Gide y Dostoievski, un diálogo entre la tierra y el cielo
El escritor francés abrazó la finitud y el placer, mientras que el autor de 'Crimen y castigo' buscó incansablemente a Dios
No es posible hablar de Dostoievski sin pensar en un hombre humillado por la conciencia del pecado y desesperado por lograr la salvación de su alma. Hundido en la penumbra del subsuelo, atormentado por un trivial dolor de muelas que le recuerda su fragilidad, ese hombre parece un demonio, con la mente incendiada por la ira, la soberbia y la lujuria, pero también podría ser un asceta que se mortifica con ferocidad, luchando contra las tentaciones. André Gide no puede estar más alejado de ese sótano con la desnudez de una celda monástica. Su espíritu se alimenta exclusivamente de frutos terrenales. No piensa en el bien y el mal, sino en la salud y el placer. Dostoievski es un cristiano que cura sus heridas, buscando la ternura del Evangelio. Gide, un pagano que celebra la vida cerca del mar, ebrio de sensaciones. Las diferencias entre Dostoievski y Gide reflejan el momento más crítico de la historia de Occidente, cuando dos mil años de cristianismo comenzaron a retroceder hacia el terreno de los mitos, incapaces de soportar el asalto de la razón.
Fascinado por la obra de Dostoievski, Gide escribió varios ensayos, ocupándose de su correspondencia, sus diarios y algunas de sus novelas, e impartió varias conferencias. Ediciones del Subsuelo reúne estos materiales en un pequeño y austero volumen con una espléndida traducción de Laura Claravall. Al examinar la correspondencia de Dostoievski, Gide observa que es caótica y descuidada, pero carente de afectación. El autor de Crimen y castigo reconoce que escribir cartas le produce irritación y hastío. Confiesa que le molesta hablar de sí mimo y admite que desconoce la mesura cuando se asoma a su alma, turbulenta y oscura. No se queja de las malas experiencias. Aunque ha pasado cuatro años en Siberia, confinado en una prisión inmunda, y ha servido seis años en el ejército, soportando toda clase de penalidades, no experimenta odio ni rencor, ni se plantea que sería mejor no haber nacido: “Al menos he vivido; he sufrido pero aun así he vivido”. Sorprende su amor a la vida, que se manifiesta incluso en la adversidad. Dostoievski no se rebela contra Dios. Al igual que Job, agradece los golpes. Esa humildad nace de lo más hondo del alma rusa, tristemente familiarizada con el sufrimiento.
Dostoievski no es un nacionalista arrogante, sino un enamorado de su patria. Piensa que el destino de Rusia es “encabezar los intereses comunes de toda la humanidad”. No habla de un liderazgo político, sino espiritual. El ruso es profundamente generoso. El dolor ajeno nunca lo deja indiferente: “El vagabundo ruso, para consolarse, necesita la felicidad universal”. Los pueblos deben ayudarse mutuamente, pero jamás deben perder sus raíces. Dostoievski no desdeña la idea de Europa como una unidad política y espiritual, pero considera que el europeísmo es una doctrina nociva cuando aleja o separa a los hombres de sus raíces. Hay que preservar la tradición, cuidarla y transmitir sus enseñanzas a las nuevas generaciones. No hacerlo conlleva graves riesgos. Occidente se desmorona porque ha perdido a Cristo, “únicamente por ese motivo”. Dostoievski se propone “revelar al mundo un Cristo ruso, desconocido en el universo y cuyo principio se encuentra en nuestra ortodoxia”. No es un reaccionario, sino un conservador que se aferra a los valores de su historia nacional. Opina que el socialismo pone en peligro la civilización: “Ya ha carcomido a Europa; si tardamos demasiado, lo destruirá todo”. La libertad es un bien preciado, pero sólo hay una cosa esencial, necesaria: “conocer a Dios”.
