Angélica Liddell: "Al escenario se entra con la cabeza cortada"
Personalidad del teatro europeo, protagonizará nuestro otoño teatral con el mudo quejío de 'Terebrante', un rotundo tributo al flamenco y a la figura de El Agujetas
25 octubre, 2021 10:00“Ha dado forma al teatro contemporáneo”. Así de contundente presenta el berlinés Schaubühne el trabajo de Angélica Liddell (Figueras, 1966), escenario que le ha dedicado este mes un monográfico a su obra en el Festival Find, compitiendo en osadía, anticipación y vanguardia con las propuestas de grandes de la dramaturgia europea como Milo Rau, Thomas Ostermeier o Simon McBurney. Todo el mundo sabe que el alma de Liddell no es de cobardes.
Es la segunda vez que la ciudad alemana la homenajea. Hace cuatro años fue el Berliner Festspiele quien puso su “Focus” al servicio de esta “gran figura del teatro internacional” (como subraya, no sin aroma a tópico, en su presentación escrita), cuyos artefactos escénicos son bien conocidos en Europa (aún relampaguea la puesta de largo de Liebestod en el pasado Festival de Aviñón) y Estados Unidos. Sí, también en la patria de Arthur Miller se rinden al sonido de sus “detonaciones”. El corresponsal del New York Times, que asistía atónito a la programación del Find, señalaba en su crónica que Liddell “reacciona contra la decadencia espiritual y estética de la cultura actual”. Tan simple, tan difícil.
Contesta Liddell, pues, a nuestras preguntas desde Berlín, parada y fonda de una gira que la traerá en noviembre a Temporada Alta (19) y al Festival de Otoño (27 y 28). Apriétense bien los cinturones los fans de este “monstruo español” –como la ha calificado la crítica holandesa– porque presentará Terebrante, una mirada personal y única, no podía ser de otra manera, al sufrimiento del flamenco escrutada y tamizada por la cruda filosofía vital y el espíritu trágico del cantaor Manuel Agujetas.
Pregunta. ¿Qué le llevó a Terebrante? ¿Cómo fue el encuentro con el flamenco en general y con Agujetas de Jerez en particular?
Respuesta. Me acerqué a Agujetas por su “ser” profundo, por envidia de su “ser” y de su inteligencia, no por el flamenco, sino por lo gitano. Alguien me dijo que yo era una gitana blanca y ahí nació todo. Hubo un momento donde, por circunstancias de la vida, me rodeó lo gitano. Eso me hizo sentir de otra manera, es decir, me hizo percibir la muerte y el dolor de otra manera. Por otra parte, el Agujetas es el ejemplo viviente de lo que Bergamín señalaba en su ensayo sobre el analfabetismo. Según el escritor, la única cultura auténtica es la analfabeta. Desde ese punto de vista, Terebrante es un deseo frustrado, el deseo de la poesía absoluta que solo se da en lo oral.
“Cualquier reivindicación que afecta al mundo de la expresión, que restringe la libertad escénica, me espeluzna”
P. ¿Cómo se ha enfrentado a la puesta en escena? ¿Qué destacaría de lo que realizará ante el público español?
R. No saldrá ni una palabra de mi boca. Estoy harta de las palabras. He intentado que la puesta en escena sea rica por su pobreza. Áspera. Me he centrado en el ser y en el estar. El Agujetas decía que soñaba el cante. Pues bien, he puesto en escena los sueños que he tenido con él, con su magia. He puesto en el escenario lo que he soñado a su lado, cogida de su mano, viendo películas de David Lynch, escuchando su respiración y poniéndome sus anillos.
P. Liebestod, su última entrega escénica, se inspiraba en Juan Belmonte. Ahora en el cantaor Manuel Agujetas ¿Qué conecta ambos proyectos? ¿Existe algún tipo de continuidad entre ellos?
R. Están unidos por la causa. Y la causa siempre es inconfesable. La causa no se puede explicar. Eso es el misterio.
P. ¿Es el dolor, la experiencia extrema de la realidad, esa “causa”, el leit motiv de Terebrante? ¿Quizá de toda su obra?
R. Es el “Ay”. Es lo intraducible, una interjección hacia la nada. El dolor es una experiencia de rebeldía pura. La energía primordial. Es una cumbre, como dice Cioran, donde se apura el límite de la vida, una intensidad… No lo considero desde una visión clínica o negativa sino desde el éxtasis y la fuerza creadora.
P. Del olor a sangre “que no se le quita de los ojos” pasa ahora al dolor del flamenco y el lamento de la seguiriya…
R. Más bien he apartado con horror la mirada del flamenco, tal y como se entiende superficialmente. Yo veo más flamenco en un tetrapléjico, en un criminal santo, en un trisómico, en Herzog o en Sokolov que en toda la SUMA flamenca junta. Hoy todos los flamencos van con su directorcito de escena y quieren parecerse a Pina Bausch. Fracasan. Es el teatrito flamenco. Yo hablo del flamenco sin cante y sin palmas. Hablo del silencio del alma. Me he acercado al “ser” flamenco, que es otra cosa. No es ni bailar ni cantar. Les he cortado los pies, las manos y la lengua a los flamencos y he hecho una hoguera con todo eso. Era la única manera de alcanzar lo sagrado de lo gitano, que es el reverso trágico del flamenco.
