La mirada cervantina de Ortega y Gasset
Ortega y Gasset publica Meditaciones del Quijote en 1914. Es su primer libro y se presenta como “unos ensayos de amor intelectual”, cuya meta es enfrentarse a las cosas para llevarlas “por el camino más corto a la plenitud de su significado”. En esas fechas, lee minuciosamente a Husserl, anotando en un diario personal sus impresiones. Aunque no asume los pasos del método fenomenológico, entiende que la realidad desborda el marco de comprensión de los conceptos. “Comparado con la cosa misma, el concepto no es más que un espectro o menos aún que un espectro”. El ser es cambiante y dinámico. Su conceptualización nos permite someterlo a nuestras necesidades, pero nos mantiene en la superficie, lejos de la esencia de cada hecho o fenómeno, que sólo puede captarse mediante una intuición. El concepto no puede suplantar la realidad, sustituir la vida. La propagación del paradigma científico formulado por Galileo y Newton ha reducido el universo a una constelación de magnitudes cuantificables, postergando el originario “mundo de la vida”. Husserl postula una “ontología fundamental” que restituya la subjetividad pre-categorial de la conciencia. Ortega suscribe ese planteamiento, señalando que la mirada es lo primigenio, la subjetividad previa a la trama de conceptos que sepultan el significado último de las cosas. Los conceptos se parecen a un bosque. No nos dejan ver los árboles, frustrando “la misión de claridad” del ser humano, raíz y finalidad de su estar en el mundo.
La mirada trasciende el concepto. No es un hecho meramente fisiológico, sino un acto de intelección con una importante carga erótica. Nos revela que nada existe de forma aislada, que la totalidad de lo real compone una red de analogías y diferencias, que el instante sólo es una nota en “la sinfonía del erotismo universal”. Esa música pasa inadvertida a la razón conceptual, que se preocupa por el dato, pero no por el sentido. “¡Sabemos tantas cosas que no comprendemos!”, se queja Ortega. La filosofía no pretende saber, sino comprender. Por eso, es “lo contrario de la noticia, de la erudición”. La erudición formula un discurso meramente acumulativo. Su conocimiento del ser siempre es periférico, marginal, puramente instrumental. En cambio, la filosofía apunta al centro, a la esencia. Nos hace mirar las cosas de otra manera. Comprender que lo primero no es el sujeto, sino la vida. Y la vida es perspectiva, mirada creadora: “Dios es la perspectiva y la jerarquía: el pecado de Satán fue un error de perspectiva”. Sólo disponemos de nuestra perspectiva, pero hay una perspectiva que lo abarca todo, estableciendo escalas de valor y excediendo cualquier límite. Aunque nuestra mirada no lo aprecie, “no hay cosa en el orbe por donde no pase algún nervio divino: la dificultad estriba en llegar hasta él y hacer que se contraiga”. Ortega cita a Heráclito, Goethe y Rousseau, que aprecian signos de lo divino en lo prosaico y cotidiano. Azorín no menciona a los dioses cuando habla sobre un muro blanco o una llave, pero en su prosa poética laten los viejos lares del hogar.
El sueño fáustico del ser humano es usurpar esa perspectiva, pero se trata de una empresa irrealizable, pues el yo siempre estará ligado a su circunstancia: “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. ¿Y cómo podemos salvar nuestra circunstancia? Simplemente, “hay que buscar el sentido de lo que nos rodea”. Nada es insignificante. “Hay también un logos del Manzanares: esta humildísima ribera, esta líquida ironía que lame los cimientos de nuestra urbe, lleva, sin duda, entre sus pocas gotas de agua, alguna gota de espiritualidad”. Algo semejante sucede con los textos. No podremos revivirlos sin amarlos: “Cada día me interesa menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su amante”. La obra siempre está inacabada, pues la plenitud de su sentido se cumple en cada lector. Su vida se renueva mediante las sucesivas generaciones, que abren claros en un orbe aparentemente cerrado. El crítico debe clarificar, no sancionar. Su tarea es “dotar al lector de un órgano visual más perfecto”. Ortega sortea el riesgo del racionalismo, aclarando que una obra como el Quijote no puede “ser tomada por la fuerza, y sólo se entrega a quien quiere”. María Zambrano aplicó esta lección, señalando que “no hay que buscar”. Hay que “suspender la pregunta que creemos constitutiva de lo humano. La maléfica pregunta al guía, a la presencia que se desvanece si se la acosa, a la propia alma asfixiada por el preguntar de la conciencia insurgente” (Claros del bosque, 1977).
