El 16 de marzo de 1758 más de 1.500 gargantas gritaron en lengua comanche y se lanzaron al galope, tocados con plumas, sobre la Misión de San Sabá, en el actual estado de Texas. La empalizada que rodeaba la iglesia, sus dos frailes y los cuatro soldados que estaban de guarnición poco pudieron hacer ante la turba guerrera. La misión fue incendiada y devastada. No hubo supervivientes. Solo un fraile, Miguel Molina, logró esquivar la muerte al estar en el cercano presidio de San Luis de las Amarillas. Años más tarde se abandonó el lugar y el religioso encargó una pintura para recordar a sus compañeros mártires.
Aquella masacre fue seguida de un mar de actividad en toda la línea de presidios al norte del virreinato de Nueva España. Al año siguiente 600 soldados españoles apoyados por tlaxcaltecas y algunos apaches devolvieron el golpe en una campaña de castigo que acabó con 55 comanches. Aquella era la tónica habitual de una brutal guerra de guerrillas entre las diversas naciones indias que habitaban en lo que hoy es el norte de México y el suroeste de EEUU.
Entre el océano Pacífico y el golfo de México llegaron a existir, no todos al mismo tiempo, más de cien presidios. En las costas de California y Florida, ciudades como San Agustín contaban con grandes baluartes de piedra y temían una incursión naval o terrestre de Inglaterra, Francia o cualquier otra potencia europea. En las remotas provincias del interior, el Septentrión, entre los desiertos de Sonora, Mojave y las Grandes Llanuras, la guerra era más difusa y permanente.
El presidio
Aquellos remotos puestos más allá del antiguo territorio azteca tuvieron suertes e historias muy diversas. Parientes lejanos de los praesidium del Imperio romano defendidos por condenados (de ahí el nombre), aquellos presidios que formaban un 'muro' tenían como objetivo defender el limes novo hispano, organizar patrullas y expediciones de castigo.
Construidos con adobe, madera o piedra -dependía de los recursos que hubiera en la zona-, algunos se convirtieron en ciudades como San Diego; otros se abandonaron tras varios asaltos, como San Sabá a pesar de haberse reforzado con muros de piedra tras la masacre. Otros fueron arrasados sin compasión, como Terranate, donde murieron 98 españoles. Aquel puesto maldito se empezó a construir en 1775 y fue abandonado cinco años después. Acumuló bajas desde el primer día, constantemente asediado por los apaches.
"Contrariamente a lo que se suele pensar, la población de los presidios no era exclusivamente de soldados españoles, había un buen número de soldados-colonos que eran castas (mestizos) con todas sus variantes (castizos, mulatos, moriscos, coyotes, lobos y más), e indios hispanizados; había también sirvientes y esclavos, que eran de ascendencia africana o indios capturados en guerra", explica Javier Torre Aguado, catedrático de Literatura española en la Universidad de Denver, en su estudio El presidio, publicado en la revista Desperta Ferro Moderna.
Bajo la sombra y protección de estos fortines defendidos por cerca de 50 soldados se refugiaron colonos, rancheros y se levantaron misiones. En estas últimas residía un grupo indígena -que podía estar por decisión propia u obligado- al que los monjes cristianizaban y enseñaban castellano y técnicas agrícolas y ganaderas. Algunos huían a la primera oportunidad para vengarse más tarde. Otros podían terminar sirviendo en el presidio cercano bajo los estandartes del rey.
Apaches y comanches
"La experiencia de muchos años ha manifestado que las parcialidades de apaches, comanches y más gentiles fronterizos que nos hostilizan no son reductibles ni capaces de admitir la razón y la persuasión, y que por su barbarie, ferocidad y natural desidia con que se crían, no pueden vivir con sosiego y tranquilidad en su propio país", se quejaba en 1783 Felipe de Neve, jefe de la Comandancia de las Provincias de Interior, a José de Gálvez, ministro de Indias.
En el siglo XVI llegaron los primeros caballos a las Grandes Llanuras. Aquel animal cambió los roles entre las decenas de naciones y pueblos indígenas nómadas y seminómadas que allí habitaban. Algunos incluso abandonaron su incipiente agricultura del maíz y frijol para lanzarse a la caza del gran bisonte. Ampliaba su radio de movimiento y se volvió un artículo preciado, junto a las armas de fuego y las herramientas de metal de los europeos, por el que comerciar o guerrear.
En algunas ocasiones las bandas que cambalacheaban también aprovechaban para robar ganado, cosechas y asaltar algún poblado para secuestrar mujeres y niños. Cuando la noticia llegaba al presidio se preparaba a toda prisa una columna de rescate que tomaba represalias.
"En honor a la verdad, hay que decir que, tras esas expediciones, las tropas españolas regresaban con aquellos que podían rescatar y también con mujeres y niños indios cautivos que iban a servir como criados en las casas hispanas, en un proceso de aculturación forzada", explica Torre Agudo.
El fin de la guerra
En aquella remota frontera no todo eran brutales golpes de mano nocturnos y cabalgadas al amanecer. La mayoría de presidios se encontraban junto a arroyos, tierras de cultivo y rutas de paso de comerciantes en los que se daban intercambios pacíficos. En muchos de ellos han aparecido abalorios y restos de orfebrería indígena. Un hallazgo muy peculiar conservado en el Museo Estatal de Arizona consiste en una baraja de naipes española confeccionada en cuero por los conocidos como "apaches de paz".
"Según lo que hemos experimentado del nuevo conocimiento que hemos adquirido de esta nación, es que podrán ser duraderas sus paces, siempre que se les tratase con cariño y amor, cuando vengan a hacer sus visitas a este presidio y se tenga el cuidado de hacerles algún obsequio anual a los capitanes y principales de dicha nación, sin olvidar a los muchachones", explicó en su informe al virrey el comerciante Javier de Chávez, que había pasado gran parte de su infancia como cautivo de los comanches y vendido por estos a los taovayas.
Tras casi dos siglos de lucha intermitente y feroces escaramuzas olvidadas, el virrey Bernardo de Gálvez -que en alguna ocasión había sido derrotado por los comanches- decidió seguir los consejos de Chávez y llegó a un frágil acuerdo de paz con sus belicosos y orgullosos vecinos del norte a finales del siglo XVIII.
Los combates y las cabalgadas cesaron hasta la independencia de México en 1821. Con el virreinato desmantelado, los presidios siguieron funcionando, unos bajo la bandera del águila y el nopal y otros bajo las barras y estrellas de un Washington en guerra permanente contra los nativos. "Hoy en día, los presidios españoles en EEUU que aún quedan en pie son algunos de los edificios más antiguos e históricos del país", cierra Torre Aguado.