Rothko, drama y esplendor
Mark Rothko: Paredes de luz
10 junio, 2004 02:00Subway Station, Subway Scene, 1938
¿Por qué resulta conmovedora, turbadora, esta exposición, cuando parece organizada como una muestra conmemorativa al uso, sobre el centenario del nacimiento de Mark Rothko (Dvinsk, Rusia, 1903-Nueva York, 1970), maestro entre los maestros del expresionismo abstracto, el movimiento original más poderoso de la historia del arte norteamericano? ¿Por qué suscita tanta emoción esta treintena de cuadros, en su mayoría de calidades, imágenes y signos ya sabidos e inconfundibles? La respuesta primordial a esas cuestiones o inclinaciones del espíritu que la exposición suscita al espectador, parece ser la de que esta pintura no se detiene en los niveles de la excelencia plástica y del testimonio fiel de una historia, sino que es una creación que se reafirma sin cesar, todavía, como experiencia trascendental del artista, en este caso un pintor que vivió la insatisfacción del mundo (pobreza larga, carácter difícil, matrimonios fracasados, depresión, alcohol, barbitúricos, sentimiento de incomprensión, suicidio), asumiendo todas sus consecuencias a través de una peripecia biográfica y de unas obras tan tensas de vida que se impusieron sobre el discurso común del tiempo. La clave está en la capacidad de experimentar y de trascender. Con ello, como dijo Cézanne, los colores resultan emanación de la luz, "surgidos de las raíces del mundo". O, en palabras de Rothko: "No soy un pintor abstracto… No me interesan las relaciones del color, ni de la forma, ni nada; lo único que me importa es expresar las emociones humanas básicas: tragedia, éxtasis, muerte. La gente que llora ante mis cuadros tiene la misma experiencia religiosa que yo cuando los pinté".Dos estrategias del comisariado de la exposición (Oliver Wick, por la Fundación Beyeler de Basilea, y Petra Joos, por el Guggenheim Bilbao) cuidan la eficacia comunicativa de esta pintura: de una parte, concentrar la muestra en 29 cuadros, sin que pierda el carácter de retrospectiva (están representadas todas las fases creativas del proceso), favorece una atención y reflexión más profundas; y, de otro lado, instalar las obras según los deseos de Rothko (colgar los cuadros muy bajos, y buscar la interacción entre pinturas individuales, sin seguir siempre el orden cronológico), facilita la relación fluida de unas obras con otras, así como que se produzcan armonías y efectos que sensibilizan el espacio de las salas, suprimiendo "los obstáculos que se interponen entre el pintor y la idea, y entre la idea y el observador".
Activo desde 1925 y exponiendo a partir de 1929, Rothko no consiguió precisar su estilo hasta 1947, cuando consiguió tener una imagen definida y transformarla en "su" pintura. La sala primera de la exposición recorre aquella etapa inicial de progresión, que arrancó de influjos magicistas, especialmente los del surrealismo de configuración orgánica (en la línea de Masson y Matta), como vemos en Ritos de Lilith o en el mitológico Tiresias, de 1944 y 1945. Pero hay aquí un misterioso lienzo previo, Entrada al metro (1938), un interior con figuras sin rostro, cuadro de rigurosa construcción ortogonal, que recuerda el interés que experimentaron inicialmente algunos de los expresionistas abstractos americanos por el arte de Mondrian. Están seguidamente las pinturas "multiformas" de entre 1946-1948: formas grandes de color, de bordes indefinidos, flotando sueltas, como nubarrones de movimiento y profundidad tangibles.
Tras ese pórtico, la exposición justifica su título, Paredes de luz, en las salas segunda y tercera, donde vemos formularse el estilo del pintor, y comprobamos cómo las formas se van simplificando (hasta configurar rectángulos muy objetivos), al tiempo que se refinan, con el óleo aplicado en veladuras y variaciones tonales muy ricas. Sobre esos medios se impone el misticismo vibrante de Rothko, con su voluntad de "comunión casi religiosa" con el espectador, a quien él desea absorber y englobar en su pintura. Estas dos salas, cerradas con una serie fastuosa de sus premonitorias "pinturas negras", acrílicos del año anterior de su muerte, son los emocionantes ámbitos del drama y del esplendor de un artista singular de la modernidad que, a la vez, mantiene viva la exaltación plástica de los muralistas barrocos del siglo XVII.