Ortega apenas abordó la cuestión religiosa. A diferencia de Unamuno, no experimentó la angustia ni la duda, pero reconoció la importancia de lo sagrado: “Yo no concibo que ningún hombre, el cual aspire a henchir su espíritu indefinidamente, pueda renunciar sin dolor al mundo de lo religioso; a mí, al menos, me produce enorme pesar sentirme excluido de la participación en ese mundo” (Obras Completas. Revista de Occidente. Quinta edición. Madrid, 1961. Tomo I, p. 431). La experiencia religiosa es una de las “necesidades constitutivas del ser humano” y resulta imprescindible para constituir una conciencia nacional: “Un individuo o un grupo de individuos puede vivir con una concepción del mundo que no sea religiosa, sino, por ejemplo, científica; pero un pueblo como tal no puede tener más idea del mundo que una idea religiosa” (O. C. Tomo IX, p. 106). Ortega no piensa en un Dios personal, todopoderoso y providente, sino en el mito que sirve de fundamento a una cultura y posibilita su desarrollo. Un pueblo –apuntará Heidegger en 1946- necesita “un suelo que sirva de arraigo y permanencia” (“¿Y para qué poetas?”, trad. Helena Cortés y Arturo Leyte, Madrid, Alianza, 1998, p. 200). De lo contrario, se hunde en la penuria y la indigencia. Sólo los poetas pueden garantizar la pervivencia de ese hito fundacional que marca el inicio y la continuidad de un pueblo. Los griegos adquirieron conciencia de su existir gracias a Hesíodo y Homero, que les proporcionaron un concepto de virtud y una idea de la cultura. A pesar de la rivalidad entre Esparta y Atenas, siempre existió un horizonte que animó una perspectiva fecunda. Ortega opina que ese papel lo ha desempeñado el Quijote. España es “el pueblo más anormal de Europa” (Temas del Escorial, 1915), pues su héroe nacional es un loco, que fracasa una y otra vez. No destaca por sus obras, sino por la pureza de su ideal, por su obstinación, por su voluntad. De hecho, el Quijote podría leerse como “un tratado del esfuerzo puro”, que refleja el carácter paradójico del español, donde convive la alegría renacentista de vivir con el desengaño y melancolía del barroco: “Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal”. Sería un error estancarnos en el querer. La tensión y el esfuerzo deben apuntar hacia un fin. Ortega recurre a la famosa metáfora arquero para expresar la sed espiritual de una nación en crisis. ¿Qué necesita España –por utilizar las palabras de Heidegger- “en la época de la noche del mundo”? “Luz más luz” (O. C. Tomo I, p. 357). Un ideal, un suelo, un arraigo. Y sólo puede ser espiritual, quijotesco, religioso, mítico. Lo mítico representa la aventura, la apertura a lo desconocido, el afán de conquista. Es una mirada que funda y fecunda: “Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política”. Para Ortega, lo religioso es “un estilo”, un programa de vida, una sensibilidad poética, no un culto con una estructura de poder. El hombre posee una “naturaleza fronteriza” porque oscila entre un pasado ideal y un porvenir que depende de su voluntad. Si pierde esa condición, se ahoga en el tedio y la mediocridad.
A modo de conclusión, podemos afirmar que el amor intelectual del joven Ortega desemboca en la mirada cervantina, que contiene el pasado de España y puede alumbrar un porvenir que aún no atisbamos: “Habiendo negado una España, nos encontramos en el paso honroso de hallar otra”. Un siglo después, la idea de España sigue suspendida en el vacío, pues su querer permanece extraviado en una neblina que le impide explotar su genio creador.