La tercera guerra mundial
Ismael Grasa
30 enero, 2002 01:00Ismael Grasa
En los últimos años se puso de moda una novela anoréxica que trataba de ser la respuesta al ritmo de la vida moderna y a la competencia audiovisual. Este tipo de relato, escueto de contenido y de enunciación muy simple, no ha prosperado pero de vez en cuando resurge. Ante tales textos, no sé deslindar bien cuánto deben al cultivo deliberado y novedoso de una estética finisecular (del siglo XX) y cuánto a la incapacidad para tramar una buena historia y sostenerla. Esto me ocurre con La Tercera Guerra Mundial, una sugestiva novela de Ismael Grasa con mucho encanto por el modo de contar las peripecias y por su mordaz minimalismo de hechos cotidianos; pero que da la impresión de quedarse corta al no lograr convertir su parca sustancia en la metáfora de la vida que busca. Se ve que el joven autor aragonés practica un selectivismo anecdótico estricto y que los datos al parecer irrelevantes acumulados tienen una intencionalidad disimulada, y, sin embargo, la impresión final no se traduce en una revelación de la existencia distinta de la que halla un discreto observador. Porque Grasa se atiene a una observación de comportamientos y situaciones de un ámbito reducido y de un tiempo acotado. El ámbito (una localidad oscense) se abre a algún otro espacio, pero resalta su condición de pequeño y cerrado. El tiempo se puntualiza mediante la anotación de hechos relevantes.Todo ello llega por medio de la voz de un narrador en primera persona que ocupa la mayor parte de la novela y se empareda entre dos mínimos pasajes en tercera persona que conciden en referir dos viajes distantes en el tiempo a la playa de Salou. El yo narrador funciona como protagonista y testigo, y ensarta pequeñas secuencias cada una con su propio titulillo que semejan una "colmena" urbana actual. Se pasa así a un protagonismo múltiple con unos cuantos personajes más frecuentes y con otros esporádicos. Entre todos sale un retrato colectivo con un primer plano de inanidad, rutina y desaliento, y sobre el fondo de un mundo exterior amenazante.
Ese retrato coral constituye la materia del relato de Grasa con el propósito de reconstruir un ambiente. Esa percepción costumbrista se completa con algún motivo insistente y con tal bagaje de conjunto se traza un cuadro de alcance moral. El testimonio siempre parece atenerse a un realismo inmediato, pero se abre a elementos imaginativos, con buena carga irónica, y se completa con otros datos de valor simbólico. Esta mezcla de objetivismo de la mirada y de conductismo psicológico se trasmite por medio de una frase lacónica y sencilla, dominada por los verbos y escasa en adjetivaciones.
Con estos parcos materiales Grasa pretende dar espesor a una sustancia delgada. Es mucho más lo que insinúa que lo que muestra. Y deja en manos del destinatario completar el sentido de un texto que sugiere más que explicita. Comparte el autor el afán de la novela de la pasada centuria por desacreditar el interés por la anécdota, pero en el fondo ésta no falta. Grasa vuelca su atención en el modo de disponerlos, fragmentados, como reflejo de un mundo algo caótico. Si esa es su meta, la consigue, aunque paga el precio de que, al final, su radiografía no penetre bajo la piel de la realidad.