Conozco un detector infalible de imbéciles. El radar me arde cuando alguien se define como traveller o "ciudadano del mundo". Esa cursilada sonrojante tan de los pijos. Son inquietos, son especiales. Son Gulliver, son Colón. Cocinan la aventurilla dentro porque pueden pagarla. Su pasión es viajar, dicen.
La nuestra no, sin embargo. A nosotros nos gusta morirnos de asco pegados al sofá bajo la ola de calor, mamando pelis de sobremesa de Antena 3 y bajando en chanclas un rato a la tasca a echar una cañita con el dueño del bar desértico, que tampoco ha podido creerse Willy Fog estas vacaciones.
Hablo de esta peña que se siente Ulises dando rulas para volver a Ítaca, pero que no es viajera, nunca, ni por más que lo crean. Sólo son turistas catetos, porque el viajero se implica en el lugar que pisa, se deja atravesar por él, padece sus carcomas y se emparenta con los lugareños. Ama, se envuelve, se empobrece, se arriesga, se jode. Se queda, quizá, o deja trozos de sí desperdigados por los barrios.
Pero el turista se pilla seis días en el curro y corre a hacerse la foto más chifladamente exótica de Instagram con sus dientes hijos de la ortodoncia, como de caballo con pedigrí, mientras al rato se deja servir cócteles por los paisanos y bailan para él como bufones involuntarios. Luego se va y no mira atrás. Oye, que se las entiendan.
Este lifestyle, profundo como un charco, alcanza su súmmum del lache con las pijas que cada año, por estas fechas, visitan Kenia para fotografiarse con críos famélicos como si fueran monos de feria. Las imágenes supuran todas sus intenciones. Las huelo desde aquí. Mira, en esta pic ella sale mona y se la ve multicultural a la par que maternal, cosa que le mola, porque ya que está apela a la ternura del personal y se vende como esposa, que sus amigas se están casando todas y a ver si se va a quedar la última. Tic, tac, tronca. Al niño de María Pombo ya lo han bautizado.
Se la nota solidaria y le gusta. Que se vea que también sale del Amazónico de Jorge Juan, que no todo va a ser reservado en Gunilla. Es la primera vez que ve tantas moscas juntas y eso la enerva un poco, pero es el precio a pagar por salir a buscarse a sí misma mundo a través con un Zadig enganchado. La pija está rascando el sentido de la vida después de un drama menor, como Julia Roberts en Come, reza, ama, y da la matraca a quien quiera escucharla repitiendo su mantra infalible, filosofía de su papo: "Tenemos que sonreír más. El dinero no lo es todo".
Pero sí que lo es todo para pagarse el resort luxury, tía, donde irá la pizpireta nena a esquilmar a los africanos superando los veinte litros de agua gastada al día, porque es que ella tiene mucha melena y esas mechas piden a gritos mascarilla. El safari tampoco lo financia el Espíritu Santo.
Y allá que van con el trikini, con las pestañas postizas y las trenzas boxeadoras, con las Ray-Ban y con el sombrero de paja estratégicamente adquirido para lucir campechanas. "Estos niños son tan felices… Mucho más que nosotros, ¿eh? Se ríen por todo. Están tan contentos con tan poco. Cuánto que aprender de ellos", escriben en un sentido post. "Les encanta el Real Madrid. Es que el fútbol es internacional, ¿eh?".
Es, es. Like o barbarie.
Las pijas de Kenia pueden llamarse Teresa Andrés Gonzalvo, Miranda Makaroff o Dulceida, pero son un tópico galopante, un arquetipo echado a andar. Están tan inmersas en su cuquismo que aún creen que salvan el mundo cuando les regalan gafas de sol de Zara a los chavales hambrientos, con menos luces que un hidropedal.
[Dulceida veta a JALEOS por decir que está centrifugando su imagen tras su escándalo en África]
Si no conocen el límite es porque nunca les han prohibido la entrada a ningún sitio y no saben lo que es comerse una cola, que es una cosa muy útil que te baja los humos rápido y te coloca a ras del pueblo. El planeta es suyo y se les abre en flor como un bazar divino donde todo puede comprarse, el título del máster de moda y el novio, la delgadez a golpe de maderoterapia y hasta la belleza donde Carla Barber. Ahora todas sus amigas tienen la misma cara.
Las niñas posan con los chamanes ("qué auténticos, ¿no?, total look") y los pobres hombres se quedan absolutamente zumbados con la performance de estas torcuatas. También abrazan a los bebés negros hasta que estalla el flash, pero luego los sueltan rapidito, que tampoco sabemos lo que pueden tener, ¿no?
En Madrid también hay pobres, pero no es lo mismo, no sé. El voluntariado en la meseta suena a perroflauta. No tiene glamour. Allá las niñas lindas se tapan la nariz mientras sortean al vagabundo que duerme en su portal. Qué asco, jo. Habrá que decirle al portero que lo aparte, que vaya imagen estamos dando. Huele a brick.
En Madrid decía Aguirre que los pobres espantaban al turismo. En África parece que lo atraen. La vida es una paradoja. La vida es sólo lo fotografiable.
Las pijis se harían una foto hasta con la muerte, como Olena y Zelenski en Vogue junto a sus soldaditos y sus bombas estalladas. Se hacen fotos rodeadas de pobreza y de muerte, de miseria y muerte, de vergüenza y muerte. Ellas son salvadoras blancas, influencers mesiánicas. Toda la vida buscando su propio camino. Al menos lo recorren en Mini.
Padecen ansiedad, las pijas. La enfermedad de nuestro siglo. Es agobiante su trabajo, porque su trabajo es la perfección sin grietas, sin ápice de infelicidad, sin rastro de pensamiento crítico. Ni de pensamiento, en general. A veces las cosas no salen como una quiere. A veces no sonríe el puto niño africano, y eso te revienta el post.