La guerra no es bonita. Nunca lo es. Y cuanto más tiempo pasa, más insoportable me resulta pensar siquiera en las víctimas o en los daños "colaterales" de una guerra.
El hecho es que este enfrentamiento de tres días entre la yihad islámica e Israel ha sido objeto de comentarios tan absurdos, irracionales y, a veces, falsos, que uno se siente obligado a poner negro sobre blanco los siguientes hechos evidentes.
Israel lanzaba ataques dirigidos. La yihad islámica disparaba sus misiles de manera indiscriminada.
Israel tenía como objetivo túneles, arsenales y, por supuesto, a los hombres que comandaban un ejército cuyo objetivo era destruir su país. La yihad islámica atacó ciudades y pueblos donde sólo había población civil.
Fue la yihad islámica, y no Israel, la que asumió el insensato riesgo de disparar contra Jerusalén. Y fue la Cúpula de Hierro de las Fuerzas de Defensa de Israel la que se encargó de proteger esa ciudad tres veces santa, también santa para el islam.
Fueron los ataques fallidos de la yihad islámica, que se estrellaron contra Gaza, los responsables de la mitad de las 48 víctimas.
Y hemos visto, por otra parte, muchas escenas en las que un oficial israelí, cuando aparecía en su pantalla una mancha oscura cerca del objetivo que indicaba la presencia de un civil que no había oído el aviso de evacuación, abortaba en el último segundo la misión de lanzar su misil o desviaba su trayectoria en el aire. Havlagh ("contención"). Tohar haneshek ("pureza de armas"). Ein Brera ("no tenemos elección"). Bokhim vé yorim ("dispara y llora").
Estas fórmulas, que proceden de los pioneros de Israel, que tanto escuché durante mis reportajes sobre las guerras del Líbano o la primera guerra de Gaza, estas llamadas a la mesura, a actuar con escrúpulos, han permanecido, aun en el fragor de la batalla, en el seno de las reglas de combate del Ejército israelí. Es un hecho y la probidad exige que lo señalemos.
[Comienza el alto el fuego entre Israel y la Yihad Islámica Palestina tras tres días de violencia]
La yihad islámica, además, no es ese "electrón libre" con "algunos centenares" de combatientes que se nos presenta en todas partes. Es el brazo armado de una potencia, Irán, que nunca ha ocultado su deseo de aniquilar a la "entidad sionista".
No se trata de un movimiento aislado. Es el partido hermano de Hezbolá, el otro brazo armado de Irán en el frente norte, donde prepara su emboscada y tiene misiles de largo alcance capaces de alcanzar Haifa y Tel Aviv.
Estos asesinos son profesionales de los equilibrios de poder.
En el momento en que lo consideren oportuno, iniciarán la guerra que han anunciado. Guerra que, a diferencia de las guerras palestinas del pasado, como esta ya no se basa en ninguna reivindicación o disputa territorial concreta, será, en el verdadero sentido de la palabra, una guerra total.
Y, frente a esas organizaciones que todas las demás democracias consideran terroristas, frente a esos ejércitos que son primos de Al Qaeda o del Dáesh y se mueven siguiendo una ideología similar, frente a esos amigos de la muerte cuyos observadores se maravillaban, unas horas antes del conflicto, de que se hubieran abstenido, bondadosos ellos, de no disparar ni un solo misil entre el 19 de julio y el 5 de agosto, es decir, durante tres semanas, los herederos de David Ben-Gurión no tienen derecho a equivocarse ni a ser débiles.
Odio hablar así.
Sueño con un país que, como me dijo una vez otro amigo de Israel, Romain Gary, pueda dar cabida, precisamente, a su propia vulnerabilidad y fragilidad. Me gustaría un Israel más ateniense, menos espartano, en el que las fuerzas del alma brillaran tanto como las de las armas, y en el que recordáramos que ser judío es preferir las sutilezas de la ley, o la fina urdimbre de las palabras, el delicado paraguas de los comentarios, a los muros de granito o de acero tras los que los cuerpos, siempre demasiado pesados, se protegen y se sepultan.
Y creo que este deseo es factible, ya que ahí reside el corazón del genio del judaísmo, que también está en el principio del sionismo y en los fundamentos de los antiguos reinos de Israel. Desde Gedeón, que no quería ser rey, hasta Salomón, que sí quería serlo, ¿no sentían todos ellos que su honor, su kavod, residía en el precepto que enunció el profeta Zacarías: "No mediante la fuerza, no mediante el poder, sino mediante el espíritu"?
Los vecinos árabes de Israel lo han entendido.
Han acabado por comprender que la verdadera fuerza del Estado judío reside en el conocimiento y la esperanza.
Han apostado por una alianza abrahámica entre hermanos que han sido enemigos durante demasiado tiempo y que sin embargo están unidos por la compañía que se hacen en el mismo Libro.
Y esta renovada fraternidad ha sido uno de los raros y felices acontecimientos de esta nueva era de monstruosidades en la que se está convirtiendo el comienzo del siglo XXI.
Ojalá la antigua Persia tome pronto un camino similar.
Porque ningún país del mundo puede vivir con la amenaza permanente de misiles apuntando a sus ciudades. Porque los palestinos, sin aliento y sin esperanza, ya no pueden soportar más amos locales y señores lejanos que los traten como a rehenes y les arrebaten el porvenir.
Y porque un enfrentamiento directo entre los herederos de Darío y los de Gedeón incendiaría la región y sería, para el resto del mundo, casi igual de desastroso que la guerra de Ucrania o una guerra en Taiwán.
La tregua es frágil. El tiempo se está agotando.