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La madrileña Puerta del Sol es el kilómetro cero de la memoria de la España contemporánea. Fue escenario del motín de Esquilache, de la proclamación de la Constitución de 1812 o del alzamiento contra los franceses el 2 de mayo. Otro de sus momentos estelares fue el 14 de abril de 1931.
Tres años después de la proclamación de la República en dicha fecha recordaría Azaña: "Una muchedumbre frenética de alegría y de triunfo nos llevó a un Gobierno que no sabía por dónde había de comenzar".
Fue Miguel Maura quien arengó a sus compañeros para ir a la Puerta del Sol, donde estaba el Ministerio de Gobernación. Una muchedumbre imponente desbordaba el recinto de la plaza. Tuvieron que hacer esfuerzos sobrehumanos para conseguir que la multitud abriera paso a la comitiva.
Al entrar junto a sus compañeros en el edificio de Gobernación y ver que la Guardia Civil les presentaba armas, el líder socialista Largo Caballero le susurró a Alcalá Zamora: "La República ya es un hecho". Lo que dijo el almirante Aznar, presidente del Consejo de Ministros de la monarquía, fue que el país se había acostado monárquico y se levantó republicano.
Rafael Sánchez Guerra —hijo de un expresidente del Gobierno de Alfonso XIII— y Eduardo Ortega y Gasset izaron la tricolor en el balcón que daba a la Puerta del Sol. En medio del júbilo popular, militantes del Partido Comunista dieron la nota discordante al lanzar gritos de "¡Abajo la República! ¡Vivan los soviets!". Era un presagio.
"Con las primeras hojas de los chopos y las últimas de los almendros, la primavera traía a nuestra República de la mano", escribió Machado emocionado. Incluso el periódico Ahora de Chaves Nogales, que no había participado previamente de la fe republicana, el mismo 15 de abril se comprometía a defender la nueva legalidad: "Esta es la postura digna y patriótica que creemos nuestro deber adoptar. Nos opondremos, pues, enérgicamente a toda tentativa que pueda ser obstáculo al Gobierno de España", afirmaba el editorial de uno de los pocos diarios que superaban los 100.000 ejemplares de difusión.
Con las primeras hojas de los chopos y las últimas de los almendros, la primavera traía a nuestra República de la mano
Empieza el debate
Lo de la Carrera de San Jerónimo, tres meses después, fue otro momento estelar. Las Cortes presididas por Julián Besteiro empezaban el debate de la Constitución republicana. En la tarde del 14 de julio, Madrid entero volvía a estar en la calle. A las cuatro de la tarde no se podía dar un paso entre Recoletos y las Cortes. La gente se arracimaba en balcones y azoteas, los más jóvenes se encaramaban a los árboles y monumentos. A las siete menos cinco, el barullo fue ensordecedor cuando se oyó un clarín: iban llegando los coches, Alcalá Zamora con Lerroux, Azaña con Fernando de los Ríos. El gobierno provisional, en fila india, se dirigió al banco azul en medio de aplausos estrepitosos.
Se eligió la Mesa de la Cámara con la regla de la proporcionalidad y quedó constituida la comisión parlamentaria encargada de redactar el proyecto de Constitución bajo la presidencia de Jiménez de Asúa.
La carta magna estaba llamada, o eso parecía, a enterrar a la España de los caciques. Se esperaba un revolcón histórico con la reforma agraria y el apoyo al movimiento obrero; un correctivo a la omnipresencia de la Iglesia; un reajuste de las fuerzas armadas que podara los inflados cuadros de oficiales y ahuyentara el espectro del militarismo; una labor cultural y de educación pública para hacer realidad la democracia y, finalmente, una respuesta política a la singularidad regional del país. En Europa esas cosas habían llevado su tiempo; la quimera de 1931 consistía en cambiarlo todo a la vez y deprisa. "Rectificar lo tradicional por lo racional", dijo Azaña.
