La posteridad no ha sido indulgente con Camilo José Cela. Acusado de tartufo, impostor, plagiario, intrigante, exhibicionista y delator, su obra se ha devaluado con los años, oscilando entre el rechazo y la indiferencia. Su estilo nació como una síntesis de Quevedo, la picaresca, Goya, Baroja y Valle-Inclán. Podemos citar entre sus ingredientes la hipérbole, la ironía, el claroscuro, la deformación sistemática, el contraste y, en algunos casos, el arcaísmo. Con esos mimbres, Cela se propuso cartografiar la mezcla de crueldad y caridad del temperamento ibérico, donde la herencia judeocristiana siempre ha convivido con la sensualidad oriental. España es una nación de místicos y guerreros, pero también de pícaros, alcahuetas, meretrices, bravucones, fulleros y perdonavidas. La publicación en 1942 de La familia de Pascual Duarte significó la consagración de Cela, inaugurando el tremendismo, una corriente literaria de vida efímera, pero con la virtud de ofrecer una alternativa al garcilasismo de la posguerra, incapaz de escribir la crónica de un tiempo de miseria, miedo y desengaño. El tremendismo se demora en historias trágicas, empleando un lenguaje crudo y realista para abordar los procesos psíquicos de seres marginales, como delincuentes, prostitutas y discapacitados físicos o psíquicos. Asimila las lecciones del esperpento y rescata la objetividad descarnada del naturalismo, bajando a los abismos que otros prefieren dejar fuera del quehacer literario.
La familia de Pascual Duarte se considera la obra más emblemática del tremendismo. En ella, Cela explora la España rural, un paisaje devastado por la pobreza y el analfabetismo. Su mirada es despiadada. Aunque hay momentos de ternura, prevalecen la censura moral y el desdén. Cela renuncia a identificar las causas de una brutalidad que no brota de forma espontánea, sin por razones perfectamente inteligibles. Prefiere arrojar sobre lo más humildes la responsabilidad de una violencia aparentemente atávica e irracional. En ningún caso, rastrea el origen de esa conducta, limitándose a exponer los hechos con una perspectiva notarial. No hay belleza ni verdad en su relato, sino una beligerancia moral y política que se esconde detrás de una ficticia objetividad.
Pascual Duarte nace en un pequeño pueblo de Badajoz donde la escasez y la incultura mantienen a sus habitantes en un atraso ancestral. Condenado a muerte por asesinato, escribe sus memorias, que serán depositadas por una mano desconocida en una farmacia de Almendralejo. Cela utiliza el ardid cervantino del manuscrito hallado por azar. El fragmento de un testamento, una carta de un presbítero y otra de un cabo de la Guardia Civil acompañan a las memorias de Pascual Duarte, completando la historia. La introducción de estos documentos refuerza el realismo de la novela, que simula la imparcialidad de un dossier con textos heterogéneos y sin un propósito literario. El hallazgo del manuscrito se produce a mediados de 1939. Solo hay leves alusiones a la Guerra Civil. Cela elude el discurso social, pero no la ideología. Su visión de la España rural avala las tesis de la dictadura, que justifica su autoritarismo, asimilando a los pobres con hordas primitivas. Pascual Duarte es autocomplaciente y malicioso. Empieza sus memorias con una frase exculpatoria: “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”. No le remuerde la conciencia. No le pesa la sangre derramada. Evoca con nostalgia su pueblo, “caliente y soleado”, rico en olivos y cerdos, con las casas enjalbegadas y el reloj del ayuntamiento marcando siempre las nueve. Se paró hace mucho y a nadie le preocupa. El pueblo vive fuera de la historia, anclado en un presente intemporal. Está desligado de la civilización y el progreso. Entre sus límites, solo laten pasiones elementales, nunca ideas o proyectos.
