¿Qué pasó con la Generación del 98?
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Durante medio siglo, la generación del 98 disfrutó de un reconocimiento unánime, pero actualmente muchos consideran que sólo es una invención de Azorín, autor de una serie de cuatro artículos aparecidos en 1913 en el ABC y, más tarde, recogidos en Clásicos y modernos. Azorín describe a la generación del 98 como un “renacimiento […] animado por un espíritu de protesta, de rebeldía”. Afirma que ama las creaciones del Greco, Góngora, Larra, y el Romanticismo. “Hombres de la generación del 98 son Valle-Inclán, Unamuno, Benavente, Baroja, Bueno, Maeztu, Rubén Darío”. A pesar de las inevitables diferencias, “todos aman los viejos pueblos y el paisaje” y se esfuerzan en mejorar el idioma, rescatando “viejas palabras, plásticas palabras, con el objeto de aprisionar menuda y fuertemente esa realidad”. Desde el principio, se cuestiona el concepto de generación del 98. Pío Baroja –“el hombre malo de Itzea” que sueña con una “España sin curas, moscas y militares” (Juventud, egolatría, 1917)- repudia la adscripción, y Valle-Inclán, que ha pasado del carlismo al anarquismo por su odio al mundo moderno, parece incompatible con una lista donde figura Benavente, pero la estética del esperpento muestra un estrecho parentesco con la España negra del pintor, grabador y escritor José Gutiérrez Solana, profundamente noventayochista en su visión sombría y goyesca de lo español.
En 1969, Ricardo Gullón publica La invención del 98 y otros ensayos, asegurando que el concepto del 98 es “el suceso más perturbador y regresivo” de la crítica literaria del siglo XX español, pues introduce una escisión innecesaria en un proceso de renovación de nuestras letras que había empezado en 1880. Gullón sostiene que el contexto de la literatura es la literatura, no los hechos externos que se producen en cada época. En este caso, el contexto no es la decadencia de España, agravada por la pérdida de sus últimas colonias de ultramar, sino el modernismo, un movimiento literario, artístico y filosófico que representa la culminación de la renovación romántica contra el racionalismo y el neoclasicismo. Pedro Salinas, crítico notable y perspicaz, aprecia que separar modernismo y 98 constituía un error: “el modernismo, a mi entender, no es otra cosa que el lenguaje generacional del 98”. Gullón concluye que las primeras huellas del modernismo español se remontan a Bécquer y Rosalía, negando la posibilidad de conciliar en una visión unitaria “el mesianismo unamuniano, el anarquismo en zapatillas de Pío Baroja, el jacobinismo matizado de Antonio Machado y el conservadurismo con inclinación a la mano fuerte de Azorín”.
Manuel Azaña nunca ocultó su antipatía hacia la generación del 98, donde sólo reconoció una hipertrofia del yo abocada a la megalomanía, un individualismo morboso y un pesimismo huero. Ramón J. Sender añadió que el fenómeno era un típico ejemplo del espíritu finisecular de protesta, un sarampión revolucionario con una previsible disolución en posturas reaccionarias. Al margen de las valoraciones, no está de más recordar que Azorín no percibe una clara separación entre modernismo y generación del 98. De hecho, incluye a Rubén Darío en su célebre lista. No es un gesto impremeditado. Cualquiera que conozca al poeta nicaragüense sabe que su obra incluye la exaltación de lo hispano frente al imperialismo yanqui, una deliberada mezcla e indeterminación de los géneros, intimismo e introspección psicológica, un irracionalismo de raíz nietzscheana, una prosa impresionista, una doliente crisis de fe, un nacionalismo místico y una feroz rebeldía contra la deshumanización derivada de la economía capitalista. Es evidente que el modernismo y el 98 caminan en la misma dirección en muchas ocasiones, respondiendo a un cambio de sensibilidad común a toda la cultura europea. Sin embargo, creo que la generación del 98 posee una identidad propia. Por un lado, una tensión espiritual que se resume en una frase de Ganivet: “El horizonte está en los ojos y no en la realidad”. Por otro, una aguda conciencia nacional en un momento de disgregación política, social y regional: “…el 98, como generación, existió de una manera palpable –afirma Manuel Machado-. Fuimos los primeros en sentir a España, no aisladamente, sino en conjunto”.
