Los niños que rondaban el caserío de Pío Baroja le llamaban “el hombre malo de Itzea”. Aficionado al improperio, anticlerical sincero, antimilitarista, improbable misógino, médico sin vocación y efímero panadero, su literatura ha sido menospreciada por los que sólo ven en sus libros nostalgia del siglo XIX y una tenaz resistencia a las innovaciones formales. Nacido en San Sebastián en 1872, creció en el seno de una familia próspera y liberal, realizando estudios de Medicina en Madrid y Valencia. De carácter conflictivo, sorteó las asignaturas con desgana, no disimulando su antipatía hacia los profesores. Mantuvo un agrio enfrentamiento con José de Letamendi, famoso catedrático de Patología de la Universidad Central de Madrid. Durante un breve período, ocupó plaza de médico rural en Cestona, un pueblo de Guipúzcoa. Su temperamento huraño y su escepticismo religioso le granjearon la antipatía de los aldeanos y las autoridades. Volvió a Madrid y trabajó con su hermano Ricardo en una panadería con servicio de té fundada por Matías Lacasa. Situada junto al Monasterio de las Descalzas Reales, es el primer establecimiento de lo que más tarde sería la cadena “Viena Capellanes”. Simpatizó con las ideas anarquistas y ridiculizó el nacionalismo vasco en Momentum catastrophicum. Es famosa su frase: “El carlismo se cura leyendo y el nacionalismo viajando”. Detrás del mostrador de la panadería, lee a Kant y Schopenhauer. Conoce al anarquista José Martínez Ruiz –que aún no se hacía llamar Azorín- y al por entonces socialista Ramiro de Maeztu. Su amistad fructifica en el Grupo de los Tres, que en 1901 publica un Manifiesto y en los meses siguientes once números de la revista Juventud. Los tres autores combinan el regeneracionismo, el krausismo y el socialismo, invocando el poder de la ciencia para sanar las heridas de una España atrasada, decadente y maltrecha.
Después de cerrar la panadería, Baroja viaja a Tánger, París –donde conoce a los hermanos Machado y sigue el caso Dreyfus-, Londres, Roma, Italia, Bélgica, Suiza, Holanda. Amante del senderismo, recorre la sierra de Guadarrama y se acerca en varias ocasiones al Monasterio de Santa María del Paular. Su pasión por las excursiones a la naturaleza le lleva hasta Jutlandia (Dinamarca). En sus viajes por España casi siempre le acompañan sus hermanos Carmen y Ricardo. Otras veces, lo harán Ramiro de Maeztu, Azorín o Paul Schmitz, que le inicia en el pensamiento de Nietzsche. En una ocasión, viaja con Ortega y Gasset en automóvil, reproduciendo el itinerario del general Gómez en su célebre expedición durante la Primera Guerra Carlista. Con los años, se aplacará su deseo de conocer otros paisajes. Se establecerá en Madrid, pasando los veranos en una vieja casona del siglo XVII ubicada en Vera de Bidasoa (Navarra). Es el famoso caserío de Itzea, espacio aglutinador del clan de los Baroja y sede de una vasta biblioteca especializada en brujería e historia del siglo XIX. Pío nunca aceptó el concepto de “Generación del 98”, pues consideraba que no existían afinidades significativas en la nómina elaborada por Azorín. En 1935, ingresa en la Real Academia de la Lengua Española. La sublevación militar de 1936 le sorprendió en el caserío de Vera de Bidasoa. Un grupo de requetés pretendió fusilarlo por su anticlericalismo, pero pudo refugiarse en Francia hasta el final de la guerra. Una bomba destruyó el hotelito del número 24 de la calle Mendizábal de Madrid, donde Ricardo Baroja y su esposa Carmen Monné habían improvisado un teatro llamado “El Mirlo Blanco”. Con una decoración minimalista y un fondo exiguo, Pío Baroja, Valle-Inclán, Edgar Neville, Claudio de la Torre, Rivas Cheriff y otros estrenaron obras que habían rechazado las salas comerciales. Quizás la más notable fue Los cuernos de don Friolera, de Valle-Inclán, que a veces interpretaba papeles con su voz cavernosa y ceceante.
