Investigar la propia memoria histórica entraña un gran riesgo: nos lanzamos al pasado con la esperanza de encontrar la democracia reflejada en nuestros ancestros... Pero la ejemplaridad se torna una condición escasa cuando se mira a la España de los treinta. En plena guerra, a ambos lados del frente, los niños jugaban a emular fusilamientos. Los campos de Castilla -y de casi cualquier sitio- estaban repletos de víctimas y verdugos.
Estos dos adjetivos -y ahí viene la complejidad del asunto- fueron intercambiables en cientos de casos. Ser asesinado por Franco no convierte al rector de una checa en un hombre de paz... y morir torturado en el Madrid republicano no justifica la dialéctica falangista de los "puños y las pistolas".
El ruido mediático, orquestado con exhumaciones y cambios de calles, impide la reflexión. Creo que lo decía Baroja: cualquiera que se asome a su árbol genealógico encontrará, por lo menos, un criminal en las cinco generaciones que le preceden.
No se me olvida la mirada vidriosa de la hija de un general golpista de 1936. "La guerra fue una tragedia... Que no se repita", me dijo. Y las lágrimas le corrían por la cara, como las gotas por la ventana en un día de lluvia.
Sólo conscientes de que los hijos nunca tendrán la culpa de los pecados de sus padres y de que nuestro apellido -hace cien, doscientos o quinientos años- también estuvo manchado de sangre podremos abordar un debate tan complejo como el suscitado por el "borrado" en los textos sobre Miguel Hernández.
El hijo de un alférez franquista que juzgó al poeta ha logrado mutilar determinados textos para borrar las huellas de su ascendiente. Dice que la figura de su progenitor ha sido maltratada con trazo grueso, que no fue verdugo, sino víctima. Y puede que tenga razón. O no. Desconozco su trayectoria. Pero estuvo allí, en el consejo que decidió sobre Hernández, y eso no tiene vuelta de hoja.
No sería la primera vez -comprando la versión de este señor- que uno de aquellos alféreces hubiera dictado penas en contra de su voluntad, por miedo a las consecuencias -no trato de blanquearles, esos casos no fueron mayoría-. Pero guerra y posguerra están llenos de matices. Pongamos que sí, que el ya famoso Antonio Luis Baena Tocón hubiese sido víctima del falseamiento de la Historia... ¿No sería mejor contarlo?
¡Triunfo editorial! ¡Éxito de ventas! ¡Justicia histórica... y poética! El rostro de Baena Tocón en la portada, un buen subtítulo. Algo así como: "La biografía hasta ahora inédita de quien no quiso condenar a Hernández".
La censura nunca puede ser el camino. Incurriríamos en el peligroso ejercicio del olvido impuesto. El mismo que poseyó a las máquinas de escribir en las retaguardias. De prosperar esta tendencia, nos arrollaría un peligroso efecto dominó, que carcomería nuestros recuerdos y nuestras fuentes hasta dejarnos sin reportajes, novelas, películas...
Hace tres o cuatro días, por cuestiones que no vienen a cuento, manejé una condena a muerte dictada en el franquismo recién nacido de 1936. Obtuve la foto de lo que buscaba. Los nombres y apellidos de quienes protagonizaron la escena. Una conclusión; mil y un caminos abiertos para seguir escribiendo. El rastro delata al verdugo y dignifica a la víctima, pero también da al presente la oportunidad de dibujar los matices y enmendar los adjetivos si no se corresponden con la realidad. ¡Dejemos los papeles en paz!