Tener una obra tan excepcional como Fue la mano de Dios, de Sorrentino, a golpe de click en Netflix, es poco menos que un milagro. Qué accesible puede ser a veces la belleza. No sólo es, a mi juicio, la mejor película del año, también es la mejor película de Sorrentino -entiendan la gravedad de la sentencia, proporcional a su descomunal y merecido ego-. Aquí el cineasta italiano activa el ojo de la nuca y rememora su adolescencia en los ochenta, en Nápoles, con una ternura devastadora que nunca raya en la pornografía sentimental, y la contención se le agradece, que bastante circo tragamos ya.
Se le agradece también la honestidad brutal, el retrato crudo hacia adentro, hacia los confines del dolor y la memoria: a menudo Sorrentino se me hace tan ornamental, tan fastuoso y grandilocuente, que tardo un rato en distinguir el zumbido de verdad -de la verdad incómoda, seca, pura y sin cortar- que late detrás de sus símbolos arrolladores y de sus epifanías poéticas.
Eso no sucede en Fue la mano de Dios. Es como si el impenetrable y lejano artista se hubiese cansado de circunloquios y nos hubiese regalado un bisturí infalible para estudiarle las vísceras y olerle de cerca las culpas, los traumas, los terrores viejos, las inseguridades. Lo peor de uno, lo que le hace vulnerable o maniático o loco, lo que nos reconoce como obsesivos, lo que uno nunca puede contar en una primera cita sin que el de enfrente pille un billete a Asia sin fecha de vuelta. Lo que uno no puede decir en voz alta sin sentirse excesivo, ridículamente trágico o idiota.
Sorrentino nos presenta a un muchacho flaco, desgarbado, medio absorto, sin amigos y sin ningún talento conocido que habita un mundo que es tan pequeño -o tan inmenso- como su familia. Todo el mundo sabe que para conocer a alguien de verdad hay que preguntarle cómo es su padre y cómo es su madre, y qué cree que ha heredado de cada uno de ellos. Es la gran pregunta, quizá la única importante. Nuestros padres -ausentes o no, benévolos o crueles, distantes o cálidos- son el primer tren que nos pasa por encima, que nos moldea, que nos modifica para siempre. Si conseguimos ponernos en pie después de eso, caminaremos hasta el último día con la forma que nos dejó su atropello. Da igual los años que pasen: somos barro seco en sus manos todavía.
El niño de la película -Sorrentino- se hace mayor cuando descubre que su padre no es el tipo impecable que él creía conocer: que al final es sólo un hombre. Vulgar. Contradictorio. Falible, al cabo. En la vida a veces hay que elegir entre ser feliz o saber la verdad, pero crecer es también entender que la felicidad es un ensimismamiento, una forma noble de estupidez, y que el conocimiento es lo único que nos separa de las bestias, el único camino posible hacia la dignidad profunda.
Otro punto importante para mí de la película es cómo retrata que el amor se alimenta de tonterías. Las tonterías son cruciales a la hora de amar: el amor, ese monstruo mitológico, ese vertiginoso acto de fe, ese enigma para siempre, se acerca a tierra con cosas pequeñitas como un silbido cómplice, una broma de dos, un guiño a un viejo recuerdo común, un lenguaje secreto imposible de imitar con nadie más, imposible de compartir, imposible siquiera de describir a un tercero, porque si lo explico ahora ya no tiene gracia. Yo diría que una buena forma de medir el amor -algo que, por otra parte, no tiene ningún sentido- es reconocer el cúmulo de tonterías -de detalles, de coñas diminutas, de palabras resignificadas- que nos unen al otro. En los grandes conceptos nos perdemos. En las gilipolleces está todo. Está la exactitud, la unicidad. El carácter personalísimo e intransferible del amor.
Hay algo más, un tercer elemento vertebrador de Fue la mano de Dios: la idea de que "sin conflicto no hay progreso; sin conflicto sólo hay sexo, y el sexo no vale para nada". Digamos que el niño ordinario se convierte en Sorrentino -es decir, empieza a tener palabra, mirada e intención- cuando es atravesado por la tragedia. El niño deja de ser un espectador núbil y se vuelve juez y parte de su propia vida cuando recibe un golpe atroz sin precedentes: la primera gran hostia que casi te tumba pero que al final notas que te recoloca, que te pone en camino.
Esta es una verdad terrible, de hecho, es tan terrible que ojalá no fuera verdad: es el hallazgo del dolor lo que nos crea una voz propia. Hasta entonces somos corderillos mudos, ingenuos y dichosos dando botes en la pradera: no tenemos sueños porque lo tenemos todo, no vemos las grietas del mundo porque jamás hemos pensado, no poseemos ni amor propio porque no somos autoconscientes, no sabemos defendernos porque no creemos que exista el peligro. En realidad, hay gente que nace y que se muere así, como esos pobres ternascos: gente que se pasa la vida entera sin hacerse una puta pregunta hasta que un día los llevan al matadero y arrugan el gesto en el último segundo, extrañados. Después volvemos a verles asaditos o guisados al chilindrón.
En el caso de Sorrentino este deslumbramiento atroz, este encuentro primero con la devastación, cobra un sentido especial, y es que es su desgarro sentimental el que inaugura su voz narrativa. El que le hace plantearse qué tiene que decir, cuál es su relato como ser humano. El que le salva del matadero y le convierte en lobo bello y sofisticado y orgulloso y tensamente pacífico: ahora le miras y sabes que si no te rebana el cuello es porque ha decidido no hacerlo. Ahora ha canjeado en inteligencia todo su dolor. No es el arte el que le lleva al hoyo, es el hoyo el que le lleva al arte. Y al final, por fin, el atisbo de esperanza, como en los sueños en los que a uno le persiguen incansablemente los malos y de repente, vuela. Al final, por fin, uno despega bendecido hacia el futuro.