El 9 de diciembre de 1824 se puso el sol en el Imperio español. En las cumbres andinas de Ayacucho los cóndores se cebaron con los últimos restos del ejército del virreinato de Perú. El comandante en jefe José de Canterac y el virrey José de la Serna fueron capturados por las tropas independentistas peruanas y de la Gran Colombia del general Antonio José de Sucre. En el mismo campo de batalla firmaron la capitulación de lo poco que quedaba de la América española.
A pesar del desastre, la bandera de España aún ondeaba malherida y agonizante en las islas de Chiloé en el océano Pacífico. En los Andes un fanático absolutista seguía luchando por su cuenta, Potosí aún se mantenía fiel y en el asediado puerto peruano de El Callao, un brigadier esperaba la llegada de refuerzos que nunca llegarían. Su nombre era José Ramón Rodil y Gayoso y estaba atrincherado desde octubre del mismo año junto a 1.109 soldados y 9.000 civiles en la Fortaleza del Real Felipe. Según sus cálculos antes de quedar cercado, solo tenía comida para dos meses, pero aguantó casi dos años.
Primero pensó que las noticias de la derrota en Ayacucho eran una treta para que entregase la plaza y, cuando llegaron emisarios de Cantercac y de La Serna, se indignó. No iba a cumplir órdenes de un virrey capturado. Su deber, pensaba, era defender El Callao hasta el límite de sus fuerzas. Aquel fue el último bastión del Imperio en América del Sur. El 2 de enero de 1825 un colérico Simón Bolívar que no esperaba tal cabezonería declaró aquel reducto fuera de la ley al no aceptar la capitulación de Ayacucho.
Al acabarse las raciones sacrificaron a los caballos y a los asnos. Más tarde a los perros y gatos. Cuando entre el tronar de la artillería se hacía el silencio y dejaron de oírse ladridos y maullidos, comenzaron a comerse a las ratas. Siempre existió la sospecha de que algunos soldados desesperados recurrieron al canibalismo.
"Como buen militar que era, fue plenamente consciente de que no tenía sentido una resistencia numantina. No, no pensaba en un suicidio, por muy heroico que fuera. Estaba plenamente convencido de que su resistencia daría tiempo a organizar una verdadera 'reconquista' del Perú. Pero no acertó en sus cálculos", explica María Saavedra Inaraja, directora de la Cátedra Internacional CEU Elcano de Historia y Cultura Naval, en su artículo La resistencia sin esperanza. El caso de Rodil en El Callao publicado por la Revista de Historia Militar.
"Bocas inútiles"
Rodil, gallego y veterano de la Guerra de Independencia española, estaba convencido de que el rey Fernando VII no iba a abandonar a sus hombres. Su fortaleza, destartalada por la guerra, había cambiado de manos varias veces. Una parte de las tropas bajo su mando eran desertores argentinos que se habían pasado al bando realista y entregado la fortaleza en 1823 porque sus oficiales no les daban pagas. Asediados por tierra y mar, aplicó un régimen carcelario para evitar las fugas. Más de un soldado fue llevado al paredón por sedicioso y desertor. Llegó a fusilar a 36 "conspiradores".
Los civiles refugiados tras sus murallas debían traer sus propios alimentos. En su mayoría eran personas importantes de las élites limeñas y las cortes virreinales que, con el paso de las semanas y los meses, se dieron cuenta de que nada servían sus pesos, joyas, vestidos y sedas con el estómago rugiente. Los horrores del asedio no tardaron en llegar, "me están atormentando las enfermedades del escorbuto, vicho o disentería e hidropesía, peculiares de navegaciones o sitios largos", dejo escrito en sus diaros el brigadier. Poco a poco, como un goteo, aumentó el número de sitiados que morían de hambre.
Entre sus decisones más controvertidas está la de expulsar de la fortaleza a mendigos, ancianos, niños y demás "bocas inútiles" que no colaboraban en la defensa y a las que no podía alimentar. En sus memorias y cartas se quejó de Roque de Guruceta, jefe de la escuadra española en el Pacífico que, al conocer la derrota de Ayacucho, partió hacia Filipinas dejándole a su suerte en lugar de combatir a las escuadras peruanas y chilenas que bloqueaban la fortaleza asediada y las islas de Chiloé.
Los últimos de Perú
El fanático absolutista Pedro Olañeta, que como Rodil siguió luchando por su cuenta tras Ayacucho, murió en abril de 1825 en Tumusla, en el Alto Perú. Aún no se sabe si el disparo fatal vino de sus propios hombres. Se había negado a reconocer la Constitución de Cádiz en el trienio liberal y se consideraba "único defensor del trono y el altar". Los últimos focos realistas se apagaban poco a poco y en El Callao, la situación era cada vez más y más desesperada.
"¿Y todavía encontrará usted, general, un motivo de honor que autorice sus medidas? (...) Si el exceso de consideración al bien de mis semejantes; si el respeto que inspiran siempre los guerreros valientes no me alucina, yo distingo la línea hasta donde alcanzan los deberes de usted como general, y la que señalan los oficios de la humanidad", escribió a Rodil en julio de 1825 Manuel Blanco Encalada, almirante de la escuadra de bloqueo.
Desde Madrid, el rey celebró su resistencia en sus Consejos de Estado, pero no movió un dedo por ellos. En Perú siguieron encajando cañonazos y repeliendo asaltos. Los últimos días del asedio de aquel abandonado castillo del siglo XVII fueron un infierno. Rodil seguía confiando en que los refuerzos del rey estaban de camino, en algún punto del océano. Mientras, su plaza era bombardeada día y noche. El 19 de enero de 1826 Chiloé cayó en manos chilenas y el hechizo del brigadier se rompió. Comprendió que no había ninguna flota en camino.
El 23 de enero, capituló de forma honrosa ante Bartolomé Salom, general venezolano responsable del asedio. Junto al férreo gallego que llegó a ser presidente del Consejo de Ministros en tiempos de Isabel II, se entregaron 444 soldados y 870 civiles convertidos en delirantes muertos vivientes. Habían resistido uno de los asedios más horribles de todas las guerras de emancipación de la América hispana.
Amnistiados por su valor, los que quisieron fueron reembarcados a España donde, al igual que el resto de supervivientes del ejército realista de Perú, fueron conocidos como "los ayacuchos", una casta de soldados malditos cuyo crimen fue ver al Imperio español desvanecerse ante sus ojos.