Antes de comenzar esta entrevista, Manuel Rivas (1957) narra una anécdota que le radiografía sin él buscarlo. Corría octubre del año 1974 y había empezado a estudiar Periodismo en la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Era un tiempo agitado por razones históricas obvias. Los estudiantes votaron en asamblea y decidieron manifestarse contra Franco, que se encargó de enviar sus huestes para reprimir la algarada.
Ante el avance de los grises a caballo, Manuel y sus compañeros abandonaron pitando la Avenida Complutense y buscaron refugio en la facultad, subiendo a trompicones los peldaños de la gran escalera central. Los policías le exigieron lo mismo a sus caballos y estos, no por insumisión sino porque el herraje les hacía resbalar al contacto con la piedra pulida del suelo, comenzaron a volcar. Desde lo alto de la escalera, a Manuel se le rompía el gesto: "Yo de caballos algo sabía y estaba preocupadísimo por ellos, no por mí. Subían algunos, se daban la vuelta y caían. Era una especie de Guernica. Nunca se me borró aquello".
Manuel Rivas es, ante todo, un sacerdote de la naturaleza: conoce y ama su liturgia y la despliega ante sus feligreses. "En aquel bullicioso gorjeo, parecía que los pájaros estaban contando quién faltaba", dice uno de los renglones de Detrás del cielo (Alfaguara), su nueva novela, que llega casi una década después de la última. En ella advierte de las dos guerras que más le preocupan: la librada contra la naturaleza, y la que arremete contra la mujer.
Por la combinación de su fuerza emocional y la belleza formal con que escribe le acaban de conceder el Premio Nacional de las Letras. Manuel lo celebra con prosopopeya, pensando que los libros están contentos, y que eso cumple con el mandato que nos dejó Miguel de Cervantes y que hoy evoca desde sus ojos de mar: "Los libros tienen que volar alegremente hacia la gente".
PREGUNTA.– La cita de Paco Ignacio Taibo II del inicio de Detrás del cielo es reveladora: una buena novela negra no habla sólo del crimen, sino de la sociedad en la que sucede. ¿Cómo son las sociedades de pueblos como Tras do Ceo? ¿Dónde guardan la esperanza, si la hay?
RESPUESTA.– Hay gente que me comenta que parece que lo escribí pensando en cómo está la sociedad ahora, porque tiene mucho de esta atmósfera. Aunque, como todos los libros, fue fermentando. Me acuerdo de Ferlosio cuando decía que "la esperanza está escondida en la palabra desesperanza". ¿Cómo no va a haber esperanza? Es el depósito que hace que todavía las palabras quieran decir. Por mucha excitación destructiva que haya –todos estamos en primera línea de riesgo, aunque haya quien piense que va en el mejor camarote del Titanic-, la esperanza para mí está en las palabras de la excitación creativa.
P.– La frase de Ferlosio me ha recordado a otra que dicen sus personajes: "El mundo va estupendamente mal". Hoy nos hemos levantado con la noticia de que Trump va a ser el presidente de Estados Unidos.
R.– En el libro también hay un momento en que uno de los cazadores le dice al otro 'el monstruo que todos llevamos dentro, tú lo llevas por fuera'. Y el otro le contesta 'si empezamos con indirectas'… (Risas).
P.– ¡Con esa retranca gallega!
R.– Sí. Hay gente que dice que ya sabía que iba a ganar, pero yo me acosté anoche pensando que no había tanta gente en Estados Unidos que se apunte al negacionismo. Ahora ya tenemos el monstruo fuera, a ver qué hacemos. Y es un monstruo fundamentalmente hombre, no por hombre, sino por machismo. Hay actitudes denostadas que, si se dan en otras personas que hacen alarde de ese pensamiento bruto, hay quien las jalea y dice 'ole tus cojones'. Parece que aquí lo que gana es el plus de cojones. Y lo preocupante es lo que puede venir después. Yo espero que, a este período de contrarreforma, de desprecio al vulnerable, al emigrante, a la mujer, siga la necesidad de ejercer esos derechos.
