Hay buenas razones por las que las mujeres no llevamos escorpiones en el bolso como animal de compañía: supongo que nos acordamos de la fábula esa en la que el alacrán negocia con la rana que le ayude a cruzar el río a sus espaldas y, a pesar de que él sabe que si le pica, ambos se hundirán y morirán, lo acaba haciendo “porque está en su naturaleza”. Esto no es una justificación: es sólo un destino.
Yo añadiría que el placer que le reporta al escorpión el hecho de picar (es decir, el sentir la absoluta concordancia de sus actos con su vocación) es superior a sus propios intereses. No le eximo, no es una víctima de sí mismo: realmente le merece la pena su morir matando.
Es lo que quizá debió pensar Cristina de Borbón cuando cargó sobre sus reales hombros al guaperas de ojitos claros más obvio de la historia, tan alto y peligroso, tan falsamente naif, tan extrañamente soberbio pero dulzón: Iñaki Urdangarin, ahora exconvicto y también adúltero, porque el chaval es una joya y no se deja una mina sin pisar.
A Iñaki se le veía venir supurando golferío desde Cuenca, no nos llamemos a engaño. Es como si empiezas a salir con Julio Iglesias o con Joaquín Sabina y crees que vas a tener una relación monógama: pues mira, querida, no, la única que será monógama serás tú. Enterémonos cuanto antes: a un golfo sólo se le puede amar a fondo si también tú eres una golfa... y eso no puede imitarse.
Urdangarin llegó a nuestras portadas patrias a subrayar todos los arquetipos. A veces los tópicos sirven para simplificar el mundo y ordenarlo, o, si queremos, para prevenirnos de él. Seguro que su aura de gentleman incorregible atrajo también a Cristina: por un lado, porque, como decía Nietzsche, “cuando miras largo tiempo un abismo, también él mira dentro de ti”. Es decir, porque nos reconocemos graciosamente en el mal, porque aceptamos su peligrosa pero divertida invitación.
Es ese riesgo lúdico, morboso, excitante, que a la larga nos extiende dolorosos cheques que pagar (inasumibles, a ratos). Si una se siente torera, le echa valor al miura. Y Cristina se lo echó, con resultados públicos y notorios. Nena, lloremos moderadamente: conocíamos del juego.
Por otro lado, está esa pulsión de salvación que tanto nos satisface a las mujeres. La redención del chico malo, lo llaman, cuando en el fondo es sólo ego: yo te daré algo mejor que todos tus vicios. ¿Qué es "algo mejor"? ¿La paz? ¿La alta alcurnia? ¿La estabilidad? ¿La protección de un clan?
Cualquiera que conozca el temperamento de un militante redomado en sus pasiones, sabe que para él no puede existir ¡jamás! nada mejor que sus vicios (que se le antojan, paradójicamente, cálidos y familiares: lo extraño, lo extranjero, lo sórdido es lo otro): en fin, que ningún perro quiere rebecas con muñequitos ni confeti en sus cumpleaños. Un perro quiere ser perro: oliscar a otro can, correr detrás de las pelotas como de las promesas, lamerse la breva y tumbarse al sol. La reinserción les duele tanto como la adicción. Ya lo decía Ray Loriga: “Cada vez que alguien abandona un vicio, el demonio gana un alma”.
Por todo eso Iñaki era una profecía autocumplida, y a pesar del disgusto que se ha debido llevar Cristina esta semana entre las fotos con Ainhoa y el divorcio, la exclusiva no era tal: la noticia no es que un perla como Urdangarin te ponga los cuernos, la noticia es que no te los ponga. Sólo la prisión pudo parar su loca sed de jugueteo, o, quién sabe, quizás tampoco.
Cuando anunció su matrimonio con la infanta, Iñaki llevaba desde 1992 saliendo con una preciosa mujer catalana llamada Carmen Camí, que se quedó chiflada al enterarse por la prensa de que su novio iba a casarse con otra, ¡y qué otra! Ah, querida Cristina: ganaste, pero esas victorias duran un rato. Ahora tú eres Carmen Camí, pero tranquila, porque más pronto que tarde, Ainhoa Armentia será Cristina de Borbón. Y así hasta el infinito. El eterno retorno (¿ves como todo está en Nietzsche?). También el círculo da una extraña sensación de paz.
En el fondo, más que de Cristina, Iñaki siempre ha sido el alma gemela de Juan Carlos I. Digamos que el primero era el elefante en la habitación y el segundo el cazador. Iñaki quiso seguir los pasos de Juan Carlos en el derroche, en las trampas astutas del sexo y del dinero, olvidando torpemente que inimputable sólo era el emérito y él no, por muy guapo o muy chulo que fuese. Errores de novato.
Me imagino ahora a Juan Carlos I, por una parte reventando de empatía con Iñaki, y, por otra, protegiendo el corazón roto de su hija sin desprenderse de esa arrogancia del golfo experto, del canalla de vieja escuela, y dirigiéndose mentalmente a Iñaki para ponerle las banderillas: “I heard you’re a player. Nice to meet you. I’m the coach”.