Se permitirá, a alguien más preocupado por el futuro y la suerte de la res publica que por las cabezas —coronadas o no— que ocupan su primera magistratura, la licencia de sustraerse a la ola que desde el jueves y con origen en Escocia arrolla todo.
Con el máximo respeto al ser humano desaparecido y al dolor de los suyos y de quienes lo tenían en sus afectos, más enjundiosa y más cercana es la marejada que horas antes desató desde la sede del Tribunal Supremo en Madrid quien aún lo preside.
De lo que estamos hablando con el bloqueo que desde hace ya casi cuatro años se mantiene en la renovación del máximo órgano de gobierno de los jueces españoles es de la credibilidad misma de nuestro sistema, que tanto esfuerzo nos costó poner en pie.
Un país que durante los dos últimos siglos no acertó a sostener de modo duradero una arquitectura constitucional solvente no puede por caprichos nimios, intereses ruines y personalismos obtusos arrojar por la borda uno de sus mayores logros, que nos llegó a valer incluso el reconocimiento de quienes tienen más costumbre de regatearnos cualquier tipo de mérito colectivo.
Después de tres años de aspavientos meramente verbales, ha hecho bien el presidente del CGPJ en mostrarles los dientes a los que tienen la responsabilidad de resolver la situación, y a quienes por fin ha colocado al borde del cataclismo y el ridículo. Las dudas bochornosas que esta situación incalificable proyecta sobre la plenitud de nuestra democracia, amén de la ineficiencia que el impasse actual añade a una maquinaria encargada de la garantía de derechos y libertades, hacen imposible para quien conserve alguna dignidad no plantarse con contundencia.
Ya lo hemos dicho alguna vez aquí: quienquiera que pueda albergar alguna duda sobre si hizo lo necesario para alcanzar el acuerdo que seguimos sin tener debería extender esa comezón a su propia condición de patriota. Nada hay menos patriótico que dañar a tu patria hacia dentro y hacia fuera, menoscabando lo que es y lo que a otros les parece, y ese es el efecto que produce condenar a la inoperancia, la parálisis y el colapso a uno de los poderes del Estado. Justamente el que en última instancia es el encargado de garantizar la legalidad de la acción del resto.
El reproche alcanza, aunque por distintas razones, a cada una de las dos partes que siguen sin pactar.
A la que gobierna, por no saber empeñar el peso y la capacidad de persuasión que esa posición le confiere, más la dosis de generosidad que fuera necesaria, para salir del atolladero.
A la que está en la oposición, por no ser capaz de ofrecerle a quien con la legitimidad de las urnas tiene la iniciativa otra cosa que un trágala ventajista, con el indisimulado afán de privilegiar de manera espuria el peso de su ideología en el juego de contrapesos dentro del Estado.
Podríamos tener alguna duda al respecto, si no fuera por la indiscreción de alguno de sus representantes a la hora de usar el WhatsApp.
Y ofrecer como panacea que los jueces elijan sin más a quienes les gobiernan exige a quien lo escucha el candor de creer que la judicatura es fiel reflejo de la pluralidad social. Cuando los sociólogos han establecido de modo convincente que por su propia naturaleza, y por las reglas y los tiempos de acceso a la carrera, en sus filas tienden a predominar las personas de ideología conservadora. En democracia, hay partidos que nadie puede pretender ganar, porque eso nos lleva a perder a todos.
No es sencillo dilucidar cuál sea la reforma del sistema de elección de los miembros del CGPJ que finalmente deba llevarse a cabo para superar el viciado sistema actual. Pero en tanto se despeja esa incógnita urge acabar con el presente escándalo. Y si no, que dimita Lesmes. Y ajusticiados todos.