P.– Manuel Rivas habla de dos grandes guerras que se están librando: la primera es contra la naturaleza. ¿Qué está pasando para que suceda algo como lo vivido en Valencia? ¿Se ha desoído la naturaleza o han mediado los intereses humanos?
R.– Pues posiblemente una mezcla. Hace tiempo que la naturaleza está gritando a su manera. Ya no sirve esa mirada hacia la naturaleza como algo que se puede dominar por lo poderosos que somos. España es casi una isla, y es una maravilla ese país marítimo por cómo te comunica con el mundo y por la riqueza y la belleza, pero hay muy poca conciencia de eso. La naturaleza está expresando ese malestar, y no podemos seguir mirándola con la mirada veraniega de la postal turística. Vemos todos los días como lanza mensajes desde seres tan menudos como las luciérnagas, que están en extinción. Gran parte de los problemas vienen de un lenguaje apodíctico, la palabra del que manda. Lo despótico va entrelazado con lo depredador. La palabra ‘depredador’ se refiere a una forma de estar en la naturaleza como ser dominante, encarna la bioperversidad frente a la biodiversidad, y esto se traslada al poder, y a la relación también del macho dominante, del machista, en relación con las mujeres.
P.– Incluso los que pregonan todo lo contrario. Muchas amigas mías, feministas declaradas, no entendían cómo una de las denunciantes se fue a casa de Errejón después de sus primeros comportamientos inaceptables. ¿Qué tiene que pasar para que dejemos de poner el foco en la mujer?
R.– Tiene que haber una revolución óptica, un cambio en la mirada. Es muy interesante la película Nevenka. Hay un momento en que el fiscal no interpela al abusador, sino a la víctima, diciéndole que por qué se volvía a acostar con él. Y el juez, un hombre veterano, le dice 'oiga, que ella no es la acusada'. Y eso vemos que se repite, y también la figura de la persona que se escuda en un discurso feminista: ese tipo de usurpación y de máscaras. Los procesos de cambio son conflictivos, pero la sociedad se hace mejor. El partido del conformismo es el más preocupante, más que las derechas y las izquierdas.
P.– ¿Y quiénes lo integran?
R.– Quienes miran para otro lado.
P.– Y de esos hay en ambos lados…
R.– Sí, creo que una de las cosas más preocupantes que ha pasado en los últimos años es la fagocitación del espacio democrático moderado. Eso que llamábamos centro se ha ido escorando. A mí me gusta estar en la proa del barco, en la quilla mirando, pero el barco no puede dejar atrás la popa porque se hunde. Hay que buscar una navegación en la que la mayoría de la gente vaya a gusto. Todo se ha escorado tanto a la derecha que está medio fundido ya.
P.– ¿También en el PSOE?
R.– En el PSOE creo que hay un mundo que es conformista. En la política y en la vida hay problemas, y hay que tratarlos como tal, hay que arreglarlos. Hay uno de décadas, que es cómo encajar la convivencia en la diversidad de la España plurinacional. Ahí se pone en juego si vivimos en un círculo vicioso de jerarquías y orden social injusto, o en un círculo virtuoso inclusivo en el que cada vez más gente se sienta respetada. Creo que el tema de la pluralidad se afrontó positivamente: la reacción fue muy dura, pero creo que si le preguntáramos en la intimidad a un Feijóo o a un dirigente del PP por la amnistía contestarían que menos mal que lo hizo Sánchez, porque si no les hubiera tocado arreglarlo igualmente a ellos. Igual que pasó con el matrimonio homosexual y con tantas cosas. Hay otras cosas positivas como el empleo, pero sigue habiendo un gran agujero de desigualdad que se manifiesta claramente en temas como la vivienda. La angustia de mucha gente es buscar un techo.
