Cuando llega la canícula y se hace difícil dormir, nada mejor que leer (o que te lean) un buen cuento de hadas para intentar conciliar el imposible sueño de una noche de verano. Hay para elegir: el siglo XXI ha comenzado con una avalancha de nuevas formas de contar el mismo cuento de siempre, transformándolo y poniéndolo al día para los lectores actuales. En eso se basa lo que ahora llaman retelling.
Pero, ¿es realmente algo tan nuevo? ¿O sólo una etiqueta más? Al fin y al cabo, cabe preguntarse si la propia naturaleza de los cuentos de hadas no es ya de por sí la de recontarse una y otra vez, añadiendo, quitando, cambiando y transformando aquello que sus nuevos oyentes o lectores necesitan —o se supone que necesitan— para poderlos disfrutar casi como si fuera la primera vez.
En el principio, fue la voz. La voz humana, que diría Jean Cocteau, que de recontar cuentos algo sabía. Las historias feéricas se transmitían oralmente. Junto al fuego que calentaba a la tribu, como en los títulos de crédito de la serie Cuentos asombrosos (Amazing Stories). Al calor del hogar, cuando se establecieron las primeras comunidades. Para dormir a los niños, cuando los mayores creían saberlo ya todo y que quien necesitaba historias con moraleja era su inexperta progenie.
Lo que llamamos a grandes rasgos cuentos de hadas eran (y son) una preparación para la vida, una guía para crecer y madurar… Pero también, no lo olvidemos, un fantástico entretenimiento. Un necesario ejercicio de imaginación, para emocionar, divertir y maravillar.
Las primeras recopilaciones literarias de estas tradiciones y relatos orales no eran necesaria ni explícitamente para niños. En el siglo XVI italiano, Giovanni Francesco Straparola y Giambattista Basile publicaron sus transcripciones de cuentos de hadas populares. Sobre todo el segundo, con su Pentamerón. El cuento de los cuentos (Siruela), se convertiría en una de las principales fuentes para las posteriores obras de Perrault y los hermanos Grimm.
En sus páginas se encuentran ya versiones de "La Cenicienta" o "El gato con botas", que Basile vertió en dialecto barroco napolitano, con intenciones claramente literarias, pensando en los mismos lectores que habían disfrutado con Dante o Boccaccio. A ellos podría sumarse también el curioso dominico Francesco Colonna, con Las historias del mago Setne y otros relatos del Egipto fantástico (Siruela).
A mediados del siglo XVII, el éxito de La Fontaine y Perrault puso de moda los cuentos de hadas en los salones literarios aristocráticos de Francia. Los cuentos de Madame Leprince de Beaumont y de Madame d'Aulnoy reflejan el esplendor de la corte de Luis XIV, con su estilo culterano, exquisitamente coloquial y refinado. Sus oyentes eran la crème de la crème, nobles que frecuentaban los salones de Mademoiselle de Scuderi o Madame de La Fayette, donde se narraban añadiendo nuevos y sutiles sobreentendidos y dobles sentidos. Es decir: recontándolos.
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Cuando en el siglo XIX tuvo lugar la gran eclosión del cuento de hadas "moderno", en pleno Romanticismo, se volvieron a reinventar y reescribir. Los hermanos Grimm, fundamentales y fundacionales, los germanizaron, de acuerdo al nacionalismo propio de su época, al tiempo que suavizaban ya algunos de sus aspectos más truculentos o turbios en posteriores ediciones. El furor por el folclore, las leyendas populares y los cuentos tradicionales estuvo (y sigue estando, al menos en parte) asociado a nacionalismos e independentismos.
Si la gran Alemania tenía a los Grimm, con su convencimiento de las raíces indoeuropeas del cuento de hadas (lo que explicaba que los temas se repitieran en países diferentes), Rusia tuvo su Afanásiev; Inglaterra, Irlanda y Escocia a sus Joseph Jacobs, Lady Gregory, Padraic Colum y Andrew Lang (que se convertiría en uno de los más grandes recopiladores de cuentos de hadas universales); la Bretaña francesa a su Anatole Le Braz; los noruegos a Peter Christensen Asbjornsen y Jorgen Moe; los checos al poeta Karel Jaromír Erben; España a Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber), Juan Valera o la olvidada Gertrudis Segovia; Japón a Yei Theodora Ozaki y al singular Lafcadio Hearn, nipón de adopción; el mundo árabe sus célebres Mil y una noches, traducidas y recontadas por Galland o por Burton… Y así, hasta el infinito y más allá.