De su infancia, Pascual recuerda sobre todo las sombras que se formaban en la pared, cuando componía figuras con las manos a la luz de una vela. Aficionado a la caza, la pesca siempre le pareció poco cosa para un hombre. Chispa, una perrilla perdiguera, le acompañaba en sus salidas al campo hasta que un día no pudo soportar su mirada y le pegó dos tiros con una escopeta de un solo caño. La perrilla, dócil y afectuosa, se sentaba delante de él, y le observaba con sus ojos castaños, ladeando la cabeza. Pascual Duarte no pudo soportar su mirada, que parecía recriminarle algo. La necesidad de espantar el sentimiento de culpa le llevó a apretar el gatillo. No fue un simple arrebato, pues cargó dos veces el arma. Desgraciadamente, la adaptación cinematográfica de Ricardo Franco, estrenada en 1975, movida por un absurdo anhelo de realismo, sacrificó la vida de un perro. José Luis Gómez disparó y pisoteó la cabeza del animal, incurriendo en un acto de crueldad verdaderamente deleznable.
Esteban Duarte, padre de Pascual, se dedicaba al contrabando. Oriundo de Portugal, pasó temporadas en la cárcel. “Áspero y brusco”, pegaba grandes palizas a su mujer y a sus hijos. De joven, las puntas del bigote se encrespaban, tirando hacia arriba, pero tras pasar por la cárcel comenzaron a declinar hasta caer miserablemente. Fue un signo de decadencia que preludió su deriva prematura hacia el sepulcro. Mientras su mujer alumbraba a su último hijo, un niño idiota, rugía encerrado en la alacena, víctima de la mordedura de un perro rabioso. Su mujer no era menos violenta e inestable. Aficionada al vino, blasfemaba a menudo. Vestía de negro, se recogía el pelo -siempre enmarañado y sucio- en un moño y tenía un bigotillo cano. Alrededor de sus labios, unas bubas disuadían de cualquier expresión de afecto. Con el calor, las cicatrices de las bubas florecían en forma de puntitos de pus. Cela jamás muestra simpatía o comprensión hacia sus personajes. De hecho, no parecen seres humanos, sino monstruos que actúan ciegamente, alimañas esclavas de su instinto. La miseria y la ignorancia no parecen lacras sociales, sino calamidades naturales. Pascual Duarte tiene dos hermanos: Rosario, que desde niña bebía, maldecía y robaba con “la gracia y donaire de una gitana vieja”; y Mario, un niño retrasado al que los cerdos le comen las orejas, aprovechando un descuido. Mario inspirará los únicos momentos de ternura de la novela. Pascual habla con afecto de los “ruiditos” que emitía, de sus “nalguitas desolladas”, del brillo de sus ojos “negrillos”, de cómo se quedó “dormidito” cuando su madre, después de maltratarlo, le lamió las heridas “como una perra parida a los cachorros”.
Cela escribe desde lo alto, contemplando con sorna a sus criaturas. No las ama y nunca disculpa sus errores. Para él, son muñecos de guiñol a los que vapulea con regocijo, mientras mueve los hilos. Pascual Duarte llora cuando muere su hermano Mario. También lo hizo Rosario, pero no la madre, con las entrañas secas y el corazón endurecido. Pascual, que nunca quiso a su madre, comenzará a odiarla con una furia agravada por ser de su propia sangre. Durante el entierro, se fijará en Lola, que se convertirá en su mujer. Incapaz de contener su lujuria, la violará después de la ceremonia. La agraviada, lejos de aborrecerle por lo que le ha hecho, exclamará: “¡Eres un hombre!”. Es chocante que Pascual Duarte, que solo ha acudido a la escuela unos pocos años, pueda relatar su historia, introduciendo reflexiones existenciales y apuntes líricos. Lamenta haber acabado en la cárcel, esperando la ejecución en el garrote vil, pero su pesar no obedece tanto al sentimiento de culpa como a la angustia que le produce morir. Desde su celda, observa las reatas de mulas, los asnillos al trote, las mujeres y los niños. Todo pasa, pero él se queda entre los muros de la prisión, esperando el silencio definitivo, la oscuridad total. Los niños miran a los presos con “maligna crueldad”: “nos miran como bichos raros, con los ojos todos encendidos, con una sonrisilla viciosa por la boca”. Es la misma mirada que aparece en su rostro cuando presencian cómo una oveja es sacrificada en el matadero, o cuando examinan con un palo los restos de un perro reventado por un carro, o cuando ahogan a una camada de gatos y, para prolongar su diversión, sacan del agua al alguno para alargar su agonía y divertirse un poco más. Es la misma mirada que surca la faz de Pascual Duarte cuando apuñala enloquecido el vientre de una yegua porque ha tirado al suelo a Lola, su mujer, provocándole un aborto: “El animalito no dijo ni pío –escribe Pascual-; se limitaba a respirar más hondo y más de prisa, como cuando la echaban al macho”.
