La madrileñización de Galdós
Tras una primera mala impresión, sus calles, sus gentes, sus cafés y el recuerdo de sus escritores ganaron el corazón del que habría de ser el mejor intérprete que ha tenido la ciudad del Manzanares
3 enero, 2020 15:54Puede decirse que la madrileñización de Galdós comienza ya en el momento de su llegada (1862), aunque sus primeras impresiones no fueron, al parecer, nada satisfactorias. “No tuvo la villa y corte mis simpatías cuando en ella entré; parecióme un hormiguero sus calles estrechas y sucias; su gente bulliciosa, entrometida y charlatana; las señoras ignorantes, el pueblo desmandado; las casas feísimas y con olor de pobreza”.
Pero poco a poco, como sólo lo sabe hacer Madrid, (que ya madrileñizó al propio Felipe II), se convirtió en el más madrileño de todos los madrileños y en el mejor intérprete que ha tenido (y quizá tendrá) la ciudad del Manzanares. Por ello, en todo Madrid, la presencia de Galdós y sobre todo de sus personajes, es absoluta y total. Galdós no regatea elogios a la calle de Alcalá, pero es la calle de Toledo la que se lleva la palma. No hay calle tan graciosa y tan alegre en el ancho mundo, escribe. Y, además, nada sucedía en Madrid si no sucedía en esta hermosa calle.
Y es, además, por si todo eso fuera poco, calle histórica. Pues por ella pasaron hacia el suplicio el mártir Riego, el caballeroso y arrogante general León, y el polizonte Chico, ajusticiado por el pueblo de Madrid, en la plaza de la Fuentecilla. Si subimos calle de Toledo arriba, la figura silenciosa de Galdós parece acompañarnos. Por la Plaza de la Cebada (“Plazuela de la Cebada, apártate de mi vista”), aún se siente el ajusticiamiento de Riego y demás víctimas del terror de 1824.
Y, por encima de todo, era la arteria comercial más importante de aquel Madrid. De aquel Madrid moderno donde se decía que el dinero estaba todo en esta calle y sus aledaños. Y era rúa popular y festiva, que contaba con ochenta y ocho tabernas (Galdós las había contado) desde la Puerta de Toledo a la Plaza de la Cebada. En ella hirvió la cólera popular en el terrible día de la degollina de los frailes. Por ella, las más festivas asonadas liberales al son de la música del Himno de Riego.
Calle de Tabernillas, la figura de Fortunata, que vivió en esta calle, en diferentes momentos de su vía crucis. Calle del Ave María, donde vivió doña Lupe la de los pavos, en cuya casa también vivió temporalmente Fortunata, pues era tía de su marido Maximiliano Rubín. Y no digamos la Cava Baja de San Miguel, donde todo comienza en la novela y donde vive y muere Fortunata, y donde conoció al señorito Santa Cruz. Y la calle de las Huertas y la Plaza del Ángel donde está la Iglesia de San Sebastián, que, “como muchas personas, tiene dos caras”. En esa vulgar iglesuca pedía limosna Benina, la santa y genial creación de Galdós, que había nacido a dos leguas de Guadalajara.
Y no digamos si torcemos hacia El Rastro. “¡Oh el Rastro!”, se admira Galdós. Allí comprendió la ley del despojo social y del último giro de la vida. Y qué decir de sus calles adyacentes, la de Rodas, donde comienza el episodio de Los duendes de la Camarilla. Embajadores, las Peñuelas, donde conoció y trató al famoso Cojo de las Peñuelas, personaje imponente de la Milicia Nacional en los tiempos revolucionarios; o la del Turco, donde dieron alevosa muerte al general Prim.
Y así desde las Vistillas al Hospital, desde las Injurias a las Peñuelas y desde San Cayetano a San Sebastián, el joven novelista escuchaba al bajo pueblo de Madrid apropiándose de su lenguaje chulesco, porque la característica del lenguaje de Madrid ha sido la invención continua de nuevas voces o modismos.
Es en los barrios bajos, "el madroño", donde el díscolo estudiante que fue Galdós consiguió un año tras otro buenas notas literarias
Y no digamos cuando se topa con las dos calles que llevan los nombres más excelsos de nuestra literatura y que antes se llamaban de Francos, la una, y Cantarranas, la otra. En la primera, recuerda, vivieron Lope de Vega y Cervantes, el primero en casa propia, que todavía existe, y el segundo, en casa alquilada, que desconocemos, ya que fue derribada en tiempos de Fernando VII, dejando su sitio a un vulgar edificio de cuatro pisos, que ahora lleva el número 2, y sobre su puerta una lápida con el busto de Cervantes y una inscripción, que es, en realidad, “como el epitafio de un sepulcro vacío”.
Pero con más fervor si cabe evoca la sombra de Cervantes en la vecina calle de Cantarranas, ante el convento de las Trinitarias, donde el príncipe de nuestras letras tiene sepultura, “por demás ancha y perpetua, como que es fosa común”. La humanitaria fundación de San Pedro Nolasco que ya sacó a Cervantes de su cautiverio en Argel, acogió los pobres huesos del que fue cautivo y llevó una asendereada vida y si no le dio enterramiento aislado con su correspondiente epitafio, fue porque tales honores no se concedían entonces sino a personas de altísimo linaje. O de fuero social y político.
Y nos cuenta Galdós que el convento de las Trinitarias es uno de los más deliciosos de Madrid y es una lástima que casi siempre esté cerrado.
No olvida el Paseo del Prado, el Botánico, la fuente de Apolo. El Prado, Neptuno, y cómo no, a la diosa tutelar de Madrid, a la popular Cibeles, y la evoca en su anterior ubicación, cuando un día de diciembre de 1808, el propio Napoleón I, que, con brillante séquito, venía de Chamartín de la Rosa, para visitar a su hermano José. Y el famoso emperador se fijó en nuestra diosa y quedó encantado y la piropeó como sólo puede hacerlo un francés.
Y entonces Galdós se acomoda en el carro de la diosa tutelar de los madrileños y le pide que lo lleve al Ateneo, no al viejo, al suyo, sino al moderno de la calle del Prado. Y al llegar aquí, en su recorrido apasionado por el viejo Madrid, es cuando Galdós hace una afirmación afortunada: “Yo entiendo que el oso es el Madrid que vive desde la Plaza Mayor para arriba, y el madroño los barrios bajos”.
Y es en estos últimos donde el díscolo estudiante que fue Galdós, consiguió un año tras otro buenas notas literarias, entablando trato con figuras imaginarias y reales, ya en la calle del Almendro, ya en la Cava Baja de San Miguel; ora en el café del Gallo (tan presente en Fortunata y Jacinta), ora en las calles del Amparo, Mediodía Grande, Humilladero, Irlandesas, Calatrava y otras muchas.