Al tiempo y a la vez, surgieron nuevos fenómenos. Por una parte, los cuentos de hadas comenzaron dirigirse a los niños, dando por resultado que los propios autores, como Madame D'Aulnoy o los Grimm, reescribieran sus historias para el lector infantil, eliminando o suavizando sus elementos más violentos y morbosos, modernizando y simplificando su lenguaje.
Por otro lado, surgieron escritores como Hans Christian Andersen, Elsa Beskow, Nicolai Gógol, George MacDonald, Lewis Carroll, Charles Kingsley e incluso el propio Oscar Wilde o el mismísimo Bram Stoker, que, utilizando a menudo motivos tradicionales, inventaron sus propios cuentos de hadas contemporáneos (una buena muestra de ello se encuentra en la antología Cuentos de la Edad de Oro, de Valdemar). Esta nueva literatura fantástica para niños y jóvenes se fundió y confundió con los viejos cuentos de Mamá Oca y las arcaicas tradiciones orales, resultando casi inseparable para las generaciones futuras.
Los nuevos encantadores
A lo largo de la era victoriana y las primeras décadas el siglo XX floreció en todo el mundo una literatura feérica original, que ya no procedía del acervo popular, sino que utilizaba este para crear nuevos cuentos de hadas "de autor". En el Reino Unido, James Matthew Barrie y su Peter Pan; Kenneth Grahame y El viento en los sauces; A. A. Milne y su Winny the Puh, entre otros muchos. Pero también en el resto del mundo: Pinocho, de Collodi, en Italia; El viaje de Nils Holgersson, de la sueca Selma Lagerlof; El Mago de Oz y sus secuelas, de L. Frank Baum, en los Estados Unidos... Hasta Australia tuvo El pudding mágico, del artista y escritor Norman Lindsay.
Aunque muchas de estas obras son bien conocidas, otras han permanecido sumidas en cierta injusta oscuridad. Merece la pena rescatar dos cuentos del escocés George MacDonald: La princesa y los trasgos (1872) y La princesa y Curdie (1883), ambos editados por Siruela en estupenda traducción de Carmen Martín Gaite y Cristina Sánchez-Andrade, acompañados por una larga introducción de la primera.
MacDonald, que también escribió fantasías para adultos, amigo íntimo de Lewis Carroll, partiendo de mitos y tradiciones de aroma céltico, marcó profundamente a escritores posteriores como Tolkien y C. S. Lewis, dotando a sus aventuras de trasgos, reyes, princesas y humildes mineros destinados a salvar el reino de un aliento poético y extraño, que cautiva a lectores de todas las edades con su inquietante ambigüedad y lirismo.
También punto y aparte merece El tren nocturno de la Vía Láctea (1934), del gran Kenji Miyazawa, clásico moderno japonés por excelencia del género, publicado en castellano por Satori, emotivo y poético viaje al fin de la noche infantil, que adelanta la peculiar sensibilidad de gran parte del manga y del anime actuales, a los que ha sido adaptado a menudo.
Pronto surgió una auténtica modalidad distinta del retelling: adaptar para niños y jóvenes las grandes obras de la literatura universal. Los hermanos Charles y Mary Lamb se hicieron mundialmente conocidos con sus Cuentos basados en el teatro de Shakespeare. El mismo método se aplicó a La Biblia, la mitología griega (donde destacó el pionero Nathaniel Hawthorne), los poemas épicos medievales y los clásicos literarios, antiguos y no tan antiguos. En España siguieron el ejemplo colecciones como los libros de la editorial Araluce, hoy muy valorados por los coleccionistas gracias a ilustraciones de artistas como José Segrelles, como lo harían también después muchas otras como la popular colección Historias, de Bruguera.
A mediados del siglo pasado, gracias a escritores y escritoras como Kipling, Tolkien, Lewis, Pamela Travers, T. H. White, Hugh Lofting, Mary Norton, Lloyd Alexander, E. B. White, Edith Nesbit, Beatrix Potter, Roald Dahl y muchos y muchas más, lo feérico y legendario, sin renegar de sus raíces folclóricas pero cada vez más distantes de ellas, se estableció como género de pleno derecho, propio de una literatura infantil y juvenil para todas las edades. De ellos descienden, para bien y para mal, los Harry Potter, Enola Holmes y Percy Jackson de hoy, además de obras como las de Philip Pullman o la singular Los perros de la Mórrigan (Siruela), de la irlandesa Pat O'Shea.
Bien puede decirse que estos autores estaban haciendo retelling, al rescatar y modernizar viejas leyendas, cuentos de hadas y personajes míticos de antaño. Las mitologías nórdicas, célticas y artúricas resucitaban con los mundos de Tolkien, T. H. White o Lloyd Alexander mientras Lewis utilizaba simbología cristiana y bíblica; Lofting, Potter y E. B. White recurrían a las fábulas de animales y Mary Norton o Pamela Travers a los cuentos de brujas y hadas madrinas... Todo siempre adaptado a los nuevos tiempos y sus lectores.
