La modernidad de Antonio Nebrija
Quinientos años después de la muerte de Elio Antonio de Nebrija, la modernidad del sabio de Lebrija, autor de la primera Gramática española y de un manual de latín esencial en la Europa de su tiempo, mueve al asombro.
Aurora Egido
De la Real Academia Española. Filóloga y miembro de la Comisión científica del V Centenario de Nebrija
Clásico y actual
El nombre de quien se bautizó a sí mismo como Aelius Antonius Nebrissensis parece resonar con aires nuevos gracias al homenaje que se le tributa desde distintas instituciones públicas y privadas con motivo de la celebración del V centenario de su fallecimiento. Convertido durante siglos en autoridad, tanto dentro como fuera de España, gracias a sus Institutiones latinae (1481), que fueron el pilar fundamental de la reforma de la enseñanza del latín, su Gramática de la lengua castellana (1492) abriría paso, a su vez, en España, América y Filipinas, a muchas otras en el arte de reducir a reglas las lenguas vulgares.
Pero esos y otros trabajos dedicados a la lexicografía y a la ortografía castellana no se entienden, en puridad, sin la restitución de la latinitas; una operación que también llevaron a cabo Scaligero, Mancinelli o Erasmo con el concurso de la auctoritas, basada en la lectura de los clásicos y en la dignificación de los Estudios Humanísticos.
Deberíamos plantearnos seriamente cuál es el lugar que concedemos a la figura de un clásico, cuya esencia consiste precisamente en ser siempre actual y, por tanto, moderno
De ahí que “deprender por arte la lengua que todos los españoles habían deprendido por uso” tuviera que basarse en dotarla de una dignidad perdida y en volver a la tradición grecolatina interrumpida durante siglos. El desarrollo de las lenguas debía ir unido además al de la literatura y, en el caso de la española, era necesario colocarla a la altura de la italiana.
Elio Antonio de Nebrija tuvo, no obstante, algunos objetores. Pensemos en la Paraenesis ad litteras (1529) de su alumno Juan Maldonado, que arremetió contra la memorización de las infinitas reglas del “Antonio”, impuesta por maestros que no dominaban bien el latín; o en la Minerva (1587) del Brocense, cuyo racionalismo influiría en la Gramática de Port-Royal y posteriormente en las teorías actuales de Chomsky y los generativistas.
Pese a ello, la de Nebrija seguiría siendo la piedra de toque de las gramáticas, basadas, como la de Lorenzo Valla, en el usus scribiendi de los antiguos. El carácter normativo de sus obras se consolidó además al convertirse por real cédula en texto obligatorio hasta el siglo XIX.
Las obras de Nebrija han ido íntimamente unidas a la enseñanza del latín y de las lenguas vulgares, pero en el siglo XXI, cuando el primero brilla a veces por su ausencia en los programas docentes, las Humanidades se minimizan o relegan a cursos especializados y el estudio de la lengua se desliga de la literatura, deberíamos plantearnos seriamente cuál es el lugar que concedemos a la figura de un clásico, cuya esencia consiste precisamente en ser siempre actual y, por tanto, moderno.
Decía George Steiner que los clásicos “nos leen” y, ante el espejo roto de las lenguas clásicas y la baja consideración actual de las Humanidades, tal vez convenga librar una nueva batalla contra los bárbaros como la que Nebrija sostuvo en sus días desde las aulas.
Ojalá que no necesitemos otros cien años, al igual que Jorge Luis Borges respecto al III centenario de la muerte de Luis de Góngora, para celebrar debidamente el buen nombre de un hombre indiviso, que quiso restituir el castellano como digno heredero del latín y del griego.
Juan Gil
De la Real Academia Española. Latinista y presidente de la Comisión científica del V Centenario de Nebrija
La figura de Antonio de Lebrija nos atrae hoy por muchos motivos. En primer lugar, en toda su obra prima el imperio de la razón, algo obligado en un aristotélico convencido como él, que quiso someter todo a crítica, salvo los dogmas. Así, a su juicio, una cosa era la inspiración divina y otra el texto de la Biblia, copiado por escribas y, por tanto, sujeto a errores humanos, que requieren enmienda. De aquí surgió su enfrentamiento con la Inquisición, reacia a permitir peligrosas libertades.
La razón impone un método riguroso, que trae aparejados orden, claridad y concisión, a la par que estimula la curiosidad intelectual. Todas estas virtudes brillan en los libros de Lebrija, que, como Aristóteles, se dirigió derecho a la meta, sin perderse en los recovecos del camino, y que, al igual que su maestro, abrió su espíritu a todas las disciplinas, incluso a la Cosmografía, y a todas las novedades, sin rechazar los exóticos vocablos del Nuevo Mundo. La adhesión al estagirita tuvo una dura contrapartida: un varón tan enamoradizo tuvo que sostener, quizás a regañadientes, la imperfección natural de la mujer.
Como pedagogo no tuvo precio. Fundó la gramática y la ortografía del castellano (recuérdese su áurea recomendación: “hay que escribir como se habla y hablar como se escribe”)
Como pedagogo no tuvo precio. Lebrija revolucionó la enseñanza del latín con sus Vocabularios y con su Arte, ilustrada en lo posible con ejemplos tomados del romance; fundó la gramática y la ortografía del castellano (recuérdese su áurea recomendación: “hay que escribir como se habla y hablar como se escribe”), y hasta quiso implantar, soñador y ególatra, un metro universal: la medida de su propio pie.
Fue inmensa la capacidad de trabajo del severo gramático, que, no contento con editar exclusivamente obras de poesía, rindió culto a las Musas y puso en dísticos –lo más fácil de memorizar– las sentencias de los filósofos presocráticos; un originalísimo y frustrado empeño de enseñar filosofía en verso.
Los derechos individuales encontraron en Lebrija un acérrimo defensor. Su desmedida vanidad lo indujo a desvaríos (entroncar con los emperadores romanos llamándose disparatadamente “Elio Antonio”, o presentarse como el debelador de la barbarie), pero también lo llevó a dignificar la profesión del gramático (es decir, del profesor de latín), cuando el latín era la lengua de la cultura europea, y a sostener que, en cuestiones lingüísticas, todas las disciplinas habían de someterse a su criterio; de ahí que se atreviese a corregir el léxico jurídico y médico.
Además el gran sabio, padre de nueve hijos, defendió a capa y espada los derechos de autor, consiguiendo que la reina le concediese el privilegio de impresión de sus obras en exclusiva durante unos años, y buscó a codazos el nombramiento de cronista regio: un espaldarazo a la economía familiar y a su vanagloria.
Por último, Lebrija resulta hoy muy actual por su amor al terruño: tomó como apellido el nombre de su lugar natal para poder fundirse juntos, la villa y él, en la misma gloria, y siempre gustó de recordar los vocablos más característicos de la marisma gaditana, de modo que bien pudiera decirse que fue el primer investigador del léxico andaluz. Su interés polifacético hace de él un hombre realmente moderno.