Universo Kaurismäki
Maku Peltola en El hombre sin pasado
A medio camino entre la prosa del retrato social y la sublimación propia del melodrama, entre el realismo y la utopía, entre lo minimalista y lo burlesco, El hombre sin pasado aparece en el cine actual como una obra extraña, inclasificable y fuera de norma. Sería casi un verdadero ocni (objeto cinematográfico no identificado), de hecho, si no viniera firmado por Aki Kaurismäki, cuya rúbrica nos ofrece, en realidad, todas las claves para adentrarnos en este peculiarísimo universo, hijo de un humor algo lunático, envuelto en ásperos contornos estéticos suavizados por una gama cromática alejada de todo naturalismo y capaz de inyectar belleza entre la miseria.Y la primera clave de esta radiografía de la marginalidad, de los indigentes que sobreviven gracias a la sopa caliente del "Ejército de Salvación" y que malviven a las orillas de un puerto industrial refugiados en barracones, nos la ofrecía, hace seis años, Nubes pasajeras (1996): primera entrega de una proyectada trilogía sobre los desheredados de la Finlandia contemporánea, en la que El hombre sin pasado oficia como segundo capítulo. Aquella fábula de los parados que se organizan para reflotar el restaurante del que antes eran empleados se adentraba ya, con paso decidido, por esa ficcional tierra de nadie en la que el director y sus criaturas (los olvidados por el sistema, los derrotados y marginados del capitalismo) pueden edificar su propio sueño sin necesidad de dulcificar la dureza del retrato social.
Potestad exclusiva de este poeta lacónico, disfrazado a veces de Bresson, y admirador confeso de Ozu, capaz de transfigurar unos materiales tan sensibles (la derrota de los obreros, el hambre de los mendigos...) en hermosos cuentos imaginarios cuyos protagonistas se reencuentran consigo mismos, y con sus semejantes, en esas utópicas y solidarias comunidades de perdedores que les permiten configurar una nueva identidad (personal y social) superadora de los abismos hacia los que empuja el capitalismo.
Porque Kaurismäki habla sin pudor ninguno, y esto hay que decirlo bien claro, de los estragos del capitalismo. Lo había hecho ya antes -con mayor sequedad, con más negrura en el retrato y desde una mirada mucho más pesimista- en su precedente trilogía sobre la clase obrera: la que integran Sombras en el paraíso (1986), Ariel (1988) y La chica de la fábrica de cerillas (1990). Y lo vuelve a hacer ahora, con pinceladas más tiernas, con tonalidades más humorísticas y desde una mirada bastante más optimista, en esta nueva trilogía de madurez.
Centrada en un obrero metalúrgico que pierde su memoria y su conciencia de identidad tras recibir una brutal paliza, la historia de El hombre sin pasado le sigue la pista a este inesperado y burlesco émulo del "hombre invisible" que debe integrarse en una nueva "sociedad" (los mendigos que le dan cobijo, las "damas caritativas" que organizan su ocio y su supervivencia), retratada por el director con ese peculiar registro suyo, capaz de armonizar el realismo prosaico más desnudo con ese desusado y lacónico lirismo que asalta intermitentemente la pantalla.
Sin caer nunca en la falsa poetización de la miseria, un insólito ramalazo de ternura y de melancolía se cuela entre los fotogramas. Y así es, a la postre, cómo en el seno de esa comunidad de marginados el protagonista se reencuentra a sí mismo al despojarse de las vendas (gesto que expresa su despertar a un nuevo mundo) y al integrarse en un universo en el que la existencia parece estar preservada de la explotación, de la tiranía del dinero y de las relaciones de dominación propias del sistema capitalista. A fin de cuentas, únicamente en el "universo Kaurismäki" puede existir un empresario capaz de ¡atracar un banco! (un banco arruinado por la globalización, además) para poder pagar el sueldo a sus empleados.
La fábula moral -carente eso sí de todo discurso explícito- encuentra su verdadero sentido en las formas de la representación: ese impasible sentido del humor, a la vez ácido y pudoroso, esa depurada expresión visual deudora del despojamiento casi franciscano de la puesta en escena, esa esencializada arquitectura narrativa (producto de ful- gurantes elipsis), esa sequedad de la sintaxis, esa limpia desnudez de su gramática, esa purga radical de todo lo superfluo y esa intransigente economía de sentimientos... Armas nobles y personalísimas, en definitiva, de uno de los creadores más originales, más irreductibles del cine moderno, dueño de una voz narrativa y visual capaz de sublimar el melodrama y de subvertir, con su callado lirismo, los límites convencionales del testimonio social.