Gide señala que la literatura de Dostoievski se parece a la pintura de Rembrandt. Su profundidad de pensamiento evoca los fondos negros del pintor holandés, donde no hay sólo oscuridad, sino vida que lucha por salir a la luz. Dostoievski y Rembrandt son creadores de vida y la vida siempre está en proceso. Los personajes de Dostoievski respiran y palpitan. Nos acompañan y acusan la huella del tiempo. Jamás los confundiremos con estatuas. Nunca llegan a conocerse a sí mismos del todo. Son inconsecuentes, inconstantes, paradójicos. Gide nos recuerda que Dostoievski no es un filósofo, sino un artista y no le podemos pedir la coherencia que se demanda a un pensador sistemático. No obstante, sí hay congruencia en el terreno de los valores. La conciencia cristiana de Dostoievski modela a los personajes desde la perspectiva de la compasión. En El idiota, el príncipe Mishkin reconoce la mirada de Dios en una joven madre que contempla a su hijo de seis semanas. Es una mirada cargada de alegría y ternura. Dostoievski, como creador de sus personajes, adopta ese punto de vista, pero como hombre experimenta la necesidad de confesarse, de contar sus pecados y ser absuelto. Para confesarse hace falta humildad, pero sin caer en la humillación. “La humildad abre las puertas del paraíso —advierte Gide—; la humillación, las del infierno”. La humildad regenera el alma; la humillación, la degrada y alienta el resentimiento. La humildad implica renunciar al orgullo; la humillación, en cambio, desemboca en la soberbia. La humildad se doblega ante el amor y el amor es compasión. El cristianismo ortodoxo de Dostoievski está muy lejos del dogmatismo latino, frío y abstracto. Como apunta Gide, nace del contacto entre el Evangelio y el budismo. Está más cerca del espíritu asiático, más emocional, menos intelectual.
André Gide es un hijo de la Ilustración: frío, analítico, sensual; Dostoievski es un bárbaro, es decir, un hombre que no ha claudicado ante la razón y que se deja guiar por el corazón. Nietzsche elogia la perspicacia de Dostoievski para estudiar, comprender y explicar las emociones humanas: “Es el único psicólogo, dicho sea de paso, del que yo he tenido que aprender algo: Dostoievski es uno de los más bellos golpes de suerte de mi vida, aún más que el descubrimiento de Stendhal”. Dostoievski explora el alma humana, pero siempre apunta hacia el origen, hacia la causa última del universo. Al hablar de Los hermanos Karamázov, aclara: “La cuestión principal que perseguiré en todas las partes de este libro es la misma por la que he sufrido consciente o inconscientemente toda mi vida: la existencia de Dios”. Dostoievski no es un escritor de línea clara, sino de trazo grueso. Las tramas y los personajes no discurren nítida y ordenadamente, sino con el ruido y la confusión de un río que se ha desbordado. No hay márgenes claros, ni un cauce más o menos previsible, sino una avalancha donde todos los elementos se mezclan y confunden. Dostoievski siente una especial atracción por los temperamentos anormales, desequilibrados. En la tensión del alma insatisfecha, surge lo excepcionalmente bueno y lo insondablemente perverso. El santo y el criminal se desvían de la norma. Su antagonismo no impide que el uno y el otro puedan volver sobre sus pasos, reescribiendo su vida. Raskólnikov comete un crimen, pero gracias a Sonia resucita, transformándose en un hombre nuevo. Para el verdadero cristiano, no hay existencias irreversibles, de una sola dirección. Todos los hombres son pecadores, pero ese estigma puede borrarse.
Dostoievski cree en el reino de Dios. No es una simple utopía, sino el lugar donde el mal acaba su recorrido y la eternidad se sobrepone al tiempo. Dostoievski no sitúa la vida eterna más allá de la muerte. La eternidad empieza ahora, con la beatitud del instante perfecto. “Hay momentos especiales —leemos en Los demonios— [donde] de pronto se para el tiempo y se convierte en eternidad”. Allí donde hay belleza y solidaridad, asoma la eternidad. Gide cita un proverbio de William Blake para explicar por qué la razón no capta esa dimensión de lo eterno: “El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de la eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre”. Dostoievski sintió horror ante el escándalo del mal. Siempre le atormentó que sufrieran los inocentes, pero atribuyó su dolor al odio de unos hombres hacia otros y no a una presunta imperfección del universo creado por Dios. El Evangelio es el bálsamo del cosmos, la llama que conforta y acoge, sembrando esperanza. El amor es la verdad, la palabra última de la historia. Nuestra mirada no llega tan lejos, pero la fe sí.
Los ensayos de André Gide sobre Dostoievski pueden interpretarse como un diálogo entre el cielo y la tierra. Gide exalta lo telúrico. No cree en paraísos situados más allá de la vida material. No lamenta la finitud. Prefiere abrazarla y gozar de cada momento. No reconoce otro absoluto que la carne. Desprecia el ascetismo y no encuentra ningún motivo para deplorar el placer. En cambio, Dostoievski mira al cielo. La tierra le parece insuficiente. No se contenta con lo finito. Busca incansablemente a Dios. Celebra el instante, pero sólo como atisbo de la eternidad. Cree en la redención de los pecados y en la comunión con los santos. Piensa que el hombre no es nada sin Dios. ¿Nos encontramos ante dos escritores separados por un abismo? Para Gide, el paraíso es una playa del Mediterráneo bajo el sol del mediodía. Una fantasía pagana, pero llena de vida y donde hay vida, siempre hay esperanza, anhelo de perdurar.