El 'Anillo' y el relato
Con un Oro del Rin dirigido escénicamente por Robert Carsen y musicalmente por Pablo Heras-Casado, el Teatro Real acaba de embarcarse en El anillo del nibelungo por segunda vez en su historia reciente, tras el que protagonizaron la pareja de directores Decker/Schneider. Este segundo viene a Madrid procedente de la Ópera de Colonia. La crítica lo ha recibido con división de opiniones. Wagner sigue levantando pasiones. Cuatro años durará la controversia sobre este Anillo que, para mi gusto, ha empezado con buen pie. Está bien cantado en general, con la agradable sorpresa del bajo-barítono coreano Samuel Youn en un magnífico Alberich.
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La puesta en escena de Robert Carsen es tan clara en su planteamiento como oscura en su resultado. Su Wagner está comprometido con el planeta y denuncia las prácticas contaminantes. El Rin es un vertedero donde urgan las tres ninfas y merodea el feo nibelungo, Wotan es un magnate militar/industrial, el Valhalla, un complejo inmobiliario financiado con engañifas y, los gigantes, los contratistas que lo han construido. Una alegoría clara que, en escena, se vuelve oscura porque los vertederos lo son de por sí: tienden al gris y al marrón. El color lo aportan solo los monos naranja de los constructores y sus operarios. Nada de eso me resultó estimulante, la verdad, pero sí le reconozco a Carsen un gran hallazgo al principio de la obra. Resulta que el Rin no es solo el vertedero, sino también un centenar de hombres que atraviesan la escena sin cesar, entrando por la izquierda y saliendo por la derecha. Cada vez son más y cada vez pasan más rápido. Los últimos, corriendo. Carsen parte el Rin en dos metáforas separadas: por un lado, el vertedero como lecho estático del río y, por otro, los hombres como la corriente. Estos figurantes podrán decir: en esta producción del Teatro Real yo hago de corriente. No de río, solo de corriente. Es el movimiento aislado, separado de la cosa que se mueve. Heráclito hubiera alucinado.
Este hallazgo ilustra sobre el escenario el preludio que suena en el foso, que me parece lo más inquietante de toda la Tetralogía. Son cuatro óperas, quince o dieciséis horas de música novedosa, pero, para mí, nada iguala a esos primeros cinco minutos de El oro del Rin cuya audacia anuncia por sí sola la revolución. La música se está quieta, no ocurre en todo ese tiempo —cinco minutos, en música, son una eternidad— nada más que el despliegue en la orquesta de un solo acorde bien sencillo: mi bemol mayor, el de la Eroica de Beethoven. Por otra parte, esa misma música estática está siempre agitándose y moviéndose, a base de arpegios cada vez más llenos y más tensos, hasta desembocar en la voz de las ninfas del Rin, que cantan sobre una armonía nueva. Es una quietud inquieta, un movimiento sin cambios, un avance que está obligado a ser arrollador, como la corriente del río, y a la vez no quiere mover sus tres pies, las tres notas del acorde. Pablo Heras-Casado alineó esta música asombrosa en un arco creíble y emocionante, con impulso y sensación de progreso y, por lo tanto, de relato. Al oír con cuánta verosimilitud le entregaba la música la Orquesta Titular del Teatro a la ondulante Woglinde, pensé que Heras-Casado iba a ser capaz de narrar como es debido esta tremenda historia. Porque la Tetralogía — la epopeya cósmica vista desde el Báltico, la obra de arte total, el colmo del teatro y de la música— es, efectivamente, tremenda y, si nos descuidamos, tremebunda, pero, como los extremos se tocan, es también sencilla. Es una historia grandiosa o solo grandota o, incluso, según se mire, grandilocuente. Lo importante es que se nos cuente con arte.