Cambio de rumbo. Crónica de una vida
Klaus Mann
19 julio, 2007 02:00Klaus Mann y su hermana Erika
"Un escritor cuyos intereses principales se hallan en el terreno estético, religioso y erótico, pero que bajo la presión de las circunstancias llega a una posición políticamente responsable y hasta militante…". Así se define Klaus Mann en la anotación de su diario del 11 de agosto de 1941, a pocas páginas de lo que llegaría a ser el cierre de la primera versión de estas memorias, escrita en inglés y publicada en 1942. La segunda, reescrita en alemán y publicada póstumamente en 1948, tras su suicidio, añadiría nuevas páginas a ese diario final y un interesantísimo apartado de cartas de guerra en las que da cuenta de su experiencia en el ejército americano, en el que este alemán antinazi sirvió en virtud de esas mismas "circunstancias" que definían su "posición política". Sin ellas, Mann hubiera sido uno más de los muchos escritores alemanes de entreguerras que no terminaron de hallar su camino entre el esteticismo renovado, en la tradición de Stefan George, y el Expresionismo.Un tercer factor de indefinición pesaba sobre él: ser hijo del afamado Thomas Mann, que había recibido el premio Nobel en 1929 y tenía talla de gran figura nacional. En la primera parte de estas memorias el hijo habla del padre ("el Mago") con una simpatía y un cariño no exentos de ironía. Más adelante, escamoteará las disensiones ideológicas que fueron surgiendo entre el gran escritor y su vástago conforme este último se reafirmaba en su oposición a la creciente influencia nazi; no porque el padre simpatizara con lo que representaba Hitler (aunque, durante la I Guerra Mundial, lo vemos abrazar con entusiasmo la causa de la Cultura germánica), sino porque éste, desde la relativa inmunidad que le deparaba su inmenso prestigio, no hizo público su rechazo al nazismo hasta que su hijo (eso lo sabemos por otros testimonios) le planteó un ultimátum.
Con esta toma de posición la familia Mann en pleno pasa al exilio: el Nobel, a continuar su obra desde su augusto retiro, primero en Suiza y luego en California. Y sus hijos mayores, Klaus y Erika, a renovar, en clave de activismo político, la labor artística e intelectual que ya habían iniciado en Alemania: Erika, con su cabaret literario, primero, y luego como corresponsal de guerra. Y Klaus, como agitador cultural que trata de aunar, desde diversas revistas, el amplio frente intelectual de oposición a los fascismos ascendentes. En esa lucha coincidirá con lo mejor de la intelectualidad europea: Auden, Gide, Croce, Wells… De todos dejará agudos retratos o meditadas semblanzas; también, de algunos de los pocos políticos europeos que destacaron en la oposición a la marea fascista: el voluntarioso Beneš, presidente de la amenazada Checoeslovaquia, o el desdibujado álvarez del Vayo, ministro de Exteriores de la República española.
Hay en todo este despliegue de actividad algo de precipitada huida hacia delante, como si el joven escritor no quisiera detenerse demasiado tiempo en la otra cara de este panorama movedizo: las vidas y obras truncadas por los acontecimientos, para las que Mann tiene apenas una rápida mirada, conmovida y noblemente retórica, antes de sumirse él mismo en el remolino imparable.
Llama la atención que este espíritu inquieto terminara encontrando la serenidad en las rutinas de la vida militar. Su incorporación al ejército americano no es tanto la culminación de su compromiso antifascista, como la ansiada inmersión en una comunidad de quien nunca había pertenecido a ninguna. Es esa serenidad la que dicta las espléndidas cartas finales, escritas durante el avance aliado por el continente europeo. Más llamativo aún resulta que esta interiorizada crónica militar recuerde, en su placidez y su educado tono reflexivo, a los diarios de campaña de otro gran escritor alemán de entonces, Ernst Jönger, al que Mann veía todavía como perteneciente al otro polo ideológico. Como Jönger, Mann dialoga respetuosamente con los adversarios dignos de su atención, y tiene ojos para los aún numerosos testimonios de la grandeza europea que sobreviven a la destrucción.
Pero este compromiso con la realidad intensificada de la guerra no podía durar más que el conflicto mismo. Acabado éste, la amenaza de una nueva guerra, la evidencia de que la sociedad alemana no había extraído las conclusiones adecuadas de la tragedia, y la propia posición resbaladiza y excéntrica del autor en el panorama cultural alemán, terminan por disolver la sensación de pertenencia, precariamente alcanzada, y sumen de nuevo al ya maduro escritor en las simas del sinsentido. El desenlace ya lo conocemos.
La fascinación del abismo
El 22 de mayo de 1949, en un hotel de Cannes, Klaus Mann se suicidaba tomando un frasco de barbitúricos, como Tilly, una de las protagonistas de su novela El Volcán. Nada sorprendente en quien escribió: "He perdido más amigos por suicidio que por enfermedad, crimen o accidente". Obsesionado por esa forma de autodestrucción, un mes después de su muerte apareció en la revista norteamericana "Tomorrow" un artículo póstumo en el que Klaus exigía "una ola de suicidios en la que cayesen los espíritus más destacados y celebrados, [que] arrancaría a los pueblos de su letargo".