P.– Y la emigración. No conocí a mi abuelo porque desde Coruña marchó a Venezuela, donde murió. También iban en barcos. ¿Qué ha pasado en España para que de pedir ayuda se haya pasado a, desde algunos sectores, cerrarle la puerta a quienes vienen pidiendo una oportunidad?
R.– Mi padre estuvo en Venezuela también. Marchó cuando mi madre estaba embarazada de mí. Vivíamos en un bajo de alquiler, un lugar muy pobre. Mi madre trabajaba de lechera y él era albañil, y se fue para conseguir lo necesario para hacer una casa. Justamente estaba pensando en el hogar. Esa era su misión, y la cumplió. Cuando reunió el dinero para hacer un terreno, regresó y él mismo hizo la casa. Yo tenía dos años.
P.– ¿Y recuerda el momento de conocerlo?
R.– Tengo recuerdos de cuando volvió… Tuvimos una moto, una Lambretta e íbamos los cuatro –ya tenía una hermana- subidos. Él iba en el manillar, mi hermana de pie, mi madre en el sillín y en el medio yo.
P.– Digno de Qué apostamos.
R.– ¡Era neorrealismo! (Risas). Mi padre siempre contaba que por un día fue ingeniero de Obras Públicas, porque cuando llegó en el barco al puerto es lo que dijo, y con eso pasó. A mí la palabra Venezuela me suena a esperanza porque él fue bien acogido y consiguió su objetivo, y ahora ves lo que está pasando y te duele. Yo creo que todos somos emigrantes. En Galicia los que lloraban eran los que quedaban porque no iban a tener esas oportunidades, nos olvidamos de eso cuando se habla de morriña: la saudade era del que no se marchaba.
P.– Siempre le pregunto por la fama a los artistas, y si les dificulta o no su vida cotidiana. En el caso de un escritor, de un Premio Nacional de las Letras, ¿cómo es? ¿Le piden muchos selfies a Manuel Rivas?
R.– Por suerte yo hago una vida completamente normal. A mí lo que me gusta es que la celebridad la tengan los libros. La imagen que me vino cuando me lo dijeron fue la de los libros contentos: Cervantes decía que los libros tienen que volar alegremente hacia la gente.
P.– Está contra las palabras despojadas de aventura, y de creatividad. Por eso en vez de buscar en el móvil, el protagonista Dombodán frota en el chisme. ¿Cómo podemos luchar contra el ciclo rápido de recompensa de los móviles, con sus notificaciones constantes?
R.– A veces creo que deberíamos participar en un movimiento de bloqueo de la tecnología, como el ludismo de las cigarreras de Coruña, que tiraron las máquinas al mar. Fueron 4000 mujeres, la vanguardia obrera de España, que protestaban por las condiciones de trabajo tremendas. Podríamos crear un movimiento para desconectar. Aunque también se puede enfocar de otra manera, igual lo que le hace falta al chisme es tratarlo con un poco de cariño.
Quizá la tecnología también necesita afecto. Son instrumentos adictivos, está claro, pero un problema es que nos domine y otro que los usemos como instrumento de dominación. Igual si cambiamos las palabras… Vivimos en una sociedad estresada por la impaciencia, hace falta desacelerar, parar esa mecha. ¿Por qué en vez de decrecimiento no hablamos de otra abundancia? La abundancia de tiempo, abundancia erótica, de cultura, de naturaleza, de árboles en la ciudad… Mirar más los árboles y el mar que una pantalla: hay gente que te dice que tropieza contra los árboles. Ahí es cuando empiezan los problemas, cuando alguien te dice que los árboles le molestan porque tropieza con ellos.
P.– ¿Qué tiene Manuel Rivas en su mesilla de noche? Libros contentos, seguro.
R.– Sí, y además me gusta tener capas arqueológicas (risas). Hay libros que siempre están, que son como las llaves de casa. Siempre está Rulfo: me gustaría vivir en El llano en llamas como un lepisma.