Sin llegar a los extremos de la célebre —y quizá ya sobada en exceso— canción de Georges Brassens, nunca ha sido quien esto escribe un entusiasta de la fiesta nacional como concepto genérico. Ni tampoco de sus plasmaciones concretas.
En lo que al desfile militar se refiere, quienes tenemos una edad no podemos dejar de recordar ese triste ritual que era el llamado desfile de la Victoria, que año tras año agasajaba al ganador de una no menos lóbrega guerra civil en el madrileño paseo de la Castellana.
Uno, nacido bajo la sórdida autocracia de aquel personaje, guarda incluso el recuerdo de haberlo visto en carne mortal, con sus gafas de sol y su humanidad ya enflaquecida, ufano al paso de los carros de combate que destrozaban el asfalto. No es una imagen de las que le apegan a uno al propio tiempo y lugar.
Sin embargo, y aunque suceda en el mismo sitio y tenga un aire semejante, lo que se festeja cada doce de octubre desde 1987, en virtud de una ley aprobada con mayoría de izquierdas en el Parlamento, es algo muy distinto. La llamada legalmente Fiesta Nacional de España, lejos de aquella siniestra celebración de nuestras diferencias, trata de conmemorar lo que nos reúne en torno a un proyecto común como españoles. La Hispanidad, además de un idioma, evoca una historia compartida, que con sus claroscuros inevitables no llevó del todo a mal puerto.
Incluso quienes no somos proclives a las solemnidades ni a los vellos erizados con himnos o banderas podemos convivir con algo así. No es que estemos obligados a conmovernos —nadie lo está—. Pero sí que sentimos, al menos algunos, la necesidad de respetar a quienes se conmueven. Y, en todo caso, el acto en el que la comunidad donde vivimos ha acordado celebrar su ser.
No es óbice para ello que además de sonar himnos e izarse banderas desfilen militares. Ya no lo hacen para dar fe de una victoria sobre sus compatriotas, sino para hacer profesión de su compromiso de sacrificarse, si hiciera falta, en defensa del orden constitucional y los derechos y libertades que de él emanan para todos. No es, ni mucho menos, una demostración ominosa.
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En ese contexto, y sobre esa premisa, resulta cada vez más irritante el prurito de algunos por hacer ostentación de cómo desprecian la fiesta que trata de honrar lo que somos juntos. En particular, esos presidentes autonómicos que tan arrebatados se muestran en sus fiestas patrióticas respectivas, a las que nadie les falta al respeto, mientras aquí alardean de su indiferencia.
Ambos saben que su presente y su futuro están en España. Que, entre otras cosas, esos hombres y mujeres que desfilan, y no otros, defenderán a las gentes de sus territorios si un enemigo o una calamidad amenaza su modo de vida. Estaría bien que de una vez fueran consecuentes y aprendieran a tener modales.
Chocante es también la actitud de los españoles de a pie, de todos los orígenes y ciertas ideologías, que escogen ese 12 de Octubre para ponerse en Twitter a la cabeza de la manifestación contra el legado histórico de sus antepasados. Uno es lo que es porque otros fueron lo que fueron, y muy seguro hay que estar del propio mérito y la propia capacidad para creerse por encima de lo que le legaron sus mayores. En todo caso, la Constitución reconoce la libertad de expresión y a un ciudadano particular no cabe exigirle que se abstenga de renegar de lo que le plazca.
Y no olvidemos, porque alimentan a los anteriores, a los que desde una españolidad sobreactuada dan en apropiarse de los signos de todos, desde la bandera hasta los escudos de cuerpos e instituciones armados que pertenecen, en definitiva, a cuantos los sostenemos con nuestros impuestos.
Querer convertir el 12 de Octubre en un acto sectario no deja de ser, sépanlo de una vez, un modo de sumarse a los enemigos de la fiesta nacional.