La heroína vuelve al centro de Madrid en los narcopisos: "Hace cinco años esto era impensable"
Se estima que el 68% de los consumidores de esta droga, casi dos tercios del total, reside en España, Italia y Alemania.
13 octubre, 2022 02:54Caminan con el ego torcido; se tambalean y recorren las calles de Lavapiés con los brazos tan finos como los capilares de un muñón y la cara igual de marcada que un paso de cebra en Times Square. Las voces distorsionadas como por samples de música y los moratones cada vez más grandes en las fosas de los codos no dejan espacio alguno a la duda: los viejos terrores de aquella epidemia que asoló los barrios de la España posfranquista han vuelto.
No es un retrato del Baltimore de The Wire (David Simon), tampoco una escena grabada con poco presupuesto en el Bilbao de El Pico (Eloy de la Iglesia); es una realidad que es más fácil ver cada día en el centro de nuestras ciudades, sobre todo, en Madrid. La heroína, la peligrosa droga proveniente del opio, está volviendo, sobre todo a los narcopisos.
Según el informe sobre tendencias y novedades del Observatorio Europeo de las Drogas, un organismo dependiente de la Comisión Europea, el consumo de sustancias derivadas del opio ha aumentado exponencialmente desde el año 2019. De hecho, de los consumidores de la Unión Europea, se estima que el 68%, casi dos tercios del total, reside en tres países: Alemania, Italia y España.
Aunque se estima, dado el increíble aumento de la demanda –que se valora en base a las incautaciones de esta sustancia que se realizan en el viejo continente– que el número de consumidores ha podido aumentar. El Observatorio teoriza que muchos de los adictos son personas en proceso de envejecimiento que han podido recaer durante los últimos años; sin embargo, pide que se aumente la vigilancia ante los posibles nuevos consumidores.
Lo cierto es que las tendencias respecto al consumo de esta droga han cambiado con el paso del tiempo. En el libro Crónicas quinquis (Libros del KO), se recogen multitud de historias publicadas por el periodista Javier Valenzuela durante los años ochenta en las que se muestra cómo ciertos barrios de la capital, sobre todo los periféricos, eran auténticos pinchómetros al aire libre a los que los toxicómanos acudían a drogarse, robar y morir.
Ya en los años noventa y principios del dos mil, los consumidores de heroína fueron reduciéndose, por lo que los puntos calientes de hegemonía de la sustancia se situaron en lugares concretos de la periferia, como el ya desaparecido poblado chabolista de Las Barranquillas, en Vallecas, o el Sector 6 de la Cañada Real. Sin embargo, la tendencia ha vuelto a cambiar.
"Hoy en día es posible comprar heroína en el centro de Madrid. Hace diez años, cinco incluso, esto era impensable", explica a EL ESPAÑOL J.M., un agente de la Policía Municipal con treinta años de experiencia. "No hay una respuesta clara, pero mi opinión es que se debe a la caída de los grandes clanes del narcotráfico".
Durante los últimos años, multitud de redadas han desmantelado a los principales clanes de la droga, antes ocultos con impunidad entre la pobreza del Sector 6. Según explica J. M., el poder de distribución de estos grupos se ha disminuido notablemente, por lo que se tienen que adaptar.
"Hace diez o veinte años, estos grupos tenían mucho poder. Si conocías Cañada Real, sabías de naves gigantescas donde metían a los toxicómanos para que se pincharan. Tenían una infraestructura muy fuerte y un sistema de cundas con el que podían trasladar a los adictos desde el centro hasta el Sector 6. Ahora, se tienen que adaptar a los nuevos tiempos".
"Los narcotraficantes ya no tienen capacidad para mover a centeneras de toxicómanos hasta sus naves, así que han decidido llevar la droga desde sus naves hasta los toxicómanos", sigue relatando por teléfono el veterano agente. "Es una cuestión meramente logística. Es así de sencillo y triste".
Los múltiples golpes policiales a las cundas, los populares coches destartalados que se encargaban de transportar a los toxicómanos hasta los puntos de venta y consumo, han acabado casi por completo con ellos. En puntos como la Glorieta de Embajadores, donde la salida de estos coches era un goteo constante a todas horas del día, las cundas se han convertido en algo residual que ahora no cualquier ojo es capaz de apreciar.
"Es mucho más fácil mover la heroína por el centro", sigue contando el agente. "Es cierto que hay más vigilancia policial, pero también es más sencillo pasar desapercibido si se tiene un poco de cuidado. Lo que lleva un tiempo de moda son los narcopisos".
