En 2012, mientras Londres organizaba sus Olimpiadas, deambulaba por los tenebrosos pasillos del Wolfson Institute for Biomedical Research de la University College of London con las manos ocupadas con centenares de tubos de laboratorio. Disfrutaba de una estancia sabática en aquel sitio que, en nuestro caso, quiere decir trabajar mucho más duro en una institución extranjera durante un tiempo.
Por aquel entonces, me empeñaba en buscar una relación directa entre el sistema nervioso central y el inmunológico, es decir, entre el cerebro y las defensas. Los experimentos indicaban que había algo, pero como suele pasar la evidencia se resistía a mostrarse con nitidez. Aquellos datos aún pululan en libretas de notas llenas de interrogantes sin respuestas.
Como otras veces tuve que volver a la rutina habitual de mi laboratorio en Madrid y los proyectos en marcha fueron sepultando aquellas ideas que, aunque navegaron, nunca llegaron a puerto.
Empíricamente parece clara la relación entre lo que produce los estados de ánimo y nuestra salud inmunológica. Generaciones de madres y abuelas nos han advertido de la correlación entre la depresión por un desamor y la aparición de resfriados, catarros y gripes varias.
Sin embargo, como no ha existido una comunicación fluida entre neurocientíficos e inmunólogos, se ha dificultado enormemente el desarrollo de la neuroinmunología. Siempre he pensado que hablamos con códigos diferentes y ello ha entorpecido el planteamiento de teorías en conjunto.
Mientras que los neurocientíficos estudian los neurotransmisores y las corrientes eléctricas, a los inmunólogos nos gustan los marcadores que distinguen unas células de otras y las moléculas que median en una inflamación. Mas recordemos que todo es armonía en la naturaleza.
Varios años después de aquella breve incursión mía en el tema, hoy es una verdad sin cuestionamiento que el estrés psicológico modula la acción de las defensas. Sin embargo, las vías que vinculan las redes controladoras del estrés en el cerebro con los "antidisturbios" que nos defienden presentes en la sangre circulante (entiéndase como leucocitos periféricos) siguen siendo un misterio.
Hace pocos días, un grupo multidisciplinar de científicos radicados en Estados Unidos y Canadá ha dado a conocer los resultados de su estudio sobre el tema. La publicación, aparecida en la revista Nature, tiene por título (perdonad la infame traducción): "Los circuitos motores y del miedo del cerebro regulan los leucocitos durante el estrés agudo".
Según sus datos, varias regiones del cerebro son las responsables de la distribución espacial e incluso la activación de los leucocitos (las defensas) en todo el cuerpo durante una situación de estrés.
Mediante experimentos ingeniosos, siempre en modelos animales, estos investigadores han demostrado que los circuitos motores que, según me explica la neurocientífica Laura Otero, tienen su inicio en el cerebro son capaces de inducir una rápida movilización de "antidisturbios" desde el sitio donde se generan, la médula ósea, hacia los tejidos periféricos donde pueden ser útiles para combatir una infección.
Pero no sólo eso. Algunas regiones del cerebro, como el hipotálamo paraventricular, sintetizan hormonas capaces de controlar la reubicación espacial de otros "antidisturbios". Estas reubicaciones de las células defensivas controladas por el cerebro nos indican claramente una relación entre el órgano rector y el sistema inmunológico.
Es muy interesante comprobar que el estrés agudo es capaz de reprogramar y dirigir a las defensas hacia el sitio donde se necesitan. Pero también llama la atención el frenado que se produce en las defensas mediado por neuronas en situación de estrés. Esto último es un mecanismo que parece protegernos de lo que llamamos autoinmunidad, fenómeno en el que nuestras defensas nos atacan.
Los autores del elegante trabajo que te estoy comentando, van un poco más allá y sugieren que el deterioro de las defensas que se produce en algunos pacientes infectados con virus SARS-CoV-2 se podría explicar de esta manera.
Como si de magia se tratase, estos resultados muestran que el cerebro modula la acción de las defensas durante el estrés psicológico, calibrando la capacidad del sistema inmunológico para responder a las amenazas que nos encontramos. Pero no es magia, es ciencia.