Nadie sabe
Director: Hirokazu Kore-eda
12 mayo, 2005 02:00Escena de Nadie sabe, de Hirokazu Kore-eda
Como un cuento cruel para niños, Nadie sabe es una historia de supervivencia. Pero en la película de Hirokazu Kore-eda los adultos no son una amenaza porque tienden a la desaparición, y la cabaña-refugio, metonimia del útero materno, es un piso que se convierte en prisión. Tres de ellos llegan escondidos en maletas, como huérfanos en una novela de Dickens, pero cuando se desperezan y se instalan, adiestrados en la discreción por una madre que parece una adolescente a la que han obligado a crecer a regañadientes, lo hacen con la naturalidad de los que saben que han sido expulsados definitivamente del reino de los cielos. Lo más escalofriante es que en este cuento no hay ni brujas ni pócimas ni castillos, porque el cineasta japonés nos lo explica al oído respetando los detalles de una realidad tan estricta que asusta. Inspirada en el caso de los niños abandonados de Nishi-Sugano, acaecido en Tokyo en 1988, Nadie sabe no es, afortunadamente, una crónica de sucesos: es una triste, poética mirada a la soledad de la infancia, esa época donde un mundo de fantasía tan frágil como el dibujado por unos cuantos lápices de colores puede hacernos salir a flote.No ha escogido Kore-eda el camino más fácil para describirnos el aislamiento urbano de estos cuatro hermanos de padre distinto y desconocido. Lo primero que llama la atención es su absoluto desprecio por lo que entendemos por credibilidad: es decir, lo creíble nace del naturalismo con que asistimos a los preciosos rituales de la infancia, no del cuidado con que todos los elementos de la narración contribuyen a hacerla verosímil. En eso está la extraña magia de Nadie sabe: cuando la madre huye dejando a Akira (espléndido Yuyo Yagira, premio en Cannes al mejor actor), su primogénito, a cargo de sus hermanos, muy pronto dejaremos de preguntarnos cómo es posible que nadie se dé cuenta de lo que está ocurriendo en ese apartamento, microcosmos decadente que irá degradando su olor y su aspecto a medida que el dinero deja de pagar cuentas y comida. La lógica no importa porque la película impone su propia lógica, paradójicamente desde un realismo siempre elusivo cuando se trata de ponerse sentimental (dos peros: un interludio musical que empaña el momento más dramático de la película y un metraje algo excesivo). O tal vez es que, como en su anterior Distance, Kore-eda quiere retratar la alienación de la sociedad japonesa en su estado más puro e insolidario.
Nadie sabe demuestra que una película es una suma de gestos: unos regalos de Navidad que son mentiras piadosas, la última moneda para la última llamada telefónica, un dedo dibujando en el vaho de un cristal, los columpios, una amiga verdadera y unos amigos falsos, un viaje en monorraíl, una maleta desgraciadamente llena y el ruido de los aviones sobrevolando la desgracia ajena. La sensibilidad de Kore-eda al observar e interpretar esos gestos es la misma que la de su protagonista, Akira, líder de esta secta infantil que, al contrario que los niños de El señor de las moscas, se resiste a reproducir la monstruosidad de la sociedad adulta conservando su inocencia hasta que, perdidos en las calles de su barrio, se transformen definitivamente en náufragos del asfalto. Como Kore-eda, al final de su aprendizaje Akira desconfía de los adultos y les da la espalda. Expulsado del País de Nunca Jamás, la vida le ha enseñado que no hay mundos más imperfectos que los que nos inventamos.