Pascual huirá de su hogar cuando pierde a Pascualillo, su hijo de once meses. Pasará por Madrid, donde le sorprende que los hombres se increpen sin llegar a las manos y sacar las navajas: “¡Así da gusto! Si los hombres del campo tuviéramos las tragaderas de los de las poblaciones, los presidios estarían deshabitados como islas”. Cela no altera la realidad, pero descarta explicar las causas que provocan una mayor incidencia de los casos de violencia en el mundo rural. Su punto de vista insinúa que hay algo innato e incondicionado en las gentes del campo, una predisposición a las conductas violentas que solo puede atribuirse a un menor grado de civilización. “La sangre parece como el abono de tu vida…”, exclama Lola, dirigiéndose a Pascual, que intenta averiguar quién la dejó embarazada mientras él se hallaba en prisión. La degradación de Pascual alcanza su momento más abyecto cuando asesina a su propia madre, acercándose a su jergón mientras duerme. No es un acto espontáneo, sino un asesinato premeditado. Cela nos describe la lucha entre madre e hijo con enorme crudeza, incurriendo en detalles macabros e innecesarios. Antes del parricidio, Pascual realiza un ejercicio de introspección, refiriéndose a su pasado como “un osario de esperanzas muertas”. Siente la proximidad de la muerte, acercándose con “paso de lobo, con andares de culebra”. Lamenta que su madre le echara al mundo y admite que no le atormenta matar por odio. Solo le pesaría haber matado a seres que no le han hecho ningún mal, como un niño o una golondrina. Pascual miente una vez más, pues mató a su perrita Chispa sin ningún motivo. Cuando al fin se enfrenta al garrote vil, el presbítero y el cabo de la Guardia Civil nos cuentan que perdió el valor, desmayándose. Hubo que llevarlo a rastras al patíbulo, mientras daba voces. Cela no emite ningún juicio moral, pero está claro que no se compadece de su personaje. Algunos han manifestado su extrañeza ante la supuesta contradicción de trabajar como censor y escribir al mismo tiempo La familia de Pascual Duarte, pero lo cierto es que la obra, lejos de cuestionar el régimen, le proporciona argumentos para actuar con mano de hierro.
Miguel Delibes nos dejó una visión mucho más humana del mundo rural. Publicada en 1981, Los santos inocentes nos muestra la crueldad del caciquismo, que rebaja a los hombres a la vida miserable de las bestias, obligándoles a trabajar en condiciones de esclavitud. Paco el Bajo está muy lejos de Pascual Duarte. Maltratado por el señorito Iván, se ha resignado a ser humillado. No alienta odio ni fantasías de revancha. No lamenta haber nacido. Su cuñado Azarías, con la inteligencia disminuida, se emociona como un niño con una grajilla amaestrada. Cuando el señorito Iván la mata, se venga, pero no lo hace ofuscado por el odio, sino por el desamparo. Ha perdido su principal apoyo afectivo. Al revés que Pascual Duarte, jamás habría matado a un perrilla que le siguiera con lealtad y cariño. En la novela de Cela, no hay ni rastro de esa minoría satisfecha que prospera a costa del esfuerzo ajeno. Ni señoritos, ni caciques. No es algo casual. La mirada de Miguel Delibes, muy crítico con la dictadura, contrasta con la de Cela, acomodaticio y oportunista. Sé que en el campo de vez en cuando aparece un Pascual Duarte –ahí está la matanza de Puerto Hurraco-, pero pienso que predomina la buena gente, como Paco el Bajo, con una humanidad sencilla y una insospechada espiritualidad. “Si el cielo de Castilla es tan alto –escribe Miguel Delibes-, es porque lo levantaron los campesinos de tanto mirarlo”. Creo que podría decirse lo mismo de cualquier otro lugar donde aún se vive con el corazón acompasado al ritmo de la naturaleza.