Narcopisos
Los narcopisos, dentro del argot policial y del mercado de estupefacientes son viviendas ocupadas (en algunos casos, obtenidas mediante el pago de una renta real y aparentemente legal) en las que los camellos y trapicheros –el camello es el propietario de la sustancia que vende, mientras que el trapichero es un mero intermediario de un narco más grande– permiten que los adictos compren y consuman la mercancía.
En estos lugares, las mafias crean entornos aparentemente seguros en los que los toxicómanos tienen acceso, previo pago, a todo lo que necesitan: desde cucharas y vendas, hasta el propio material.
En Madrid, la mayoría de los narcopisos son pequeñas casas lo más discretas posibles en las que las mafias pueden pasar desapercibida su actividad. Algunos de ellos se han detectado en barrios céntricos como Lavapiés o Malasaña, muy turísticos ambos; sin embargo, otros se focalizan en distritos más humildes pero muy bien comunicados con el centro, como Aluche.
En este último barrio, concretamente en la calle Cullera, la Policía Nacional realizó en 2020 una macroperación en la que desmanteló una decena de pisos regidos por los Gimeno, uno de los principales clanes de la droga, en los que se vendía y consumía todo tipo de estupefacientes (entre ellos, cómo no, heroína).
En estos momentos, según fuentes policiales, uno de los principales puntos de venta de heroína de Madrid se encuentra en pleno Lavapiés, en la céntrica plaza de Nelson Mandela, y es conocido como La Quimera.
En La Quimera
La tarde cae, pero el sol de julio todavía confronta la piel. En la puerta de La Quimera, un edificio abandonado sin luz, ni agua y que emana olor a heces humanas, cuatro patrullas de la Policía Municipal hacen guardia. Por las destartaladas oberturas del edificio, que algún día se construyeron pensándose como ventanas, se asoma todo tipo de gente: una adolescente latina, con gafas de sol y un cigarrillo entre los dedos, mira a los agentes; un chico con una gorra plana y un rosario –no parece un fraile– los saluda directamente con la mano. En la plaza, una mujer de unos treinta años con los brazos como lápices negros espera pacientemente a que los policías se vayan. Tiene llagas rojizas en la cara, una yonkilata en la mano y el vientre hinchado: está embarazada.
La Quimera es un gigantesco edificio de varias plantas al que se le paralizó su construcción, por lo que nunca llegó a venderse. En el año 2002, fue okupado por un grupo activista que abrió en él un centro social, una especie de ludoteca en la que se realizaban diferentes actividades relacionadas con la política y la cultura anarquista.
Sin embargo, según relatan los vecinos a este periódico, los antiguos moradores de La Quimera abandonaron el edificio con la llegada de la pandemia, lo que hizo que se convirtiera en un refugio para las personas sin hogar del centro.
Esto provocó que camellos, trapicheros y narcos despertaran su atención en él, quienes decidieron empezar a usarlo como punto de venta y consumo de droga. Hoy en día, La Quimera es un edificio decrépito rodeado de silbos (personas, normalmente, toxicómanas, que se apostan alrededor de los puntos de venta de droga y silban cuando se acerca la Policía para alertar a las mafias) en el que conviven traficantes, toxicómanos y personas sin casa. Según ha podido saber este periódico, los mendigos tienen que pagar pequeñas cantidades de dinero semanales a los narcotraficantes para que los permitan vivir en él.
Sin invitación previa, es imposible adentrarse dentro de La Quimera. Este cronista lo intentó, pero solo consiguió cruzar los dos primeros pasillos –absolutamente negros y con cosas en el suelo que crujían bajo sus zapatillas– antes de ser interceptado e invitado de forma poco amable a irse.
"Bueno, aquí se vive mal, pero se vive", asegura una chica de unos 27 años con la que EL ESPAÑOL pudo hablar en la entrada de La Quimera. "Hay muchos yonkies y ladrones, pero a mí no me ha pasado nada". Al terminar la entrevista, que duró poco más de 15 segundos, fue interceptada por un silbo que la abroncó por charlar conmigo.
En la plaza Nelson Mandela, ya a última hora de la tarde, se juntan ancianitos que se sientan con tranquilidad a ver pasar las hormigas del suelo, obreros con mochilas manchadas de yeso que vuelven con rapidez a casa y toxicómanos que se mueven tambaleantes, como eucaliptos por el viento, sin entender muy bien qué hacen. Son fáciles de distinguir por la ropa, la extrema delgadez, los brazos ennegrecidos y las pupilas que se estrellan contra la nada de los ladrillos rojizos de Lavapiés.
En la plaza también hay niños, pero todavía no entienden muy bien lo que pasa.