El apoyo de los creyentes
A pesar de que el catolicismo español era antiliberal a machamartillo, muchos creyentes habían dado un voto de confianza a la República porque prometía acabar con los abusos y corruptelas monárquicas. Pero, en el mes de mayo, un centenar de conventos e iglesias ardieron en la rabia comecuras. Aquellas hogueras anónimas, nunca reivindicadas, iban a hacer más daño a la República que los clérigos.
Tras muchas vicisitudes y a lo largo de sesiones prolongadas a veces hasta la madrugada, el 9 de diciembre de 1931 las Cortes Constituyentes aprobaron la Constitución con 368 votos a favor, 89 ausencias y ningún voto en contra. Este jueves cumpliría 90 años, pero ya no está en vigor. Precisamente hoy 6 de diciembre se celebra en España el Día de la Constitución, festivo que conmemora la aprobación en referéndum de la actual carta magna, la de 1978.
José Ortega y Gasset vio en la nueva Ley Fundamental un par de "cartuchos detonantes, introducidos arbitrariamente por el espíritu de propaganda o por la incontinencia del utopismo". Se refería a que la autonomía —prevista en el artículo 12— sólo respondía a los deseos "de dos o tres regiones ariscas", lo que alentaría el nacionalismo y daría lugar a "dos o tres semiestados frente a España".
El otro "cartucho detonante" era el artículo 26, que legislaba sobre la Iglesia y la desposeía de privilegios ancestrales. Al filósofo le parecía "de gran improcedencia", acusó a las Cortes Constituyentes de radicalismo sectario y llamó "jabalíes" a los anticlericales más exaltados. Tiempo después habló de la Constitución como algo "sin pies ni cabeza, ni el resto de materia orgánica que suele haber entre los pies y la cabeza". Añadió: "Estamos haciendo una Constitución que nadie quiere".
Estamos haciendo una Constitución que nadie quiere
No la querían los aristócratas, desde luego, ni los católicos, ni la mayoría de los conservadores, ni los nostálgicos de la dictadura que, como denunció en 1933 el republicano liberal Ossorio y Gallardo dejaban "tarjeta en la embajada alemana cada día que Hitler hace una barbaridad".
En pleno proceso de debates parlamentarios, esos reaccionarios ironizaban: "Qué hermosa era la República en tiempos de la Monarquía", una traducción de la frase que tanto se dijo en Francia tras la caída del Segundo Imperio: "Qu'elle était belle la République sous l'Empire! [¡Qué hermosa era la república bajo el Imperio]" (y el precedente del "Contra Franco vivíamos mejor", de Vázquez Montalbán).
La opinión católica repudió el artículo 26, mientras que el 44 mosqueó a terratenientes y propietarios por su contenido sobre la propiedad y la intervención del Estado en la economía. Lo cierto es que regulaba la expropiación forzosa con criterios semejantes a los de la actual Constitución y añadía que, "en ningún caso se impondrá la pena de confiscación de bienes".
Ni la derecha ni parte del centro querían esa Constitución; pero tampoco la querían socialistas tan notables como Largo Caballero, para quien en el orden económico la República era "lo mismo o peor que la Monarquía". En noviembre de 1933 proclamó: "Tenemos que luchar como sea hasta que en los edificios oficiales ondee no la bandera tricolor de una república burguesa, sino la bandera roja de la revolución socialista". En un editorial de El Socialista se expresaba el deseo de acabar con la República "cuanto antes, mejor": "¿A manos de quién debe morir? A las de cualquiera. Eso nos es indiferente".
Al conmemorarse el segundo aniversario del 14 de abril de 1931, Solidaridad Obrera, boletín del sindicato anarquista CNT, hacía este balance: "Sangre, degollamiento, incendios, asesinatos, cárceles, miseria. Dos años de injusticias santificadas por el gorro frigio. ¡Valiente aniversario!".
A sus redactores, la Constitución de 1931 les parecía audaz y de izquierdas, pero no socialista. A sus detractores de la derecha nacionalcatólica, "una Constitución de charanga, sin ritmo y sin armonía". Pero no fueron el radicalismo democrático ni el idealismo social de la Constitución, sino las cláusulas religiosas del artículo 26 las que enfurecieron a la oposición, dividieron al Gobierno y crearon la posibilidad de una unión de la derecha para defender a una Iglesia perseguida. Alcalá Zamora, presidente del Gobierno Provisional, dimitió por su desacuerdo con ese artículo.
"España había dejado de ser católica", según la acuñación de Azaña y fue imposible un compromiso entre quienes ensalzaban a los curas y quienes ridiculizaban a los santos. Pero la República no estaba persiguiendo a la Iglesia, sólo le retiraba los privilegios que la habían convertido en cuna y baluarte, en motor y combustible, de la reacción.
La República fue el efecto de una causa: los abusos de los monárquicos y la dictadura de Primo de Rivera, que habían fracturado la vida política y polarizado la sociedad. Era imposible, en aquellas circunstancias, una Constitución de consenso en una sociedad demediada; por eso llevaba su propio fracaso en sus genes sectarios, como reconoció el propio presidente de la República, Alcalá Zamora, en su libro Los defectos de la Constitución de 1931.
"¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo", escribió un Ortega nervioso al ver a la República minada por el espíritu de facción que amenazaba con asfixiar al nuevo régimen en su infancia; por un lado, un regionalismo exacerbado y un anticlericalismo exagerado; por otro, la defensa miope de los privilegios por los reaccionarios.
En sus crónicas sobre la República compiladas en un libro —La Segunda República española. Una crónica, 1931-1936—, Josep Pla anota el 31 de octubre de 1931, en pleno debate del texto: "La Constitución será inevitablemente un ciempiés que si no se corrige traerá consecuencias insospechadas y fatales". Lo mismo pensaba Santiago Alba, uno de los prohombres del liberalismo dinástico de la Monarquía afiliado durante la dictadura de Primo al Partido Republicano Radical de Lerroux: "Estas Cortes Constituyentes son como un molino que trabaja en balde".
El propio Azaña llegó a pensar que, no obstante las muchas virtudes de la Constitución, la República "carecía de contrapesos y equilibrios, abundaba el irrealismo. Anteponía la doctrina al hecho". Y lo mismo pensaba Pla, que se lamentaba de que el país fuera "de un extremo a otro, insatisfecho y desolado, incapaz de encontrar una posición razonable".
La inestabilidad congénita del nuevo régimen fue intuida incluso por analistas que, por variadas circunstancias, apostaron por una república burguesa. Fue el caso del periodista catalán más influyente de la primera mitad del siglo XX, Agustí Calvet, más conocido por su alias Gaziel, que había recibido la Constitución con un entusiasmo que le iba a durar poco. La República acababa de cumplir nueve meses cuando comentó con amargura: "Sinceramente: nada nuevo. Olvido evidente del interés general. Vaciedad, frivolidad, ociosidad".
Un mes más tarde escribía: "Las izquierdas hacen cosas. Las derechas se contentan con decir que están mal hechas. Un observador imparcial diría que las izquierdas piensan erróneamente; pero de las derechas diría que no piensan nada. Ocurrirá lo siguiente: aquella revolución que hasta ahora sólo hemos visto, felizmente, manifestarse en días de fiesta, entusiasmo callejero, discursos parlamentarios y artículos de periódicos, estallará de veras, a tiro limpio, a sangre y fuego, por ciudades, campos y aldeas".
Percepción frente a realidad
Y, sin embargo, la ley fundamental del 9 de diciembre de 1931 sólo trataba de recuperar el tiempo perdido y devolver España a Europa. Trataba de transformar la sociedad, de sacarla del atraso secular que la había convertido, junto al Imperio otomano, en el otro "enfermo de Europa". La Constitución puso en el centro del debate la laicidad, el feminismo y el sindicalismo, y situó a España en la vanguardia de los países de arraigada cultura democrática. Por primera vez en nuestra historia, se proclamaba que la soberanía reside en el pueblo del que emanan todos los poderes de la República.
