No seré precisamente yo quien se queje de que ahora los kurdos hayan captado la atención de la opinión pública.
¡Son nuestros escudos contra el Dáesh!
¡Son los combatientes que, armas en mano, han defendido al mundo entero de la versión más temible del islamismo radical!
Son mis hermanos del Kurdistán iraquí, a los que dediqué una película (Peshmerga) y luego otra (La batalla de Mosul). Y sus primos de la Rojava, en el norte de Siria, admirables por su valentía, cuyos batallones de mujeres inmortalicé el pasado 2019.
Occidente, que tanto los ha utilizado, reniega de ellos, los traiciona, los olvida: es terrible.
Una revista que, en el último año, no ha escatimado en muestras de apoyo a la resistencia ucraniana desplaza por un momento el foco de atención hacia esas capitales olvidadas del dolor y la libertad: Erbil y Qamichli. Es todo un gesto de nobleza.
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Sin embargo, hay otra guerra de la que casi nadie habla; cambiamos un olvido por otro.
La contienda que libra Azerbaiyán contra lo que queda del Alto Karabaj —Artsaj en voz de los armenios—; territorio al que un tirano sanguinario y grotesco amputó, en noviembre de 2020, tres cuartas partes de su extensión.
Es cierto que el sátrapa de Bakú, toda una encarnación moderna del padre Ubú, ha refinado sus métodos.
Ha disfrazado de militantes ecologistas a agentes de sus servicios especiales que han acudido a la zona a constatar (sic) que Stepanakert explota una mina de oro sin tener autorización y que planea (sic de nuevo) nada menos que un ecocidio.
Desde hace casi dos meses, ante la impasibilidad general, ha cortado el corredor de Berdzor, que era el último enlace entre Armenia y ese pequeño enclave que le queda.
Y el resultado de este bloqueo subrepticio es un Artsaj que sufre el racionamiento, el hambre y el frío y que un día, Dios no lo quiera, cuando completen la purga de cristianos, estará armenierrein [libre de armenios].
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¿Hace falta señalar que el cerebro que hay detrás de esta limpieza étnica es el mismísimo Erdogan, como sucede en el Kurdistán?
¿Hace falta recordar que esta Armenia humillada fue, en tiempos de los predecesores de Erdogan, escenario del primer genocidio del siglo XX?
¿Hace falta repetir que fueron ellos, los sultanes de Estambul, quienes, al negarse a reconocer aquel crimen, privaron a los descendientes de las víctimas el modesto consuelo del proceso universal de la memoria, y que por ello inventaron esa lepra del espíritu que se llama negacionismo?
¿Y hace falta repetir que el mundo, por esa misma razón, tiene una deuda de solidaridad hacia esta tierra a la que las fuerzas armadas del oscurantismo y las legiones de la barbarie y del nepotismo le han arrancado sus siglos de historia, sus bellezas y sus fragilidades?
Armenia, que precedió en 800 años a esta “hija mayor de la Iglesia” que dice ser Francia, es nuestra hermana pequeña.
La República de Armenia, perdida entre los escalones de Asia, con la pequeña joya de Artsaj reluciendo entre sus cumbres, nos llama en su hermoso idioma, que también era el de Mandelstam, y nos pide nuestra ayuda.
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Sí, sé que Armenia tiene una potencia que se supone que la apoya: Rusia.
Pero Rusia sostiene a Armenia como la soga al ahorcado.
Desde 1994, para los asesinos que ocupan el Kremlin, apoyarla consiste en sentar a la misma mesa a armenios y azeríes, y, siguiendo con la más pura tradición del lobo y el cordero, hacer que gane el más fuerte.
Significa tratar al pueblo supuestamente aliado con el mismo desdén, condescendencia y, un día, con la brutalidad criminal —¡algo sabe del tema Ucrania!— con la que siempre ha tratado a los pueblos vasallos de su antiguo imperio.
[Opinión: El papel que juega Rusia en el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán]
Significa no hacer nada que vaya en contra de Turquía, aliada desde hace tanto tiempo y con la que tanto comparte. Sobre todo, el mismo odio a Europa.
Y significa, ya de paso, no hacer nada para impedir que Rusia venda su gas a Azerbaiyán por un módico precio para que este, a su vez, lo venda carísimo a los europeos del mundo aún libre.
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Este es, en estos momentos, el mapa de la desolación que tenemos.
Se articula en torno a dos ejes.
Uno, el de las “democraturas”, cuyas capitales son, entre otras, Moscú y Ankara, y que llevan años colocando sus peones.
Dos, el de las democracias, que estamos escribiendo nuestro futuro según las líneas de fuerza y debilidad que pasan por Erbil, Qamichli, Ereván y, por supuesto, Kyiv.
De mi maestro Michel Foucault heredé la preocupación por la singularidad de las situaciones en las que está en juego la condición humana. Y también una gran desconfianza hacia lo que hoy se da en llamar la convergencia de las luchas.
[El Genocidio de más de un Millón de Armenios por el que Turquía Nunca Pidió Perdón]
Pero conservo de mis amigos de entonces, los disidentes de Europa central y del Este, la idea de que el sufrimiento trae lucidez y crea, entre los pueblos martirizados, una solidaridad de los hundidos que triunfa, al final, sobre las falsas trifulcas, el rencor y las rivalidades victimistas, otra enfermedad del alma.
Y añado —lo sabemos desde Baudelaire— que el tiempo que marcan los relojes nunca es el tiempo de verdad. Y que ese otro tiempo, el de las fraternidades profundas y —cuando esas alianzas ven la luz— el de los grandes acontecimientos es la Historia misma, la que están escribiendo los valientes del Kurdistán.
La de los armenios que luchan por salvar sus monasterios.
La de los israelíes que viven con el aliento de Irán en la nuca.
Y, en este momento, en primera línea, la de los heroicos defensores de Ucrania.