Image: Sherlock Holmes, cínico y brutal

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Cine

Sherlock Holmes, cínico y brutal

Guy Ritchie da un nuevo perfil al personaje de Arthur Conan Doyle

14 enero, 2010 01:00

Fotograma de Sherlock Holmes

Luis Martínez
De todos los Holmes posibles, ninguno como el creado por Umberto Eco en El nombre de la rosa. Y que nos perdone sir Arthur Conan Doyle. Vagamente excéntrico, curioso impenitente, observador devoto, pero, y por encima de cualquier otra consideración, perfecto narrador. ése es Holmes o, si se prefiere, Sean Connery en los hábitos de Guillermo de Baskerville.

Porque la pregunta es digna del propio Sherlock Holmes: ¿Quién es en realidad Sherlock Holmes? Quizá en 1887, cuando apareció la primera historia del detective de Baker Street, un lector necesariamente inocente tuvo la oportunidad de imaginarse a Sherlock Holmes. Ante sus ojos, el consumidor de cocaína (¿o era morfina?) y afinado violinista podía ser un atildado caballero victoriano. Hubo un tiempo en que hubo tantos Holmes como lectores.

Pero eso duró poco. Pronto, las aventuras de este anómalo detective adquirieron el tamaño de la épica; del mito; del icono popular. Aparecieron los primeros dibujos. Y, poco a poco, la imagen ritualizada del investigador heterodoxo y alérgico a Scotland Yard; del caballero con su imposible gorra de doble visera; del fumador de pipa; del lógico que jamás pronunció "elemental, querido Watson" se convirtió en la estampa necesaria de Holmes, Sherlock Holmes.

Para cuando llegó el cine (la primera película sobre Holmes data de 1900), el investigador más de Londres que la propia niebla era ya, y para siempre, el actor Basil Rathbone. Hasta 14 veces dio vida el actor surafricano al prodigio deductivo. Y así, y siempre con el mismo modelo como patrón, Peter Cushing, Chistopher Lee, Nicol Williamson o Christopher Plummer han repetido, paso a paso, la accidentada geografía del héroe. Pocos han sido capaces de dibujar la estampa del Quijote fuera de los grabados de Gustave Doré y pocos se han visto con las fuerzas suficientes para imaginarse a un personaje tan heterodoxo como Sherlock fuera de la ortodoxia. Quizá sólo Michael Caine dispuso de fuerzas para tanto. Hablamos de la anómala Sin pistas. En puridad, la primera vez en la historia de la iconografía ‘holmesiana’ que alguien pretende un Holmes completamente nuevo aparece ahora en cartelera.

El Sherlock Holmes de Guy Ritchie al que anima Robert Downey Jr. es eso: un Holmes nuevo. Guillermo de Baskerville también, pero él no estaba en Londres. Nada hay en el personaje de Downey que contradiga el texto original. O nada que arranque más contradicciones de las que arrancaron sus predecesores. Ritchie, el director empeñado en ser cool, consigue así lo que pretende: ser el raro de la clase y, de paso, convertirse de nuevo en el más guay. El decálogo completo de su cine ‘nuevo’ (la desmembración de cada plano, la cámara sin control, el diálogo frontal...) está al servicio de una historia ‘vieja’. Y se aprecia el esfuerzo. Sorprende y, por momentos (genial la escena sobre el puente de la torre a medio construir), arrebata.

Londres como nunca antes había sido contemplado. Holmes de otra manera. Cínico, mordaz y brutal. Y, sin embargo, este desequilibrado enemigo de la higiene, hábil como ninguno en la esgrima de los puños, es también Sherlock. El vicioso, brillante, misógino y atormentado Holmes. De él, bajo la apariencia que sea, sigue cautivando su facilidad para la deducción; para narrar la historia escondida en cada detalle. Pues eso, y no otra cosa, es Holmes: un narrador. Su habilidad no es otra que ir por delante. Contar antes y en voz alta el relato que se encuentra ‘oculto’ a la vista de todos; el crimen detrás del gesto inocente. Nótese que Holmes no miente, no usa trucos. En los relatos actuales de forenses televisivos, las pistas se encuentran emboscadas; sólo a la vista de la tecnología que maneja el investigador. La habilidad de Holmes es simplemente llegar antes. El buen narrador no cuenta nada que el oyente no espere oír. Holmes no es Grissom (CSI). Para ser Holmes basta con descartar lo imposible, "lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad".