Los tres libros que destripan los peligros de nuestra 'democracia mediática'
La gran virtud de la democracia liberal es al mismo tiempo lo que amenaza su supervivencia: la libertad de comunicación y de expresión que la caracteriza genera un caldo de cultivo de fragmentación, demagogia, manipulación y caos.
El presente goza de un prestigio que al pasado se le niega. La meditación, el hedonismo, el consumismo y un largo etcétera de tendencias actuales nos recuerdan una y otra vez que hay que pasar página y concentrarse en el momento. Que los problemas que nos afligen son autoficciones o creaciones mentales.
El sondeo, la encuesta, el dataísmo y el desprecio por las grandes teorías holísticas son el correlato académico e intelectual de esta apología del tiempo presente.
Se nos dice que apenas hay problemas que no tengan solución, aunque la realidad se empecine en demostrarnos lo contrario con sus cisnes negros. El coronavirus, la crisis financieras o la energética nos recuerda que no es así y que los humanos vamos siempre un paso por detrás.
Uno de esos peligros es el que amenaza a las democracias liberales, siempre en el ojo del huracán debido a las desigualdades sociales, a los desacuerdos sobre cuestiones básicas y, muy especialmente, al rol de los medios de comunicación y a un panorama informativo complejo.
En The paradox of democracy (University of Chicago Press), Zac Gershberg y Sean Illing nos recuerdan que en la grandeza de la democracia reside su tragedia. Dicho de otra manera, que en la libertad de comunicación y de expresión que las caracteriza se genera un caldo de cultivo de fragmentación, demagogia, manipulación y caos.
La idea central del libro es que esta contradicción se acentúa en periodos de cambio tecnológico, primero con la imprenta y ahora con el mundo digital. En su libro, Gershberg e Illing vuelven a desenterrar a Marshall McLuhan y Neil Postman como precursores de la tesis de la supremacía de la tecnología sobre el mensaje. Es decir, del contexto sobre el contenido.
"El medio es el mensaje", dijo McLuhan.
"Seguimos hablando de lo mismo que hace un siglo. De las limitaciones humanas para procesar los hechos. De la fuerza de los medios. De las emociones que distorsionan la realidad"
En cierto modo, daría igual lo que circule por Tik Tok, Twitter o Netflix. Lo más importante son las pautas de consumo que modelan la estructura de nuestras mentes, qué esperan estas y cómo trabajan.
Como cualquier idea importante, esta tampoco es nueva del todo. De los problemas que supone vivir en una sociedad con libertad de información ya se han ocupado otros antes.
En su Teoría de la acción comunicativa (1982), Jurgen Habermas dijo que es posible sostener un debate rico en la esfera pública. Un debate en el que prime el intercambio de ideas y la racionalidad entre los ciudadanos. También advirtió de sus peligros debido a la conversión de ciudadanos en consumidores, empujados por las fuerzas del mercado.
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Más recientemente, Byung-Chul Han advirtió en su libro No cosas (2021) acerca de la hipertrofia del relato manufacturado que satura nuestra realidad y nos impide tener una mirada limpia sobre los asuntos y las cosas. En Infocracia (2022), Han ha incidido acerca de los peligros de la tecnología y de los datos que hacen irrelevante cualquier toma de postura gubernamental o ciudadana.
Pero seguimos hablando de lo mismo que hace un siglo. De las limitaciones humanas para procesar los hechos. De la fuerza de los medios. De las emociones que distorsionan la realidad.
Voy a recomendar tres libros escritos en el último siglo, de fácil acceso y amena lectura, que diagnostican problemas que estamos sufriendo ahora mismo y que no son del todo conocidos por el gran público.
"Para Debord, el individuo no existe y se convierte en mero espectador, la vida no se vive y el espectáculo coloniza toda la vida social a través del cine, la televisión y las revistas"
El primero de ellos es La opinión pública, de Walter Lippmann, escrito en 1922. Lippmann fue el primer autor que en la era mediática (la de la irrupción de la radio y la prensa de masas) diagnosticó los fracasos de la democracia. Y eso le convierte en un autor actual.