Érase otra vez...
No tardarían en aparecer auténticos "recontadores" de cuentos, dispuestos a emular a clásicos como Basile, Perrault o los Grimm, llevándolos a la modernidad. Los estudios de psicólogos, sociólogos y antropólogos como Vladimir Propp, Bruno Bettelheim, Joseph Campbell o Hugo Cerdá habían dotado de relevancia el papel que los cuentos tenían (y tienen) en la formación no sólo del niño y el adulto, sino de las estructuras sociales, recogiendo también su inmenso valor literario y estético.
"Si en una época de mi actividad literaria me atrajeron los folk-tales, los fairy-tales, no era por fidelidad a una tradición étnica ni por nostalgia de las lecturas infantiles, sino por interés estilístico y estructural, por la economía, por el ritmo, la lógica esencial con que son narrados", escribía Italo Calvino en el prólogo a sus Cuentos populares italianos (Siruela), publicados en 1956, donde se incluye la historia que daría origen a la exitosa serie de televisión italiana de los años noventa, Fantaghirò, dirigida por Lamberto Bava.
Nadie duda que los cuentos de hadas reflejan y conforman también, con sus moralejas y mensajes didácticos, la ideología de la sociedad de su tiempo. La era victoriana, con escasas pero brillantes excepciones como las Alicias de Carroll o las obras de MacDonald, lastraba su literatura feérica, para horror de mentes progresistas como Dickens, con sentimentalismo, moralina y religiosidad omnipresentes, abundando en mensajes clasistas, machistas y conservadores, amén (nunca mejor dicho) de un estilo trasnochado, a menudo insoportable para el lector moderno.
En parte por ello, no serían pocos los autores "serios", escritores pero también antropólogos, etnólogos y folcloristas, que acometieran gustosos en la segunda mitad del siglo XX la tarea del retelling. Los italianos Calvino y Dario Fo (este último en forma teatral), los franceses Paul y Georges Delarue, la irlandesa Sinéad de Valera (esposa de Éamon de Valera), la canadiense Carmen Roy, británicos como Maurice Baring, con sus Modern Fairy Tales (1956); Katharine Mary Briggs, la folclorista inglesa del siglo XX por excelencia, o Robert Graves con sus Mitos griegos (1955).
Con la descolonización y descentralización del foco etnocéntrico occidental, el panorama se abrió felizmente al resto de tradiciones universales, con Marcel Griaule y sus recopilaciones de cuentos africanos; los cubanos Fernando Ortiz, Samuel Feijoo y Lydia Cabrera; el japonés Osamu Dazai, con sus imprescindibles Cuentos de cabecera (1945), reeditados recientemente por Satori, en excelente versión de Daniel Aguilar… Y un largo etcétera.
Mientras Walt Disney elaboraba su propio, exitoso y siempre discutible retelling de los cuentos clásicos y modernos, a su alrededor y a veces claramente a la contra —recordemos los deliciosos Cuentos en verso para niños perversos (Alfaguara) de Roald Dahl— se fraguaba una revolución. La publicación en 1979 de La cámara sangrienta (Sexto piso) de Angela Carter, con su inteligente revisión feminista de historias como "Barba Azul" o "Caperucita Roja", constituiría uno de sus puntos álgidos, especialmente tras llegar al cine como En compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984), de Neil Jordan.
Reinventar sí, pero...
Angela Carter, que también recopilaría una estupenda colección de cuentos universales con mirada feminista y femenina radical: Cuentos de hadas de Angela Carter (Impedimenta) —originalmente constituida por los dos volúmenes de The Virago Book of Fairy Tales (1990-1992)—, redefinió la idea del retelling al reificar ideológicamente el cuento de hadas tradicional, a menudo (aunque no siempre) machista y reaccionario, llevándolo al terreno de la liberación de la mujer, pero sin despojarlo de su sentido de la maravilla, erotismo perverso, surrealismo, crueldad y violencia.
Desde luego, no era un retelling para niños. Con él se consolidaba algo más que una simple moda. Una variedad narrativa que, gracias a la mirada inteligente y la calidad literaria de sus obras y de las de otras autoras y autores como Anne Rice, Tanith Lee, Richard Adams, Vonda N. McIntyre, Gregory Maguire, Terry Pratchett, Marion Zimmer Bradley, Neil Gaiman, Susanna Clarke, Nancy Springer, Jeannette Winterson, Peter S. Beagle, entre otros y otras, revivió los cuentos de hadas con sus personajes, escenarios, mitos y ritos, para un lector adulto (a veces también juvenil), mostrando su poder arquetípico a la hora de adaptarse y mutar, cumpliendo las expectativas del mundo actual y sus necesidades, sin destruir su esencia.
