En 20.000 especies de abejas, ópera prima de Estibaliz Urresola Solaguren (Llodio, 1984), confluyen varias de las corrientes temáticas, estilísticas e industriales que perfilan un cierto mapa de situación del cine español autoral del último lustro.
Producida por dos compañías de la periferia peninsular –la vizcaína Gariza Films y la catalana Inicia Films, responsable de la referencial Verano 1993 (2017) de Carla Simón– y desarrollada en varios laboratorios de creación de nuevo cuño –la residencia para mujeres cineastas Una Habitación Propia y La Incubadora de la escuela ECAM–, 20.000 especies… se asienta sobre un realismo de corte sensible que, sin renunciar a los códigos del costumbrismo, busca su singularidad en un proceder elíptico y en una dirección de actores que escapa a toda costa de la artificiosidad.
Que este modelo de verismo rugoso y delicado ha devenido en una tendencia predominante en el ámbito autoral nacional lo confirma la obra de un buen número de jóvenes directores y, sobre todo, directoras, de Belén Funes a Celia Rico, pasando por Clara Roquet o Álvaro Gago, entre muchos otros.
Aunque esta corriente realista describe tanto un fenómeno doméstico como una estrategia de expansión internacional, en cuanto que el estreno mundial del filme de Urresola en la Sección Oficial de la pasada Berlinale sería difícil de imaginar sin el Oso de Oro logrado por Alcarràs de Carla Simón un año antes.
Un caudal de sugerencias
En 20.000 especies de abejas la apuesta por un naturalismo fílmico se emparenta con uno de los principales esquemas temáticos del reciente cine español: el relato de iniciación infantil o juvenil. En este caso, la protagonista es Cocó (Sofía Otero, reconocida con el Oso de Plata en Berlín), quien a sus ocho años se rebela contra la identidad de género que le impone su entorno, donde es conocida como Aitor.
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En un giro revelador de la estrategia dramatúrgica de Urresola, Cocó toma la decisión de modificar su nombre “adoptivo” por el de Lucía, poco después de que su abuela (Itziar Lazkano), una cristiana devota que se manifiesta en contra de lo trans, intente inculcarle el fervor por la figura de Santa Lucía. Así es como el personaje de Cocó, y la película en su conjunto, subvierte todo un universo de tradiciones que, a lo largo de la trama, van oprimiendo los anhelos de libertad de la protagonista.
Observado de forma aislada, este juego narrativo con los nombres de Cocó, Aitor y Lucía abre un poderoso caudal de sugerencias de significado que se articulan en el orden de lo simbólico. Sin embargo, el interés de Urresola por mantener su película en un terreno alusivo y evocador –una apuesta por el matiz que aflora, por ejemplo, en la interiorizada interpretación de Otero– se resiente de una tendencia a explicitar las intenciones del relato.
En una bella escena en la que Cocó comparte un tiempo de sosiego y complicidad con su tía abuela Lourdes (Ane Gabarain) –quien aparece vinculada al orden natural gracias a su dedicación a la cría de abejas–, la mujer mayor parafrasea al pintor surrealista Francis Picabia al afirmar que “si algo no tiene nombre no existe”. Y luego, subrayando la cuestión “nominal”, 20.000 especies… articula una crítica al tradicionalismo mediante una subtrama en la que Cocó se ve obligada a probarse un traje de niña para asistir a un “bautizo”.
En definitiva, todo este calculado andamiaje narrativo y metafórico sitúa la película más cerca del filme de tesis que de una exploración cinematográfica más abierta a la ambigüedad de lo real.
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20.000 especies… no solo sintoniza con varias de las principales líneas temáticas y estéticas del cine español reciente –incluida una mirada al entorno rural–, sino que también dialoga con propuestas del cine de autor europeo.
Resulta imposible no pensar en la obra de la francesa Céline Sciamma, la directora de Retrato de una mujer en llamas (2019), quien se hizo un lugar en la escena internacional en 2011 de la mano de Tomboy, película que exploraba con gran sutileza la experiencia de Laure, una niña de diez años que se hacía pasar por un chico. Sobre esa misma premisa, Emanuele Crialese elaboraba en la autobiográfica L’immensità (2022) una meditación en clave memorialística sobre su transición de género. La propuesta del cineasta italiano engarza además con el interés de Urresola por el drama familiar.
Con los antecedentes históricos de Mi querida señorita (1971) de Jaime de Armiñán, el documental Vestida de azul (1983) de Antonio Giménez Rico o La ley del deseo (1987) de Pedro Almodóvar, 20.000 especies de abejas pone al día el acercamiento del cine español a la realidad trans, un proyecto en el que Urresola tiene la compañía de coetáneos como Adrián Silvestre –autor de las interesantes Sedimentos (2021) y Mi vacío y yo (2022)– e Ian de la Rosa, quien tras presentar en el Festival de Cannes el prometedor cortometraje Víctor XX (2015), un estudio entre lo sensorial y lo narrativo de una personalidad no binaria, volverá a abordar el universo transgénero y transcultural en el largometraje en producción Iván & Hadoum. Un nuevo cine español busca su lugar entre los desafíos sociales.
Biznagas históricas
Desde Carla Simón en 2017 con Verano 1993, el Festival de Málaga se ha convertido en una cantera de directoras que han transformado el cine español, una renovación a la que este año se ha sumado Estibaliz Urresola. El festival reconoció también a Las niñas (2020), de Pilar Palomero, y Cinco lobitos (2022), de Alauda Ruiz de Azúa. Se forjaron testimonios generacionales como Las distancias (2018), de Elena Trapé, e incursiones en el surrealismo como Destello bravío, de Ainhoa Rodríguez.