P. Agujetas decía que sin sufrimiento no había flamenco. ¿Considera que ocurre lo mismo con la escena?
R. Sin sufrimiento no hay causa. El arte es la capilla de los mártires. Solo el martirio conduce a la santidad. Y solo los santos deberían pisar un escenario. Al escenario ya se sube con la tortura puesta, se entra con la cabeza cortada bajo el brazo o desollado en santidad. Se canta mejor sin lengua. Se baila mejor sin pies. A un gitano se le mira a los ojos, no a los pies.
“Les he cortado los pies, las manos y la lengua a los flamencos y he hecho una hoguera con todo eso”
P. ¿Es ese lado trágico de la cultura española, sus manifestaciones más atávicas, lo que la ha llevado a los toros y al flamenco?
R. Lo que define al flamenco y a la tauromaquia no es el atavismo sino todo lo contrario, lo intelectual. Tal vez sean las expresiones más elevadas de la inteligencia. Encarnan un nivel estético y ético superior, eso es lo que me interesa, lo sublime. La ética nace precisamente cuando la muerte está presente, cuando lo inmoral se transforma en belleza. Pero eso en una sociedad infantilizada y mezquina como la nuestra es imposible comprenderlo. Se ha sustituido el rito por la estupidez y la estupidez por la mentira.
La denuncia de Angélica Liddell de la cultura y la sociedad actual no solo está presente en esa “mesa de autopsias” que es el escenario. Nuestra “Isolda” denuncia la decadencia espiritual y estética detectada por el cronista estadounidense a través de escritos como el recién publicado Solo te hace falta morir en la plaza (La Uña Rota), donde, como la protagonista de la ópera wagneriana, se enfrenta a un tipo de teatro que no vale nada si está “desprovisto de Dios, de inspiración, de rito”.
P. ¿Cómo se ve la cultura española desde fuera de nuestras fronteras?
R. Tengo la fortuna de ver solo defectos. En todo.
P. Estrenos en Aviñón, monográficos en el Schaubühne… su predicamento en Europa está ya fuera de toda duda. Parece que sus propuestas nunca defraudan. ¿Se siente igual de reconocida en nuestro país?
R. En Francia desde hace años me llaman sorcier, bruja, porque necesitan expiación. En Holanda hablan del “monstruo español”, no sé por qué. Los alemanes disfrutan cuando les planteas dilemas morales, y mi trabajo les proporciona estas encrucijadas, les excita intelectualmente. Por lo que respecta al reconocimiento, ya soy muy vieja para estar pendiente de eso.
P. ¿Cree que está marcando el camino del nuevo teatro europeo? ¿Con qué corrientes se identifica en estos momentos de aparente crisis creativa?
R. En absoluto. Todos somos deudores de la fe. Cada uno la suya. Mis referentes siguen siendo Paradjanov, David Lynch, Pasolini y Bresson.
En la fibra intelectual de Angélica Liddell no hay hueco para la indiferencia. Llámese compromiso, deber o simple empeño, siempre lanza su martillo implacable hacia la falsedad que desprende la política y la ideología de masas. “Lo político reduce el tesoro del alma a una mísera alcancía de monaguillo y lo aleja de lo eterno en la misma medida que la sangre derramada nos acerca al infinito”. Por eso, escribe en ráfaga en el libro recién publicado, “no necesitamos una procesión de ofendidos”. Lidell considera que en tanto el pensamiento nace y crece en libertad, “la ideología se desarrolla gracias a la servidumbre. Es, por tanto, lo contrario al reino de lo bello”.
P. ¿Considera que vivimos un retroceso en la tolerancia cultural y social? ¿Le preocupa el ascenso de la extrema derecha?
R. Me preocupa que cualquier ‘ismo’ se comporte como la extrema derecha, empleando los mismos mecanismos ajenos al pensamiento. Cualquier reivindicación que afecta al mundo de la expresión, que restringe la libertad estética, me espeluzna, venga de donde venga. Como Dostoyevski, defiendo al artista irresponsable, al loco, al enfermo. La tolerancia, para realizarse, necesita incluir el derecho a ofender, no a los ofendidos, sino a los ofensores.
El mudo “quejío” de Terebrante no es más que un modo más de diseccionar “la maldita ansia de trascendencia” de esta creadora que en cada entrega se “infla como un globo más allá de su resistencia”. Terebrante probará esa resistencia en noviembre en nuestro país (con producción de Atra Bilis, CDN Orléans / Centre Val de Loire y Temporada Alta) para dar paso a La historia de la locura, el texto de Michel Foucault en el que recorre el mundo de los leprosos, herejes, delincuentes y libertinos a lo largo de la historia. “Llevo un par de años intentando montarlo”, reconoce.
P. Por cerrar con Manuel Agujetas, ¿qué “causa”, qué “queja” le hace seguir sobre el escenario?
R. La soledad, siempre la soledad.
En todo caso, una soledad que arrasa Europa acompañada de cientos de seguidores que esperan que su munición prenda con todo lo que “la vida y la perspectiva de la muerte” le han ofrecido en cada parada del camino: “Siento que muero de soledad, de amor, de desesperación, de odio y de todo lo que este mundo puede ofrecerme”. Liddell en la mesa de autopsias, Liddell desgarrada y desollada. Liddel en Terebrante.