Sin embargo, ahora que el retelling se ha convertido en etiqueta, en fórmula comercial explotada e ideologizada, empieza a resultar tan contraproducente como lo fueran en su día la literatura feérica victoriana o la cortesana francesa más didácticas y moralistas. Desde el momento en que recontar los cuentos se ha convertido sólo en una forma interesada de reeducar al lector en la sensibilidad, la moral y las ideas hegemónicas actuales, comienza un proceso de "desencantamiento" que pone en peligro aquello que, en realidad, es el corazón mismo del cuento de hadas: la fantasía.
Son varias las cuestiones que para el amante del mito, la leyenda y el cuento, tanto folclórico y ancestral como literario y contemporáneo, se plantean ante la invasión incontralada e incontrolable del retelling. Por cada novela inteligente, compleja y bien escrita como Róndola (Minotauro) de la española Sofía Rhei, que juega con la tradición feérica barroca, modernizándola y acoplándola a un feminismo lleno de sentido del humor y erudición, respetando sus fuentes, surgen doscientas que se limitan al patético "lobito bueno" de la canción, a la Caperucita empoderada, el Príncipe machista y el sapo aliado feminista.
Frente a la vieja disneyzación de los cuentos, se erige ahora una pixarización que se limita, las más de las veces, a cambiar la piel del lobo pero manteniendo, en esencia, un mismo mensaje conservador y tradicionalista. Al Pinocho de Collodi o, mejor aún, de Walt Disney, le sucede y sustituye la Barbie de Greta Gerwig. El mensaje inclusivo oculta (a veces poco o nada) otro familiero, convencional y consumista, que amansa las fieras, alimentando sus fantasías más banales en lugar de articulando discursos liberales eficaces y universales (si necesarios).
Uno de los problemas principales es tratar de borrar el pasado histórico del cuento de hadas, sustituyéndolo por su retelling actual. Pero, ¿qué sentido tiene este retelling si no conocemos su procedencia original y el contexto al que responde? No es esto lo que pretendía, precisamente, Angela Carter con sus libros. Sigue habiendo más mensaje feminista, rebelde y radical en La bruja novata de Mary Norton, en Mary Poppins o Nanny McPhee que en muchas recontadas Cenicientas ejecutivas agresivas o Blancanieves cuya blancura debe desaparecer.
El empeño actual por edulcorar y limar las aristas de los cuentos no es distinto al de las producciones Disney o los libros para niños victorianos. Puede que incluso peor, porque se ofrece como antídoto de aquellas y aquellos, cuando en realidad es su heredero, lobo reaccionario con piel de cordero progresista. Cuando se insufla a los cuentos clásicos la pedagogía de la inclusividad, el feminismo y la tolerancia, a costa de su oscuridad, peligros, monstruos, ambigüedad y sentido de la maravilla, el resultado son cartillas doctrinales tan aburridas como los catecismos de antaño. Fichas didácticas para repetidores de curso en vez de sueños de una noche de verano.
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Precisamente, este verano, hay muchos y buenos cuentos de hadas, de ayer, de hoy y de siempre, como se decía antes, que pueden hacer llevadero el infernal calor. Películas que corren el peligro de pasar desapercibidas, como la estupenda La puerta mágica (The Portable Door. Jeffrey Walker, 2022), según las novelas de Tom Holt (con su seudónimo de K. J. Parker, autor de marcianadas tan simpáticas como Blancanieves y los Siete Samuráis) inspiradas en la opereta fantástica de Gilbert & Sullivan The Sorcerer (1876). O como la agradable y menospreciada La hija del rey (The King's Daughter. Sean McNamara, 2022), basada en la fantasía de Vonda N. McIntyre, homenaje a los contes de fées de la corte de Luis XIV. Perdidas entre aburridas sirenitas, krakens adolescentes, elementales demasiado elementales, mansiones encantadas de pega y tortugas ninja de rebajas.
Lo importante es que bajo la etiqueta del retelling, otro anglicismo a la moda, se esconde una verdad fundamental: los cuentos de hadas siempre se han recontado. Pero bajo sus formas y formatos cambiantes, a través de siglos de tradición oral y escrita, de apropiación y reapropiación, siguen siendo esenciales para el ser humano. Más allá y más acá de marcas comerciales o mensajes, son y deben seguir siendo mundos de fantasía, imaginación y maravilla, que nos ayuden a soportar la vida cotidiana. Esa es, sin más, su principal y gran enseñanza. Lo demás, viene por añadidura.