España afronta la salida de esta década convulsa con alguna lección aprendida. Pero también con asignaturas pendientes. Las repeticiones electorales, por ejemplo. En el momento de escribir estas líneas, aparece como una de las salidas más plausibles para el atolladero extremeño. Resulta alucinógeno que persista la tolerancia social hacia este fenómeno. Es la prueba más palmaria de la falta de funcionalidad de un ecosistema político. Una victoria de la soberbia de los que ejercen la representación sobre el mandato de los ciudadanos que se la otorgan.
Los medios de comunicación debemos hacer una autocrítica severa sobre el asunto. Reconozcámoslo, estas repeticiones eran un fenómeno casi exótico hasta que la actualidad política pasó a estar retransmitida en directo. Se generó así una dependencia de los giros de guion de la que todavía no nos hemos repuesto. La lógica sigue siendo la de las series de televisión.
Fuimos a las urnas en diciembre de 2015 y tuvimos que volver en junio del año siguiente. Sucedió exactamente eso mismo entre los meses de abril y noviembre de 2019. En ninguno de los dos casos existió un clima editorial lo suficientemente persuasivo como para contribuir en alguna medida a que no se perpetrara semejante dislate. Nos pudo el egoísmo frente a las luces largas.
Un periodista deportivo puede relamerse la primera vez que puede contar dos finales del Mundial en el mismo año. Pero no tardará en caer en la cuenta de que convertirlo en costumbre devalúa hasta el subsuelo la trascendencia que tiene cualquier cosa por el mero hecho de hacerse sólo cada cuatro años.
Y eso que el espectáculo no pudo ser menos edificante. Rajoy llegó a hacerle una finta al rey con el argumento peregrino de que no podía presentarse a una investidura sin los apoyos en el bolsillo (el formato de dicho debate marca que es el candidato con el contenido de su discurso el que tiene que conseguir esos votos favorables).
La repetición era bien vista por buena parte de los partidos, aunque pareció salirle bien sólo a él. Pero qué poco podían sospechar en el balcón de Génova que ese Congreso de los Diputados cuya composición celebraban era el mismo que expulsaría del cargo a su líder algo menos de dos años después.
El 25 de julio de 2019, Sánchez se presentó al trámite con el único propósito de activar el reloj electoral. No hizo ni el amago de volver a intentarlo en los dos meses siguientes, en los que podía haberse presentado cuantas veces hubiera querido. En lo que a sus posibilidades de gobernar se refería, las urnas de otoño no dijeron nada distinto a las de primavera, salvo la desaparición de la opción de Ciudadanos, que él jamás exploró, por más que el muerto repose en exclusiva sobre los hombros de Albert Rivera.
Por si estos precedentes no fueran suficientemente disuasorios, María Guardiola tiene otros encima de la mesa particularmente oportunos para su situación actual. Seguramente hayan olvidado ya que andaluces y asturianos tuvieron que votar el 25 de marzo de 2012. Los primeros porque tocaba y los segundos porque Francisco Álvarez-Cascos decidió malograr su presidencia en nueve meses disolviendo al primer revés de la negociación de presupuestos.
[Guardiola quema sus naves: aguantará el pulso a Vox hasta una repetición de elecciones en otoño]
El PP acababa de echar a rodar el gobierno de la mayoría absoluta. La euforia de la ola de la nueva etapa post-Zapatero chocó contra la playa de las subidas de impuestos inmediatas. El PSOE siguió gobernando contra pronóstico en la primera comunidad y recuperó el poder en la segunda.
Compartimos y entendemos la incomodidad de Guardiola. Celebramos su afán de coherencia entre las promesas y los hechos. Pero censuramos que la salida pase por decirle al extremeño que votó mal. Si no se ve capaz de alcanzar un acuerdo con Vox dentro de los parámetros que a ella le resulten aceptables, no tendrá más remedio que girarse hacia Guillermo Fernández Vara. Al fin y al cabo, ganó las elecciones. Quién mejor que un forense para protagonizar una resurrección.