Las izquierdas hacen cosas. Las derechas se contentan con decir que están mal hechas
El tratamiento de la diversidad regional fue el mejor de los posibles. Se deslindaban las competencias entre el Estado y las regiones marcando sus límites de forma tajante: "En ningún caso se admite la Federación de Regiones Autónomas". (Compárese con el actual artículo 145: "En ningún caso se admitirá la Federación de Comunidades Autónomas"). Admitía el divorcio, pero era inflexible con la obligación de alimentar, asistir y educar a los hijos. El Estado se comprometía a prestar asistencia a los enfermos y ancianos y a proteger la maternidad y la infancia. La enseñanza primaria sería gratuita y obligatoria y se establecía una especial protección para el campo y la pesca.
La Constitución de la Segunda República era avanzada en muchos aspectos en comparación con otras leyes fundamentales como la austríaca, la alemana o la mexicana, que la inspiraron en parte. Pero no era un producto exótico y aislado, estaba inmersa en su contexto histórico. Las tensiones y la violencia campaban en toda Europa y la Gran Depresión asolaba Estados Unidos como una peste. En Francia gobernaba el Frente Popular. En Alemania colapsaba la República de Weimar abriendo paso al nazismo. El Reino Unido se había entregado a manos de los conservadores temerosos tanto del naciente partido fascista de Sir Oswald Mosley como, sobre todo, de la pujanza bolchevique.
Los 125 artículos de aquella Constitución izquierdista mezclaban virtudes —muchas, aunque algunas utópicas— y defectos —pocos, pero que resultaron garrafales—. La Segunda República y su carta magna demostraron que la democracia no es ante todo el asilo de la lucidez, la solidaridad, las buenas intenciones, el buen gusto o la creación artística, sino que es "la tierra de los libres", como dice el himno de Estados Unidos. Y los libres también lo son para dispararse al pie o jugar al todo o nada con el egoísmo, el resentimiento y el sectarismo como armas. Por eso pudo decir Josep Pla que cuando no es tumulto, la historia de España es paréntesis. O algo así.
Historia del sufragio femenino
En las elecciones a Cortes Constituyentes celebradas el 28 de junio de 1931, las mujeres no tuvieron derecho a voto, aunque eran elegibles. Sólo tres resultaron elegidas: la socialista Margarita Nelken, la republicana radical Clara Campoamor y la republicana radical-socialista Victoria Kent. Las dos últimas protagonizaron el debate sobre el sufragio femenino.
Victoria Kent se opuso alegando que la mujer española carecía en aquel momento de preparación social y política para votar responsablemente, por lo que su voto sería conservador por influencia de la Iglesia, lo que perjudicaría a los partidos de izquierdas. Clara Campoamor respondió con indignación: “No cometáis un error histórico, que no tendréis nunca bastante tiempo para llorar al dejar a la mujer al margen de la República”.
Uno de los más aguerridos oponentes del voto de las mujeres fue Roberto Novoa, catedrático de patología y diputado por la Federación Republicana Gallega, que esgrimió “argumentos biológicos” de disparatorio: “El histerismo no es una enfermedad, es la propia estructura de la mujer. La mujer es histerismo y por ello es voluble, es sensibilidad de espíritu y emoción. ¿Cuál sería el destino de la República si hubiésemos de conceder el voto a las mujeres? Seguramente una reversión, un salto atrás”.
El sufragio femenino se incluyó en el proyecto de nueva Constitución en octubre de 1931, por 161 votos contra 121. Tras los países escandinavos, España fue el primer país europeo en reconocerlo. Con su voto ganaron las derechas de la CEDA en las elecciones de 1933 —la primera vez que pudieron votar ellas a nivel nacional— y el Frente Popular en 1936. No acertó Victoria Kent.