Leningrado, el asedio más mortífero de la historia: sobrevivir comiendo camaradas a -30ºC
El cerco de la antigua capital zarista durante la II Guerra Mundial duró casi 900 días y al menos 750.000 civiles murieron de inanición o congelados. La periodista Anna Reid reconstruye todo el horror en base a crónicas y diarios
14 febrero, 2022 02:24Noticias relacionadas
En Leningrado, en enero de 1942, las calles estaban bloqueadas por montículos de nieve de la altura de una persona; hacía tanto frío —los termómetros registraron temperaturas de hasta treinta grados bajo cero— que de los cables de los tranvías colgaban carámbanos cristalinos de un metro de largo. Pero a las extremas condiciones meteorológicas a las que se enfrentaba la ciudad, ubicada en noroeste del Báltico, se sumaba una amenaza todavía peor: los cientos de miles de soldados de la Wehrmacht que desde finales del verano anterior cercaban la antaño capital imperial de la Rusia zarista, conocida como San Petersburgo.
Vera Kostrovítskaya, una profesora de danza en la escuela del ballet del teatro Mariinski, anotó en su diario una espeluznante escena: el desvalijo progresivo de un cadáver que reflejaba el tercer y principal problema de la ecuación, el hambre. "Hay un hombre sentado en la nieve, envuelto en harapos, con la espalda apoyada en un poste y una mochila (...) Probablemente iba de camino a la estación de Finlandia, se cansó y se sentó a descansar. Estuve dos semanas pasando por delante de él cuando iba al hospital. Así lo fui viendo: 1. sin la mochila; 2. sin los harapos; 3. en ropa interior: 4. desnudo; 5. un esqueleto, con las entrañas arrancadas. Se lo llevaron en mayo".
Lo que ocurrió en Leningrado entre septiembre de 1941 y enero de 1944, durante los casi novecientos días que duró el asedio nazi, fue una de las mayores tragedias de la II Guerra Mundial. Murieron de inanición al menos 750.000 civiles, más de un cuarto de la población que integraba el censo de la ciudad en el momento de las primeras embestidas de los panzer y las tropas de Hitler. Si se añaden los caídos en combate, el número de fallecidos en esta larguísima batalla sería superior al registrado por Reino Unido y EEUU juntos en todo el conflicto. Se trata, de hecho, del sitio de una ciudad que más muertes se ha cobrado en la historia de la humanidad.
Sin embargo, Leningrado no es Stalingrado, no ha recibido tanta atención del mundo occidental como los también terribles y gélidos combates que se registraron en la más pequeña localidad a orillas del Volga, separadas por una inmensidad de más de 1.500 kilómetros. Tal vez se explique porque no hubo un personaje a la altura de Vasili Grossman que le dedicara a esta batalla crónicas y ficciones con una prosa tan afilada. Quien más cerca estuvo de firmar una obra de culto fue Harrison Salisbury, corresponsal de The New York Times en Moscú, que publicó en 1969 Los 900 días —en cuanto a la historiografía, las mejores obras son quizá las de David M. Glantz (en Desperta Ferro) y Brian Moynahan (en Galaxia Gutenberg)—.
Pero el reportero hubo de enfrentarse a un problema capital: la imperante censura soviética, que frenaba un relato veraz de los acontecimientos, dominado hasta entonces por el heroísmo ruso y el pavor a reconocer las muertes por hambre. Con la caída del comunismo, las entrevistas a los soldados del Ejército Rojo, las fotografías inéditas y, sobre todo, multitud de memorias y diarios íntegros sobre el asedio, emergió un panorama diferente: si los leningradenses abanderaron una resistencia, una abnegación y un valor extraordinarios, también robaron, asesinaron, abandonaron a familiares y abrazaron la necrofagia al no poder sobrevivir con raciones diarias de 125 gramos de pan. Todo ese material, esas terribles experiencias individuales, constituyen el núcleo de una espeluznante historia sobre el sitio de Leningrado trenzada por la periodista Anna Reid, traducida ahora al español por Debate.
Canibalismo
"Leningrado fue la primera ciudad en toda Europa que Hitler no consiguió tomar y que, si hubiera caído, le habría proporcionado las fábricas de armas, los astilleros y las plantas siderúrgicas más grandes de la Unión Soviética, le habría posibilitado unir sus ejércitos con los de Finlandia y le habría permitido cortar las vías ferroviarias que transportaban ayuda de los aliados desde los puertos árticos", escribe la autora, que denuncia tanto la incompetencia de los mandos soviéticos como la deliberada política nazi de rendir por hambruna una ciudad en la que a los cadáveres amortajados que se arrastraban por las calles con trineos o cochecitos de bebé se les llamaba, con humor negro, "momias" o "crisálidas".
Las biografías de los leningradenses que superaban la treintena ya estaban gobernadas por la tragedia antes de la invasión alemana. Habían vivido tres guerras (la Gran Guerra, la civil que prendió la Revolución rusa y la de Invierno contra Finlandia en 1939-1940), varias hambrunas y las purgas estalinistas. "Ciertamente, han estado invitándonos a morir pronto durante los últimos veinticinco años. Muchos han muerto, la muerte nos acecha de cerca, tan de cerca como puede. ¿Por qué deberíamos pensar en ella, si ella ya piensa tanto en nosotros?", se preguntaba el historiador del arte Nikolái Punin.
Uno de los pasajes más escalofriantes del libro de Reid es el que dedica al canibalismo —a finales de 1942, cuando el fenómeno desapareció, se habían detenido a 2.015 personas, la mayoría mujeres—, al que también recurrieron los soldados. Un ejemplo extremo es el del capitán Chepurni, al que descubrieron cortando trozos de carne de una pierna amputada de una fosa común y friendo en la sartén un rato más tarde. No solo era su alimento, también el de enfermos y trabajadores del hospital militar en el que trabajaba. Todos fueron fusilados para que cundiese ejemplo.
La periodista también indaga, aunque de forma sucinta, en la legendaria "carretera de la vida", un camino enterrado entre paredes de nieve y sobre el hielo del lago Ládoga que fue recorrido por miles de camiones para llevar suministros a la ciudad mientras esquivaban la artillería enemiga y el permanente peligro de hundimiento. En el asedio a Leningrado, además, participaron miembros de la División Azul que, según se mofaba la prensa rusa, tenía ese nombre no por el color de las camisas de los combatientes españoles, sino por el de las caras.