Retratos. En la exposición de Lucian Freud (1922-2011) en el Thyssen hay, al menos, dos óleos en los que aparece Lady Caroline Blackwood (1931-1996), hija del marqués de Dufferin y de una de las herederas de la cervecera Guinness, y explosiva oveja negra de su aristocrática y acaudalada familia. Caroline, por quien me interesé cuando leí dos de sus tremendos libros –publicó once–, fue la segunda esposa del pintor, quien la retrató en seis ocasiones entre 1953 y 1959.
La última vez, en Málaga –él, entregado al juego; ella, bebiendo–, al borde del mar y la ruptura. Freud, íntimo amigo de Francis Bacon hasta que tarifaron con estruendo en 1970, todavía mantenía escarceos amorosos en un triángulo homosexual integrado por los también pintores Adrian Ryan y John Minton. Caroline abandonó a Lucian sin descendencia. Lucian tuvo un número de hijos incalculable –hay identificados catorce–, fruto de su relación con su primera mujer, Kitty Garman, que también plantó al artista y que aparece retratada (Muchacha con rosas, y más) en el arranque de la exposición, y, sobre todo, con sus incontables amantes. Ella tuvo cinco, una se suicidó con una sobredosis de heroína.
En la cama. El tercer y último marido de Blackwood, después del pianista Israel Citkowitz y entre medias de sus numerosos e ilustres amantes (el fotógrafo Walker Evans, entre ellos) fue el eminente y muy trastornado poeta norteamericano Robert Lowell. Existe la leyenda de que el inestable Lowell, recién rota su relación con Caroline, murió de un infarto en Nueva York cuando regresaba en un taxi al arrimo de su esposa anterior, la escritora Elizabeth Hardwick.
Blackwood gastaba un humor color ala de mosca: ya muy enferma, convocó a sus amigos a una fiesta en la que puso en escena su propio velatorio
Ese cuento dice que Lowell falleció abrazado a un retrato de Caroline. ¿Cuál? Muchacha en la cama (1953), que puede verse en el Thyssen –Caroline, grandes ojos, acodada entre sábanas– junto a otro, Habitación de hotel (1954), en el que ella, también en la cama, se tapa parte de la cara con una mano, ansiosa o en pánico, ante la mirada entre distante y crítica de un Lucian Freud que se autorretrata en claroscuro y con las manos en los bolsillos. Están pintados en París, adonde ambos se fugaron velozmente tras ser presentados por la mujer de Ian Fleming.
Blackwood contaría que la pareja fue a visitar a Picasso en su casa parisina, que el pintor español la invitó a ver las palomas que tenía en la azotea y que, de pronto, se le echó encima. También trascendió que Picasso le pintó las uñas de colores y que Caroline no se lavó las manos en varios días.
Libros. Fue Lowell quien animó a Caroline a escribir libros, ya cumplidos sus cuarenta años. Blackwood se había acreditado como periodista con reportajes sobre temas candentes como los beatniks, el Ulster o el feminismo. Alba ha publicado tres libros de Caroline Blackwood, dos los leí seguidos hace un par de años: son sus primeras novelas, La hijastra (1976) y La anciana señora Webster (1977), ambas de eco autobiográfico.
La hijastra, una novela epistolar muy moderna de estilo y de tono, narra el desquicie familiar de una mujer que quiere ser pintora y que mantiene una horrísona relación con sus hijas tras ser abandonada por su marido. En La anciana señora Webster, con terroríficos tintes de suspense y postgóticos, Blackwood parece ajustar cuentas con las muy perjudicadas mujeres de su familia, sin renunciar, como en la anterior, a un humor siniestro.
La “musa peligrosa”, como la calificó su biógrafa Nancy Schoenberger, gastaba un humor color ala de mosca: ya muy enferma, en 1996, convocó a sus amigos a una fiesta en la que puso en escena su propio velatorio. Sonó el teléfono. Era Lucian Freud. Hablaron en privado durante media hora. Caroline Blackwood murió poco después.