntica falta de fe en la bondad humana, con la misma convicción inalterable -tan barojiana y tan reiterada por el escritor- de que los poderosos aplastan siempre a los débiles porque el hombre es, por naturaleza, un animal dañino. Este Baroja de la senectud conserva todavía las uñas tan afiladas como la pluma.