Después de la guerra, Pío Baroja se instaló en la calle Ruiz de Alarcón número 12, donde organizó una tertulia frecuentada por Camilo José Cela, Juan Benet y otros escritores. En sus últimos años, se convirtió en un paseante habitual del Parque del Buen Retiro. Enfermo de arteriosclerosis, murió el 30 de octubre de 1956. Fue enterrado en el Cementerio Civil de Madrid, provocando el desagrado del régimen, que presionó a su sobrino Julio Caro Baroja para que los restos de su tío descansaran en camposanto de la Almudena. John Dos Passos expresó su admiración por la obra barojiana, Hemingway asistió al sepelio y Cela llevó su ataúd a hombros, con otras figuras de la cultura española.
Pío Baroja debutó en la prensa, con apuntes, cuentos y narraciones de viajes. En 1900 publicó su primer libro, Vidas sombrías, que costeó con dinero de su bolsillo: 500 pesetas por 500 ejemplares. Ese mismo año, publicó La casa de Aizgorri, que más adelante incluiría en su tetralogía Tierra vasca, compuesta por El mayorazgo de Labraz (1923), Zalacaín el aventurero (1908) y La leyenda de Juan de Alzate (1922). Unamuno elogió Vidas sombrías, pero el público ignoró la obra. Baroja se preguntó si su destino era consumirse en el fuego del escritor trágicamente agarrado a una pluma ante una multitud indiferente. A pesar del fracaso, el libro contenía relatos tan hermosos como “Mari Belcha”, donde ya aparecen las claves del universo barojiano: “¿Por qué llorarán los hombres cuando nacen? ¿Será que la nada, de donde llegan, es más dulce que la vida que se les presenta?” Zalacaín el aventurero no responde a estos interrogantes, pero esboza un ideal de vida heroico. No se trata del heroísmo asociado a una bandera o a una ideología, sino al placer de vivir, que inevitablemente incluye el riesgo de una muerte violenta.
Baroja agrupó sus novelas en trilogías, que a veces devienen tetralogías. Merece la pena destacar La lucha por la vida (La busca; Mala hierba; Aurora Roja, todas de 1904), La raza (El árbol de la ciencia, 1911; La dama errante, 1908; La ciudad de la niebla, 1909); La vida fantástica (Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, 1901; Camino de perfección, 1901; Paradox rey, 1906); Las ciudades (César o nada, 1910; El mundo es ansí, 1912; La sensualidad pervertida, 1920); El mar (Las inquietudes se Shanti Andía, 1911; El laberinto de las sirenas, 1923; Los pilotos de altura, 1929; La estrella del capitán Chimista, 1930). Camino de perfección, subtitulada Pasión mística, es uno de los grandes logros narrativos de Baroja. Su protagonista, Fernando Ossorio, es una parodia de la peripecia espiritual de Santa Teresa de Jesús en su obra homónima de 1566. Ossorio es una especie de Ícaro o Prometeo, que busca el sentido de la vida en la voluntad, la razón y el viaje catártico. Al igual que ellos, fracasa. Sus alas se queman por la debilidad de su voluntad, que no logra deshacerse del nihilismo. Algo semejante le sucede al Andrés Hurtado de El árbol de la ciencia, que paladea el fruto prohibido del Edén en la terraza de su tío Iturrioz, pero no es capaz de justificar la vida con el positivismo de Comte ni con la inversión de los valores profetizada por Nietzsche.
Iturrioz postula un ideal ignaciano de carácter laico, una “Compañía del Hombre”, capaz de engendrar “una escuela de hidalgos”, cuya misión sería “enseñar el valor, la serenidad, el reposo”, extirpando “toda tendencia a la humildad, a la renunciación, a la tristeza, al engaño”. Baroja habla de “hidalgos ibéricos”, sin “nada de semitismo”. El personaje de César Moncada se mueve en la misma dirección, pero es derrotado por el caciquismo y el tradicionalismo católico. El Manuel Alcázar de La busca no tiene más éxito. Después de bajar al infierno de la pobreza, deambulando por las chabolas de la periferia de Madrid, sólo logra la paz relativa de los que han sobrevivido a una catástrofe moral y material. Shanti Andía y Silvestre Paradox se acercan más a la dicha con sus aventuras en alta mar o sus estrafalarias invenciones en un caótico laboratorio, pero ambos saben que sus empresas sólo son añagazas para espantar la negra melancolía que crece y anida en el corazón humano.
