Historias del Kronen: Aquel "peor" verano
Cuadro del pintor Antonio López, Madrid desde Torres Blancas
Con un estilo coloquial y unos personajes proclives a los excesos, José Ángel Mañas obtuvo el Premio Nadal en 1994 con Historias del Kronen. Su protagonista, un veinteañero madrileño, relata el viaje a los infiernos que supone un verano en la capital, cuando no hay más evasión que el desenfreno y la juventud acaba por pesar como un estigma. El realizador Montxo Armendáriz (con un guión firmado a medias con el propio Mañas) rodaría una versión cinematográfica apenas un año después de la publicación del libro.
José Ángel Mañas pintó con su novela ese verano en tierra en el que el hastío promueve ciertas rebeldías que no van a ninguna parte; ciertas fugas de algo tan negro como la propia realidad. Así lo entendemos cuando al libro le vemos maneras de inmortalidad y lo catalogaríamos como ese raro clásico.
Hay un verano sobredimensionado y fresco, y edénico y placentero (lo evocamos en la anterior entrega de esta serie), pero, en estas latitudes nuestras, la luz y la canícula van a propiciar otras conductas que son hijas de la ira y del aburrimiento: son las que se ven al otro lado de la barra del Kronen. La novela, como el propio verano, arranca 'in media res': "Me jode ir al Kronen los sábados por la tarde porque siempre está hasta el culo de gente. No hay ni una puta mesa libre y siempre hace un calor insoportable". Casi todo el verano de Historias del Kronen nos viene de la confesión en carne viva del narrador, hijo prototípico de la buena familia madrileña para el que los días del verano en la Meseta son el prólogo incómodo al viaje a la casa de la playa.
El verano de Historias del Kronen es cruel, y se sufre como una presencia demoledora que suda una página, y otra y otra, y así hasta el fin. La prosa descarnada de José Ángel Mañas nos introduce casi a bofetadas en las peores vacaciones de nuestras vidas. Bajo el calor sahariano de Madrid, sus personajes no paran de acelerar los coches, de deambular entre unas avenidas vacías. Creen que la libertad anida en rebasar los límites de velocidad de la 'emetreinta', de la 'emecuarenta', y no saben -pobres- que las autopistas son meras trampas circulares en las que Madrid los enjaula.
Del estilo de la novela, bronco, descarnado, coloquial sobremanera, se ha teorizado en un esfuerzo por darle a la herramienta el protagonismo del fondo. Hoy sería impensable una novela como ésta, quizá a razón de no se sabe qué pretextos moralizantes impuestos al Arte. Pero 'Historias del Kronen', Premio Nadal en 1994, abrió una veta que, nos guste o no, fue tan impactante como imitada sin acierto. A más de dos décadas de la publicación de la novela, el libro, a pesar de ser reflejo de un verano muy concreto, permanece como una fotografía -movida, eso sí- de ese largo sábado que es cualquier julio.
De un modo logrado, José Ángel Mañas traza una tragedia griega entre personajes de poca monta, dados al 'costo' de Lavapiés, a la 'litrona' de ocasión. Son antihéroes para los que la existencia se reduce a "sólo comer, dormir y cagar", pues "está claro que el lujo es el retorno al estado animal". Tampoco mueven a ninguna empatía; el largo monólogo del protagonista condiciona al lector a preguntarse si no es el calor el responsable de ese hedonismo suicida que impregna toda la novela.
Hemos descrito aquí, en esta sección, otros grupos de amigos y otros veranos. Si con Antonio Soler la cuadrilla era el bastión, el puerto seguro en las vacaciones, José Ángel Mañas se vale de la pandilla como unidad sociológica sobre la que trazar las innumerables variedades de las rutinas cotidianas. El Kronen es la 'Colmena' de Cela revivida, poblada de una parroquia de 'pasados de rosca'. Hijos de su tiempo y de sus opios.
José Ángel Mañas es el cantor de un verano matador en puerto seco; y la ausencia de orilla explicita la psicología del libro y el final que les aguarda a sus criaturas.
Historias del Kronen desafía al tiempo como una sinfonía desafinada pero completa de la juventud y de su estupidez; hay hasta una cierta crítica social a quienes se acomodaron tras el 'sesentayochismo', pero esto importa poco cuando cada capítulo arranca con la realidad de la resaca, de una resaca remojada y revivida en mil amaneceres.
