He regresado de Odesa.
En esta ciudad, tan eslava y tan francófila, que fundaron un gobernador francés y una zarina que amaba la filosofía. En esta ciudad que es, de hecho, tan ucraniana, tan rusa, y donde el escritor que soy se sintió un poco menos cerca, por una vez, del Malaparte de Kaputt que del Romain Gary de Una educación europea, nunca dejé de pensar en ti.
Pienso en lo que debes pensar, allí, en Rusia, de este arrebato de salvajismo.
Pienso en esta pesadilla a la que un nuevo zar que durante veinte años sólo ha sabido reinar con la guerra ha abocado a los ucranianos, que están siendo bombardeados y masacrados. A quienes les promete la aniquilación.
Sin embargo, también pienso, aunque en menor medida, en los amigos de la libertad que hay en Rusia.
Pienso en vuestros hijos, nietos, primos, en esos nuevos soldados de Shveyk a los que les dijeron que los ciudadanos del Donbás y de Kiev eran sus hermanos, que iban a desnazificarlos y que los recibirían con flores.
Pienso en esos 10.000, tal vez 12.000, soldados rusos que ya han muerto por la locura criminal de un único hombre. Atrapados en el barro negro y viscoso de Donetsk, donde les esperan los francotiradores ucranianos. Encerrados, a las puertas de la indómita Mykoláiv, en sus tanques, que acabarán, como la carroña, abatidos. O quemados vivos en las decenas de aviones y helicópteros de combate que han destruido en pleno vuelo las fuerzas antiaéreas de Odesa.
Y pienso en el gran pueblo ruso, pienso en la gran cultura rusa, pienso en los inmensos escritores que han ayudado a cincelar el espíritu de Europa y que, cuando se llamaban Pushkin, Gógol o Isaak Bábel no se sabía muy bien si eran rusos o ucranianos.
Y creo que es todo eso lo que, junto con las sinfonías de Tchaikovski, junto con la Consagración de la primavera de Stravinski, junto con las películas de Dziga Vértov y Tarkovski, corre el peligro de arder en todo este gran incendio.
Algunos, por supuesto, se han sumergido en este río de sangre con pleno conocimiento de causa.
Yes, I am in #Odessa. How could I not be here, with my #Ukrainian friends and heroes, fighting for our freedom? For me, it was a question of principle. For my actions to match my words. #SlavaUkraini #StandWithUkraine pic.twitter.com/GaK1fdDGI2
— Bernard-Henri Lévy (@BHL) March 16, 2022
Tal y como está el mundo ahora, la opinión pública rusa tenía el poder de estar informada, de conectarse a las redes sociales, de entender que le estaban mintiendo.
Y si no lo ha hecho, si han sido tan pocos los que han salido a las calles de San Petersburgo y Moscú, es porque hace falta valor para hacerlo, porque te arriesgas a que te den un porrazo o te metan en la cárcel.
Pero también porque, secretamente, la opinión pública está de acuerdo con su amo y, como ha expresado de manera magistral la joven cineasta Marina Stepanska, una mezcla de lavado de cerebro y cobardía le hizo aceptar y a veces desear esta guerra imperialista e implacable.
Pero tú, la persona a la que va dirigida esta carta, sabes cómo son las cosas.
Tú, amigo, ruso como el pianista Evgeny Kissin; como la bailarina Olga Smirnova; como el cineasta Kirill Serébrennikov, perseguido por un Vladímir Putin que, como Goebbels, saca la pistola en cuanto oye la palabra "cultura"; como Tugán Sójiev, el director musical del Bolshói; tú has entendido la inefable monstruosidad de lo que ha desatado el amo del Kremlin.
Tú, con quien compartí tantas batallas en la época en la que defendíamos a los disidentes, metidos en psiquiátricos o "gulaguizados".
Tú, que me pusiste sobre la pista de la obra de Solzhenitsin, sobre la lucha de Sájarov.
Tú, que te manifestaste en la Plaza Roja con las heroicas Larisa Bogoraz, Natalia Gorbanevskaya, con Víktor Fainberg y que, más tarde, lloraste conmigo la muerte de la periodista Anna Politkóvskaya, asesinada porque se atrevió a contar la guerra de Chechenia.
Tú entendiste que todo esto, todo este legado de valentía y cultura, toda esa herencia que nos dejaron Dostoievski, Chéjov, Turguénev o Herzen, es lo que está en juego en este momento en el que la historia acelera y acaba dando un vuelco.
En 1945, tras la pesadilla nazi, mi compatriota Albert Camus escribió sus cartas a un "amigo alemán" que era culpable de haber pensado que, puesto que el hombre no era "nada", se podía "matar su alma" y que el único destino digno de un heredero de Goethe era "la aventura del poder" y "el realismo de las conquistas".
Pero yo no he querido esperar a que llegue el final de esta pesadilla para enviarte esta carta.
Porque sé que, a diferencia de mi amigo alemán, tú piensas, como Camus y como yo, que "el hombre es esa fuerza que siempre acaba expulsando a tiranos y a dioses".
Y creo que, si el resultado de esta guerra está en manos de los defensores de Mariúpol, Mykolaiv u Odesa, también está en las tuyas.
Al fin y al cabo, no había tantos como tú en los días de nuestra juventud.
Eras la sal de la tierra rusa, su honor, pero no parecías más que un puñadito.
Y un día te despertaste. La tierra tembló bajo el zócalo de las estatuas de arena de los últimos dictadores soviéticos, y tú eras el pueblo.
Dios quiera que ocurra lo mismo con ese otro hombre de mármol falso, Putin, el tirano.
Haz que cada vez más seáis más, desde Moscú hasta Vladivostok e incluso en los nuevos Potemkins que vigilan Odesa a punta de pistola, los que, como Victor Hugo, gritéis: "¡Soldados rusos, volved a ser hombres!".