El antisemitismo de Baroja no es menos escandaloso que el de Valle-Inclán. Forma parte de la lepra moral que posibilitó la Shoah en Europa. Sólo podemos deplorarlo, no excusarlo. El escritor ajustó cuentas con el anarquismo en Aurora Roja, revelando su conservadurismo de fondo, mucho más auténtico que su fugaz rebeldía juvenil. 1912 marca un declive en su producción narrativa. Las “Memorias de un hombre de acción”, veintidós novelas protagonizadas por Eugenio de Avinareta, conspirador y remoto ancestro, aparecieron entre 1913 y 1935. No están desprovistas de interés, pero carecen de la consistencia de los “Episodios Nacionales” de Galdós o del genio innovador del esperpento valleinclanesco. Dentro del ciclo, es inevitable subrayar la importancia del “Prólogo casi doctrinal de la novela” de La nave de los locos. No es casual que aparezca en 1925, desplegándose como un diálogo peripatético entre un novelista, un pedagogo y un ensayista. Baroja responde a las tesis de Ideas sobre la novela, el breve opúsculo de Ortega y Gasset publicado conjuntamente con La deshumanización del arte ese mismo año. Ortega afirmaba que los argumentos se habían agotado: “Es muy difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior”. Baroja objeta que la inventiva de la novela nunca se extinguirá, pues es el espejo de cada época y la historia no es redundante, sino imprevisible. Lejos de mostrarse reacio o indiferente a los cambios experimentados por el género, afirma que su vitalidad y continuidad brotan de su inaudita libertad: “una novela es posible sin argumento sin arquitectura y sin composición. […] No es un animal vertebrado, sino invertebrado”. Sigue “la corriente de la Historia: no tiene ni principio ni fin; empieza y acaba donde se quiera”. Aunque no lo escribió a título de elogio, Ortega y Gasset no andaba errado, cuando afirmó que en los libros de Baroja “el aire circula de punta a punta”, pues no hay “paredes”, sino “poros”.
Personalmente, siempre he sentido predilección por Juventud, egolatría (1917), un texto autobiográfico, confesional y de una ferocidad que habría seducido al mismísimo Cioran. Selecciono unas pocas frases que avalan mi observación: “La gran defensa de la religión está en la mentira”, “Yo también soy un puerco de la piara de Epicuro”, “El sexo no es más que una fuente de miserias, de vergüenzas y de pequeñas canalladas”, “Yo no pretendo ser hombre de buen gusto, sino hombre sincero; tampoco quiero ser consecuente, la consecuencia me tiene sin cuidado”, “Eso de ateo, yo no lo consideré como un insulto, sino más bien como un honor”, “En la Facultad, en mi tiempo, […] no se aprendía nada”, “Yo siempre he tenido un asco profundo por el cuartel, por el rancho y por los oficiales”, “América es por excelencia el continente estúpido”, “Yo siempre he sido un liberal radical, individualista y anarquista. Primero, enemigo de la Iglesia; después, del Estado; mientras estos dos grandes poderes estén en lucha, partidario del Estado contra la Iglesia; el día que el Estado prepondere, enemigo del Estado”.
Hay infinidad de ediciones de los libros de Pío Baroja. Entre 1948 y 1951, Biblioteca Nueva publicó la obra completa en ocho tomos. Siento un gran aprecio por esa edición, pues mi padre, que asistía a las tertulias de la calle Ruiz Alarcón y entrevistó a Baroja varias veces para ABC, siempre se mostró muy orgulloso de la dedicatoria que le firmó el propio escritor en el primer volumen. Entre 1997 y 1999, José Carlos Mainer, catedrático jubilado de la Universidad de Zaragoza, dirigió una nueva edición de la obra completa en dieciséis volúmenes que publicó Círculo de Lectores, con excelentes estudios preliminares. Aunque está descatalogada, puede considerarse la edición canónica. La Biblioteca Castro ha publicado en siete elegantes volúmenes las “Memorias de un hombre de acción” y las trilogías más importantes. Cátedra ha sacado a la luz excelentes ediciones críticas de obras sueltas y el catálogo de la editorial Caro Raggio –continuadora de la labor de Rafael Caro Raggio, cuñado y editor de Pío- incluye un buen puñado de títulos, con un formato exquisito.
Clásico indiscutible y maestro de varias generaciones de narradores, ¿cómo le gustaría ser recordado a Baroja? Se podría decir que el escritor anticipó la respuesta, cuando firmó en el libro honorífico de un edificio oficial: “Pío Baroja, hombre humilde y errante”. Pero me parece más atinado afirmar que ha pasado a la posteridad como “el hombre malo de Itzea”.