El calor en la ciudad, como el sueño de la razón, engendra monstruos. Mañas abre el Infierno de su coro de malditos discotequeros con un libro, con "un libro cojonudo. La única novela que Carlos soportaba", un libro que "influenció mucho en una época. Bueno, que nos influenció a todos. Todo aquel rollo que llevábamos nos embruteció tanto (…) No sé, el rollo era más mental que real". Y en esto la vida, que pasaba en el Kronen "real como una mala película".
@jesusNjurado
Dos preguntas rápidas a José Ángel Mañas
¿Qué recuerda de la escritura de Historias del Kronen?Hoy Kronen sigue vendiendo entre 500 y 1000 ejemplares por año, lo que, al cabo de veinte años no está nada mal. De las novelas que se publicaron en el año 94, se pueden contar con los dedos de una mano las que siguen vivas. Acaba de publicarse una nueva edición, con nueva portada, en Booket. Ya no sé cuántas lleva.
Mi caso es atípico. Mi primera novela ha vendido más ella sola que el resto de todas mis novelas juntas, y es la única que ha entrado -a su manera- en la historia de la literatura; con lo cual a la hora de ser condescendiente, a lo mejor es la persona que escribió ese texto la que tiene que sentirse condescendiente conmigo. Eso hace que no pueda más que estarle agradecido a Historias del Kronen. Si he podido dedicarme profesionalmente a esto de la literatura, y si hoy soy algo en el panorama de la literatura española contemporánea, es a causa de esa obra. Le debo todo lo que soy, y eso hace que no pueda sino sentirme agradecido y procurar, dentro de lo posible, reconocerle sus méritos.
Es cierto que, al cabo de veinte años, tengo la sensación de que escribo mejor ahora que cuando escribí Kronen. Y sin embargo siempre hay algo en una primera novela -la frescura, la ingenuidad, la fuerza, la convicción suicida- que, por alguna razón, no vuelve a repetirse. Supongo que es la energía de la libertad, del trabajar a la sombra, del no sentirse bajo el escrutinio público… una sensación que, insisto, no se vuelve a repetir jamás.
En el caso de Kronen, el gran mérito es su tremenda ingenuidad, en el mejor sentido de la palabra, por una parte, y por otra -lo que va ligado a ello- el tremendo poder de convicción que demuestra. En cuatro frases la novela nos ha agarrado por el cogote y nos ha metido en un universo perfectamente reconocible, del que no dudamos, con un lenguaje que está adaptado como un guante, como una piel, al narrador, un personaje de veinte años, y que lo retrata desde la primera línea con una precisión extraordinaria.
¿Qué queda hoy de este libro?
Pienso -de una manera un tanto romántica, tal vez- que el valor de la literatura reside, en buena medida, en la intensidad con la que es capaz de plasmar la vivencia de un momento. Ese me parece que es el gran mérito de este texto. Independientemente de su mayor o menor calidad estilística, Kronen plasma con gran intensidad lo que significa tener veinte años. Han pasado dos decenios y ha llovido mucho desde que ese jovenzuelo de veintidós años que era yo entonces publicara esa novela. Yo he cambiado mucho, pero Historias del Kronen, no. Carlos hoy sigue siendo igual de joven que cuando fue creado. La literatura tiene eso de mágico; que uno la puede leer veinte años después y revivir las emociones, las sensaciones y las vivencias que quedaron atrapadas para siempre en las palabras.
Supongo que entré en el mundo literario peninsular, como dijo algún comentarista, como un elefante en una cacharrería. Lo hice con la máxima energía posible, que es como tiene que arrancarse uno en la literatura. Lo primordial, para mí, es la emoción en todo y especialmente en la escritura. Escribir bien, para mí, quiere decir escribir con intensidad, con convicción, con dramatismo; procurar que, cuando el lector cierre uno de mis libros, se le haya puesto en algún momento la carne de gallina. Por lo demás, en esa época me interesaba mucho el realismo, el recrear con la mayor precisión posible el habla del narrador y de todos los personajes. El oirlos, aunque fuera de una manera cacofónica, ruidosa. Hoy siento menos atracción por el realismo.