En la nueva película de Céline Sciamma, Retrato de una mujer en llamas, todo es contención. Nos encontramos ante un relato ambientado en el siglo XVIII en el que solo tienen peso cuatro personajes, todos femeninos. La puesta en escena es sobria, minimalista. La trama transcurre en un único escenario: una villa crepuscular de una familia burguesa en decadencia, con habitaciones enormes pero casi siempre vacías, rodeada de acantilados. Allí llega la pintora Marianne, una joven de espíritu libre que no se rige por las estrictas normas de conducta impuestas a las mujeres de la época. La dueña de la casa en la que no hay hombres le encomienda una misión: pintar a su hija Heloise, recién sacada del convento tras el suicidio de su hermana, para enviarle el retrato a su futuro marido, que iba a ser el marido de la difunta, para que éste dé el visto bueno al matrimonio concertado. El problema es que Heloise se niega a que la pinten y, por ello, Marianne tendrá que hacerse pasar por chica de compañía para más tarde abordar el cuadro de memoria en su cuarto.
Por tanto, Sciamma plantea un enigma que tiene su representación en el inquietante legado del pintor que fracasó previamente en la misma misión: un cuadro muy detallista en el que por rostro solo hay una mancha. La cuestión es que a medida que Marianne va desenredando el misterio, entre paseos y conversación que se sostienen en un cine sensual y sensorial en el que no existe la música extradiegética, algo más que la amistad empieza a surgir entre ellas. En medio de todo ello, la sirvienta de la casa se queda embarazada y ambas la ayudan a que aborte en un escorzo del guion que potencia la solidaridad femenina frente a las diferencias de clase.
Si decíamos al principio que todo es contención, es cierto en parte, ya que a partir de una escena casi esotérica, alrededor de un fuego en el que varias campesinas cantan, la pasión se desborda y los recursos de Sciamma también. El resultado es un filme que se siente realista aunque no lo parezca y que pinta en pantalla un romance agridulce y épico que se sostiene en la perfecta interpretación de Adèle Haenel como Heloise y de Noémi Merlant como Marianne. Un paso más e inesperado, que le valió el premio al mejor guion de la última edición de Cannes, en la fulgurante carrera de la directora francesa, que hasta ahora nos había acostumbrado a atrapar la energía desbocada de adolescentes de barrio contemporáneo. Aquí se lanza al cine de época con una relectura del mito de Orfeo y no solo sale triunfadora del envite sino que ofrece al final un plano devastador y sublime que se queda impresa en la retina.