Escribir no sirve de nada. Si una columna ya no tumba gobiernos y la poesía está proscrita en las noticias… Y aún así escribo, para entender a los demás y para hacer las paces conmigo mismo.
He cambiado de ideas estos quince años, incluso después de haberlas publicado, pero he intentado ser consecuente con todas ellas. Entonces era un niño y ahora soy un hombre. No porque lo haya decidido, sino porque hoy no me quedan abuelos ya.
Los abuelos son lo último que nos ata a la infancia, el último salvoconducto que nos libra de cargar con todo el peso de nosotros mismos.
Anoche murió mi abuelo Justo y como los periódicos todavía tienen esa misión que defendía Chesterton de decirle al lector que "Lord Jones ha muerto a quien no sabía que Lord Jones aún seguía vivo", pues yo escribo que ayer murió mi abuelo.
Niño de la guerra, la posguerra y el hambre. Pudo contar muchas cosas y prefirió callarlas para que sus hijos, como hicieron tantos otros, fuesen felices.
Nunca supe nada de mi abuelo. Nunca hablaba de él, no por modestia, sino porque esto es Castilla. De pequeños nos daba la propina y aún de mayores lo seguía haciendo cuando íbamos a verle aunque no se la cogiéramos ("porque el periodismo no es que esté boyante, abuelo, pero da para ir tirando", le decía) como si mientras él siguiese vivo y a nosotros nos quedase un abuelo, seguiríamos siendo críos.
"¿Qué tal van las letras?" preguntaba cada vez que me veía. Pues aquí están las letras, Justo, una detrás de otra como un responso, como una lágrima, como una vida. Como desde que le recuerdo estaba sordo y nos entendíamos a gritos, prefiero dejárselo por escrito por si la sordera no se cura tras la vida.
En los últimos años, de vez en cuando, sin muchas palabras, contaba una de sus muchas vidas y nosotros descubríamos otro abuelo y otro y cada vez más vivo. Levantó palomares con sus manos, catedrales de Tierra de Campos, cuando pasaban hambre todavía.
Fue marinero de secano en el Canal de Castilla, barcaza arriba barcaza abajo, con una novia en cada esclusa (y esto no lo confesó nunca hasta que murió mi abuela y aún entonces lo contaba pudorosamente a escondidas).
Hizo la mili en Huesca. El día que recordó aquello yo entendí por primera vez lo que era el hambre y le escuché el eco de aquellas tripas.
De allí volvió sin el reloj que le había regalado su madre antes de irse de casa porque lo tuvo que vender junto a un par de botas cuando el estómago se les amotinó un invierno que les hicieron "racionar" la comida. Y le vi la cara en la que todavía le dolía aquel reloj y aquella hambre y aquella vida; pero nunca le escuché una queja.
El fin de semana pasado, en su casa de Capillas, que es un pueblo en mitad de ningún sitio entre Palencia y Comala como el de Pedro Páramo, en el que ya sólo me quedan abuelos muertos, le aplaudimos todos aunque tenía fuerzas ni para soplar dos velas. En aquella casa aprendí a bailar la peonza, que tenía en el extremo de la cuerda una moneda de veinticinco pesetas. También descubrí lo que era la gloria.
Hoy, como en el poema de Alcántara, "hay un hombre de pie sobre mis huellas". Debo de ser yo mismo. Debo de ser yo hoy que no me quedan abuelos, que eran (cada uno de ellos) medio ángel de la guarda y lo último que yo tenía de la infancia.