Desde que Carla Simón irrumpiera en el Festival de Berlín en 2017 con Verano 1993, película que después ganó en Málaga y le brindó a su directora el premio al mejor novel en los Goya, hemos presenciado cada año el desembarco de un nuevo e incontestable talento femenino en las salas españolas: Arantxa Echevarría en 2018 con Carmen y Lola, Belén Funes en 2019 con La hija del ladrón, Pilar Palomero en 2020 con Las niñas, Clara Roquet en 2021 con Libertad y, ahora, Alauda Ruiz de Azúa (Barakaldo, 1978) con Cinco lobitos. Un fenómeno que ha adquirido especial relevancia una vez que Simón ha logrado este año el Oso de Oro con su segunda película, Alcarràs.
Cinco lobitos, que al igual que Verano 1993 tuvo su puesta de largo en Berlín y ha arrasado en Málaga con cuatro premios (incluyendo los de mejor película y guion), guarda no pocas concomitancias con todos estos filmes: la apuesta por el drama, la prevalencia del retrato de los personajes sobre el desarrollo de la trama, la sencillez de la puesta en escena, el naturalismo en las interpretaciones y la huida de los clichés y los lugares comunes respecto a los temas que abordan, ya sea la infancia, la adolescencia o las relaciones paternofiliales.
Alauda Ruiz de Azúa se acerca a la maternidad en Cinco lobitos, pero evitando esos planteamientos humorísticos o épicos que tantas veces hemos visto en el cine español. Aquí asistimos a la maternidad en crudo, sin filtros, desde una mirada íntima y honesta, real y cotidiana, que apela a cualquier padre primerizo. Los primeros minutos del filme reflejan la dificultad de la pareja protagonista, treinteañeros instalados en la precariedad laboral, para conciliar la vida con la llegada al mundo de su primer bebé. El llanto inconsolable de la niña es la banda sonora de los compases iniciales.
Cuando Javi (Mikel Bustamente) vuelve al trabajo de manera prematura (de alguna forma hay que pagar las facturas), Amaia (Laia Costa) decide trasladarse a casa de sus padres, la seca y estricta Begoña (Susi Sánchez) y el distante e inútil Koldo (Ramón Barea), para que le ayuden con el bebé. A partir de aquí, el filme muta sutilmente para poner el foco en esta familia y revelar sus secretos, sus cuitas, sus afectos y sus costumbres. Cuando Begoña cae enferma, Amaia se ve obligada a convertirse en una especie de madre paralela de su propia madre.
Kore-eda y ozu
En una entrevista con El Cultural, Ruiz de Azúa, curtida en el mundo del corto y de la publicidad, confirmaba cómo le habían influido Hirokazu Kore-eda y Yasujiro Ozu a la hora de plantear la apuesta narrativa. Como los maestros japoneses, la directora pretende acercarse a la verdad de sus personajes poniendo mayor énfasis en la revelación de la intimidad que producen los gestos, o incluso los silencios, que en los diálogos. Y, para ello, utiliza la cámara como si de un testigo silencioso se tratara, desde una sabia distancia, apostando por el reencuadre y por tomas largas.
Nada de ello funcionaría sin el fenomenal desempeño de los actores: una Laia Costa que carga con el filme sobre sus hombros desde cierta dureza, una Susi Sánchez que sabe aportar ternura a la autoritaria Begoña y un Ramón Barea que clava el papel de lisiado emocional y doméstico.