Unamuno, Baroja y Maeztu eran vascos. Azorín nació en Monóvar (Alicante); Antonio Machado en Sevilla. Los cinco son partidarios de preservar “la continuidad nacional”, pues entienden que el separatismo es una fuente de desigualdad, discordia e inestabilidad. Se ha dicho que ese planteamiento es autoritario y regresivo, pero se olvida que la generación del 98 no busca un principio unificador en reyes, césares o papas, sino en el pueblo trabajador, en las gentes sencillas, en las vidas anónimas que pasan desapercibidas. Escribe Azorín: “Lo que no se historiaba, ni novelaba, ni se cantaba en la poesía, es lo que la generación del 98 quiere historiar, novelar y cantar”. Unamuno invoca “la vida de los millones de hombres sin historia”; Ganivet define a las “clases proletarias” como “el archivo y el depósito de los sentimientos inexplicables, profundos de un país”; Pío Baroja se declara “enamorado de las vidas humildes”, y Azorín poetiza sobre las “vidas vulgares e ignoradas”. Al igual que en la hora actual, España vivía un tiempo de descrédito institucional que afectaba a su porvenir como nación, pero la generación del 98 –lejos del elitismo de Ortega y otros novecentistas- cree que la regeneración sólo puede brotar del pueblo llano. En él se halla la verdadera España. Dicho de otro modo: hay que buscar abajo, en la masa, no en la cabeza. “Rascando un poco en la agrietada superficie social –escribe Maeztu-, se encuentra siempre el pueblo sano y fuerte, fecundo y vigoroso”.
La reivindicación de los humildes corre paralela a la exaltación del paisaje. Algunos han descrito a la los noventayochistas como una “generación de excursionistas”. “La base del patriotismo es la geografía –escribe Azorín-. No amaremos a nuestro país, no le amaremos bien, si no lo conocemos”. Castilla es el paisaje que aglutina a Baroja, Unamuno, Azorín, Antonio Machado. “Cuando en estas llanuras, por las noches, se contemplan las estrellas, con su parpadear infinito, ¿no estará aquí el alma ardorosa y dúctil de nuestros místicos?”, se pregunta Azorín. Castilla es inseparable de sus clásicos literarios: el Cantar del Mío Cid, Garcilaso, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Cervantes. ¿Qué es una conciencia nacional sino una síntesis de sus gentes, sus paisajes, sus clásicos literarios y sus creencias? Guste o no, Joseph Pérez no se equivoca al afirmar que España es una nación gracias a la lengua castellana, el catolicismo y la corona. Evidentemente, esa herencia no puede permanecer inmutable, sino que ha de evolucionar y adaptarse a los nuevos tiempos, pero la alternativa no es una grotesca deformación del pasado, la demolición de varios siglos de vida común y el menosprecio de nuestras artes y nuestras letras.
Ya no hay escritores como Unamuno, sin miedo a enfrentarse a “los hunos y los otros”. No podemos inventar una figura semejante, pero sí recordar sus palabras, señalando que Don Quijote “no peleaba por ideas. Era espiritualismo; peleaba por espiritualismo” (Del sentimiento trágico de la vida, 1912). La generación del 98 no fue una ocurrencia de Azorín, sino un punto de convergencia entre grandes espíritus, que más tarde seguirían un rumbo propio, singular. ¿Qué queda del 98? Indudablemente, su espíritu. Quizás adormecido, relegado o incluso vituperado desde ciertas opciones ideológicas, pero vivo en sus libros, invitando a contemplar España con los ojos del alma.