Lippmann vivió un mundo "en el que la tecnología parecía fuera de control y el viejo orden parecía desmoronarse", como escribiría uno de sus biógrafos. Ya en los años 20 escribió sobre "la inexistencia de un ciudadano omnicompetente y las limitaciones del periodismo para ayudar a los ciudadanos a alcanzar ese mínimo nivel competencial".
¿Acaso no puede decirse hoy lo mismo de una ciudadanía sobrepasada por el exceso de información y la incapacidad de distinguir lo verdadero de lo falso?
La respuesta que damos hoy es la misma que hace un siglo. Se llama estereotipo, palabra que Lippmann usa por primera vez para referirse a las preconcepciones de naturaleza emocional, basadas en opiniones a priori, sobre las cuales la gente basa sus juicios.
Lippmann define los estereotipos como "imágenes dentro de las cabezas" de los seres humanos que sirven para procesar un mundo demasiado complicado.
Hoy, estas imágenes están fuera de nosotros. Si acaso, son vídeos o fotografías virales. Pero nos impiden pensar de la misma forma que lo hacían los eslóganes y las consignas hace un siglo. Hoy, la capacidad de atención se ha convertido en el nuevo cociente intelectual.
Guy Debord escribió en 1967 La sociedad del espectáculo, libro que en poco tiempo se convirtió en manifiesto de culto entre los estudiantes del 68 francés. En él, Debord plantea que el fetichismo del espectáculo ha sustituido al de la mercancía, proclamado por Marx.
El pensador francés diagnostica que el espectáculo se ha convertido en una forma de relación social entre personas mediatizada por imágenes, y propone abolir este nuevo tipo de relación. En sociedades opulentas como la francesa de entonces se había producido el tránsito del ser al parecer y a un mundo en el que la persona aislada que terminaba su jornada productiva continuaba consumiendo espectáculo en la intimidad.
Para Debord, el individuo no existe y se convierte en mero espectador, la vida no se vive y el espectáculo coloniza toda la vida social a través del cine, la televisión y las revistas.
"Toda la vida en las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente se aleja ahora en una representación", afirma.
Hoy, este consumo privado y obediente de espectáculo se produce a través de la proliferación de pantallas y de la conversión del sujeto. No sólo en consumidor de contenidos de las plataformas, sino en sujeto productivo del mismo a través de las redes sociales.
"Consumimos y creamos contenido para sentirnos parte de la tribu, despreciando la verdad"
Como han puesto de manifiesto todas las "supuestas revoluciones" en las que las masas a lo sumo protestan, pero no proponen ni disponen, consumimos y creamos contenido para sentirnos parte de la tribu, despreciando la verdad. Los individuos, así, permanecen desagregados, decepcionados, atrapados y pasivos, sin generar propuestas que contribuyan a transformar el statu quo.
En Divertirse hasta morir: el discurso público en la era del show business, publicado en 1985, Neil Postman sitúa a la televisión en el meollo de la comunicación en democracia. Cualquiera diría que a estas alturas se habría pasado de moda.
Pero, sin embargo, dos libros escritos este mismo año, los mencionados The paradox of democracy e Infocracia de Han lo citan profusamente.
Han dice de Postman que su libro, en una democracia que ha devenido telecracia y que mantiene al público en la inmadurez, "muestra de qué manera el infoentretenimiento conduce al declive del juicio humano y sume a la democracia en una crisis".
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La realidad es que el infotainment sigue siendo la parte principal de la ecuación, con la diferencia de que lo vehiculizamos a través de las redes sociales, las plataformas digitales y con el móvil como objeto fetiche.
"Los americanos ya no hablan los unos con los otros, se entretienen los unos a los otros. No intercambian ideas, sino imágenes. No argumentan con propuestas, sino con apariencias, celebridades y anuncios".
A quién no se le va a pasar por la cabeza que existe una analogía entre el mundo de la televisión y el digital en el que la controversia (que sirve para ganar elecciones mejor que los buenos argumentos, como demostró Donald Trump), las fake news y los selfies han consolidado una esfera pública donde dominan las emociones y el entretenimiento.
Cuando el contenido serio se percibe como antiguo, aburrido y un elemento a soslayar en las conversaciones, la educación o la democracia mediática, nos encontramos ante una cultura que ha periclitado sin nada que la reemplace a la vista.
*** César García Muñoz es profesor de Comunicación en la Universidad Pública del Estado de Washington y profesor de ESIC University.