Ni rastro queda de los combates cotidianos del joven Pedro Almodóvar, aquel que nos empujaba a regarnos enteras porque quizás mañana nos habríamos ido. Madres paralelas, Dolor y gloria y La voz humana venían pobladas de fantasmas, contemplando muy de lejos la fiesta a pie de calle, castiza y sudada.
El cine de Almodóvar hoy ha cruzado el océano como si pasara al otro barrio: ya sin premura ni pesadumbre, tampoco ya sin dirección concreta. Como quien pasea por una galería y se nutre de quienes llegaron antes que él. La habitación de al lado es la película menos propia “del manchego”, al tiempo que la más universal y generosa.
Adapta las líneas maleables de la neoyorquina Sigrid Nunez en la novela Cuál es tu tormento: Julianne Moore da vida a Ingrid, una escritora ociosa que accede a convivir junto a su buena amiga Martha (Tilda Swinton) en una casa en medio del bosque durante las semanas antes de que esta, enferma terminal de cáncer, se aplique la eutanasia. Pero no hay gravedad alguna en esta suerte de Persona de Bergman. Ingrid y Martha van a tomar el sol, oirán trinar a los pájaros, trasnocharán viendo películas y charlarán de todo…
Ir al cine para perder el norte
La habitación de al lado también se distraerá, avanzando a retazos y con historietas que se suceden de manera fortuita o directamente caprichosa. En ocasiones, las amigas cambian de escenario en el corte entre réplicas, de la cocina al estudio sin razón ni sobresalto, como si Almodóvar hubiera probado a grabarlas en dos sitios distintos sin poder, o sin querer, decidirse por uno. Es el mejor regalo que el cine podría hacerle a Martha, aquejada por su incapacidad para concentrarse.
Chucherías también son todos los papeles diminutos que el realizador ha guardado para sus intérpretes predilectos, cameos dentro de las estampitas de pasado que la enferma trae a colación: Victoria Luengo es la esposa del padre de Michelle, la hija de Martha; Juan Diego Botto y Raúl Arévalo interpretan a una pareja de amantes reporteros en plena guerra de Irak; y Melina Matthews, la única que mastica el inglés de forma aceptable, hace las de abogada. En fin, un generoso surtido de galletas que abrir a la industria estadounidense.
Pedro 'Nick Furia' Almodóvar
La caja de galletas viene llena de hilos y dedales, cómo no, porque en La habitación de al lado cabe de todo: desde la biografía bohemia de Dora Carrington hasta los cuadros impresionistas del salvaje Oeste, que ya adornaban las paredes de Extraña forma de vida, pasando por una casa ardiendo que tanto podría ser del gótico americano como de Tarkovski.
También lomos en bibliotecas, una amplia cartelería y citas, sobre todo aquel fragmento de los Dublineses de Joyce que Almodóvar pone en boca de sus dos actrices, recitado, y que luego ellas reproducirán en DVD (el mejor formato para las películas de fantasmas). Y que dice: “la nieve cae sobre todos los vivos y los muertos”.
Incluso John Turturro, aquí como antiguo amante de ambas, se sabe un actor-anécdota, una suerte de activista a través del cual disparar octavillas sobre los Temas Importantes del Ahora: el cambio climático, la erótica como salvavidas, el auge de la ultraderecha y la crisis del sistema sanitario.
Resulta imposible desvincular La habitación de al lado del podio izquierdista pero agradabilísimo que ocupa Pedro Almodóvar en la actualidad. En cualquier caso, desde que en sus primeros compases una chica pide a Ingrid dedicar su última novela con un “No volverá a ocurrir”, la película equipara crear y difundir cultura como forma de unión personal, insistiendo entre el vínculo indisociable entre arte y política, antes que nada, para salvarnos en tiempos jodidos.
Ética y estética de una manualidad
El mundo se acaba y por ello La habitación de al lado pasea sin prisas, alimentándose del caleidoscopio de placeres que la sostienen. La cámara se descuelga de la acción para recorrer las mejores vistas de la casa que las hospeda, en un pinar de Nueva Inglaterra.
La trama inventa giros que nos descubren cajones inexplorados, llenos de botones, papeles de seda, postales curiosas, botecillos con aromas. El diseño de producción de Inbal Weinberg (Suspiria) trabaja sobre miniaturas preciosistas, que decoran los habituales Carlota Casado e Iker Elias. En tiempos de crítica al privilegio de Sexo en Nueva York, la metrópolis de Almodóvar se sigue cruzando a pie, es desvergonzadamente leída y frondosa.
También Tilda Swinton disfruta, mientras se versiona momentáneamente en un doble parecido al de La hija eterna de Joanna Hogg. Milimétrica, su Martha mantiene el rostro impertérrito y la barbilla ligeramente alzada, excepto cuando abre un poco los ojos para reconocer su culpa al ser reprendida por su amiga.
Entonces volverá a respirar a tragos pequeños, de enferma. Como suerte de reflejo cóncavo, Moore crea una Ingrid expresiva y algo demasiado entregada, con la que ecualizar los volúmenes de su cómplice... Estos no son papeles para principiantes.
La cámara misma se fascina probando gozosa encuadres para sus conversaciones, a ratos desde una frontalidad inquisitiva, que no violenta, y otros de forma completamente lateral, plana. El resultado es de una cerebralidad discreta, que al romper esquemas va atemperando las formas dentro de plano sin por ello renegar de los estallidos de alegría o emoción que transforman a las dos amigas en jóvenes risueñas de un momento para otro. Topos de Lolea fantasmales, rojos igual.
Con tanta luz, la muerte no asusta… Aunque sigue en el corazón de esta película intensa y armónica como las pelucas imposiblemente rubias y los estampados verdes exquisitos de Yves Saint-Laurent. Así es que no debiera chocarnos un final anunciado y repetido, como en un cuento donde la moraleja es sólo que se acabó…
Pero hay algo que no encaja. Quizás es la música de Alberto Iglesias, que se suspende en ribetes y se tiñe de misterio. O será cosa del enorme cuadro de Hopper, tan luminoso como desesperado, que decora la entrada. Puede que necesitemos indagar más en las brechas ocultas de La habitación de al lado.