Historia de una absolución familiar
El título de esta columna es el de una monumental trilogía novelística escrita por Germán Marín (Santiago de Chile, 1934).
Marín es escasamente conocido en España, a pesar de que, exiliado de la dictadura pinochetista, vivió en Barcelona cerca de quince años (de 1976 a 1992), durante los cuales desempeñó toda suerte de tareas editoriales, sin excluir la de “negro”. No son precisamente gratos los recuerdos que conserva de la que él llama, para sí, “la ciudad cancelada”: “Permanecí allí obligado por las circunstancias políticas, ajeno a ese mundo, en el que ni siquiera logré afincar un recuerdo al que hoy pudiera aludir. Sólo veo la nada en ese pasado que, al menos, me enseñó a ser extranjero”.
Fue en Barcelona donde Marín concibió y al parecer escribió buena parte de Historia de una absolución familiar, cuya publicación, posterior a su regreso a Chile, se prolongaría a lo largo de más de una década (1994, 1997 y 2005). Cuando apareció el primer tomo, Círculo vicioso, habían pasado más de veinte años desde que Marín publicara su primera y hasta entonces única novela, Fuegos artificiales (1973).
Círculo vicioso causó impacto en Chile, donde fue muy bien acogida por la crítica y los lectores. El año siguiente publicaría Marín una nouvelle, El Palacio de la Risa (1975), que aún hoy sigue contándose entre los libros más logrados y contundentes sobre lo ocurrido en Chile durante los años de la dictadura. En muy poco tiempo, así, y a contrapelo de las tendencias que imperaban en la narrativa chilena de los noventa, Marín pasó a convertirse en un autor importante y respetado, si bien algo desplazado dentro del canon de la literatura de su país, no sólo por su trayectoria tan irregular (“cuando el resto de su generación publicaba ruidosamente, Marín masticaba lentamente esta trilogía de más de dos mil páginas”, observaba Rafael Gumucio), sino también porque nunca ha dejado se ser contemplado con reserva por parte de las autoridades culturales, recelosas de la crudeza, del humor sangrante y socarrón, del carácter desabrido y desinhibidamente resentido de un escritor que no tiene empacho en declarar cosas de este tenor: “Uso a Chile como un enorme basurero en el que puedo rastrear para escribir. Yo soy un novelista que vive de escarbar la basura”.
Contemplada en su conjunto, Historia de una absolución familiar (difícil de conseguir, me temo, para el lector español) constituye un portentoso ejercicio de desconstrucción personal, una verdadera hazaña de lo que hoy se entiende por “autoficción”, tendencia a la que Marín se adelantó con rigor y radicalidad asombrosos. Él mismo se ha referido a su trilogía como un “ajuste de cuentas”, tanto con su país como con su familia y, por encima de todo, consigo mismo. Los tres tomos, cuya lectura genera una extraña adicción, progresan en tres estratos superpuestos: por un lado, está la crónica familiar y personal; contrapuntándola, el sórdido “diario de Barcelona” que Marín lleva durante los años en que se supone que está escrita la novela; y finalmente las abundantes notas en las que un fingido editor de la novela comenta, puntualiza y documenta, de manera a menudo digresiva, todo tipo de alusiones del texto, de usos lingüísticos, de marcas de la época, sirviéndose para ello de una supuesta correspondencia mantenida con el autor durante su exilio.
La precaria épica de la memoria es atravesada de este modo por la ruina del presente, y la confesión es sometida a una tensión metaliteraria que la complica, la amplifica y la cuestiona. Todo ello con un impresionante alarde de desarraigo y de impudicia, servido en “una prosa espesa y ondulante” (Matías Rivas) entre cuyos modelos más reconocibles se encuentran Onetti y Benet.
Marín es un autor admirado y querido por las promociones más jóvenes de escritores chilenos, con algunos de los cuales ha ejercido de tutor y mantiene una jocosa y confiada relación. Muchas veces había recibido yo insistentes recomendaciones de leer Historia de una absolución familiar, y otras tantas me había disuadido su extensión intimidante. Circunstancias propicias me han impelido ahora a leerla por fin, y me alarma pensar (tanto más si imagino de qué otros descubrimientos me privan los malos cálculos de lector codicioso de su tiempo) qué gran novela iba a perderme.